Cruyff

Cruyff no sabía entonces que la del Barça no sería la última camiseta blaugrana que vestiría.

Corría la temporada 1980-81, y aún con el miedo en el cuerpo por el fallido intento golpe de estado en el Congreso de los Diputados, el 27 de febrero de 1981 el Levante sorprendía a medio mundo con el fichaje del mejor jugador europeo de todos los tiempos, Andrés Iniesta al margen. Después de que el holandés, tras su periplo estadounidense, hubiese estado ofreciéndose durante semanas a diversos equipos de Europa, y cuando su entrega a la causa blanquiazul perica parecía ya un hecho, el presidente granota, Francisco Aznar, obró el milagro de evitar la traición a los colores blaugranas. Cual mesías contemporáneo, consiguió convencer a esa plantilla a quien debía ya parte del dinero estipulado en sus contratos, con su genial idea: Fichar a Cruyff, más abonados, más taquillas, más ingresos por partidos amistosos, más partidos ganados, pago de atrasos, más puntos en la clasificación, campeones, primas por ascenso, la gloria, contratos de Primera División…Estaba claro. Todos ganaban: el astro holandés, el club, los jugadores, los técnicos, la afición…el negocio era perfecto.

Pero Cruyff, que si bien en el campo era un genio, más aún lo era en los despachos, se cuidó muy mucho de, antes de saltar por primera vez al Nou Estadi aquella fría tarde de marzo, asegurarse su parné. Como buen holandés, seguro que debía conocer desde bien pequeño el cuento de la lechera…

El debut ( 01/03/1981 )

Junto a un par de amigos, decidí ser testigo del debut de Cruyff en el Levante, y hasta allí que nos fuimos. Recuerdo que era una tarde de domingo, que el trenet nos dejó en un apeadero situado a espaldas de la grada opuesta a tribuna, y que tuvimos que atravesar unos campos de huerta por un estrecho camino de tierra. Entonces, hace más de treinta años, el Nou Estadi (el actual Ciutat de Valencia) era una mole de cemento aislada de la ciudad, en medio de la huerta norte de la urbe, y, con unos accesos tan limitados como limitantes: acercarte a él era ya en sí una pequeña aventura.

Una vez ubicados en la parte alta de la grada central, y después de esos  paquetes de pipas de rigor para la espera, asistimos expectantes a la presencia del tulipán de oro sobre el césped levantinista. Como xoto convencido, lo viví desde una megalomanía místico-futbolística, pues mis dos anteriores y únicas presencias en ese estadio lo  fueron para la inauguración (con cuatro años, en el 69 y de la mano de mi padre) y en el debut de otro crack, el chileno Carlos Caszely; de ese modo, esta tercera visita al feudo rival tampoco afectaría a mi coherencia y autoestima como valencianista.

Y a las cinco de la tarde, allí apareció Cruyff, de nuevo de azulgrana, con el nueve a la espalda (y es que  el 14 fue una deferencia que tuvieron con él  en Holanda. Cuando no se permitía llevar un número superior al 11 a cualquier jugador titular, Johan tuvo autorización para ello; al saltar de nuevo al campo en un partido tras una baja prolongada por  lesión, y debido a que su , hasta entonces, número preferido, el nueve, lo estaba luciendo su compañero Gerrie Muhren. Esa bula el origen del mito). Enfrente, el rival, el Palencia, horrorosamente uniformado con camiseta lila y pantalón blanco.

La actuación del holandés respondió a los cánones, sólo que a un ritmo más melódico, consecuencia de sus casi 34 años. Mandó, animó, gesticuló y, por supuesto, protestó. Cruyff en estado puro. Todo el mundo le rendía pleitesía: sus compañeros, el público, el árbitro, los rivales, y, de entre estos, incluso su marcador, Pablo, quien, en una práctica muy habitual de ese fútbol ochentero, lo estuvo persiguiendo afanosamente durante todo el encuentro. Alto, con melena y bigote, seguro que, en algún instante durante los noventa minutos de juego, se sintió como Berti Vogts, el rubio y menudo capitán alemán, al que siete años antes viéndolo por la tele marcando a Cruyff en la final del Mundial´74,  jamás imaginó que tendría el privilegio y la suerte de emular.

Durante el descanso, me acuerdo comentar con mis amigos las jugadas, a la par que alabar al neerlandés y criticar la falta de capacidad técnica de sus compañeros para entenderle, quizás todo ello para justificarnos ante el pobre espectáculo que realmente  nos  habían ofrecido. Tras la reanudación, más de lo mismo. «El Pitágoras con botas», como lo definió el periodista David Miller, trazando cambios de juego, arrancadas con el balón, y, sobre todo, varios pases al hueco al joven extremo zurdo, Campuzano, figura en ciernes de ese Levante, y tristemente famoso años después, cuando apareció en las páginas de sucesos de los diarios valencianos, por haberse intentado suicidar clavándose un cuchillo en el pecho.

El partido finalmente acabó con victoria del Levante por uno a cero, lo que le permitió continuar en plaza de ascenso. La afición abandonó feliz el estadio. Parecía que esta vez, por fin , el gato sí iba a subir a la palmera.

La realidad

Desgraciadamente para los interese granotas, los hechos no sucedieron según lo previsto. Cruyff jugaría aquella temporada nueve partidos más, con un bagaje global de tres victorias, dos empates y cinco derrotas, lo que supuso que el Levante finalizase el campeonato en novena posición. Más allá de su pobre contribución (a destacar el par de goles que le marcó al Oviedo, en el Nou Estadi, el 12 de abril), su etapa se caracterizó por múltiples y variopintas anécdotas. Como la que protagonizó cuando, concentrado en Vitoria para  jugar contra el Alavés, abandonó la misma para regresar en coche a Valencia, porque había corrido la noticia de que su mujer estaba ingresada en el Hospital La Fé de Valencia. O como la de renunciar al regreso a una convocatoria de la selección de Holanda. O, para rematar su periplo blaugrana, cuando, en la última jornada, y al no tener ya opciones de ascenso el club granota, decidió no  jugar en el Sardinero frente al Racing, optando por ir al homenaje a su amigo Asensi en el Nou Camp.

Al margen de no cumplir las expectativas económicas ni deportivas, el paso de Cruyff por el Levante sumió al club en una profunda depresión, de la que tardó largo tiempo en recuperarse: inestabilidad deportiva con descensos sucesivos, llegando incluso hasta la Tercera División, pérdida de masa social, embargos de bienes y hasta  riesgo de desaparición. Si bien, una vez ya recuperado y olvidadas estas penurias, veinte años más tarde, en septiembre de 2002, el club anunciaba de nuevo el fichaje de otro crack, Pedja Mijatovic. Pero esta misma piedra ya es cuestión de otra historia.