Foto: Eva M. Rosúa.

Foto: Eva M. Rosúa.

Series de televisión, música, fútbol, cine, … la irrupción en los últimos años de nuevas editoriales ha normalizado la presencia de literatura pop en las mesas de novedades. Cada vez son más, y más variopintos, los títulos que se suman a esta corriente a la que ningún libro tiene consciencia de pertenecer. Memorias, ensayos, ficción, … las posibilidades son igual de variadas como las temáticas que tratan.

«Verano azul. Unas vacaciones en el corazón de la transición», de Mercedes Cebrián (Alpha Decay, 2016) es uno de ellos. La escritora viaja hasta Nerja para realizar una excursión sobre los lugares de la serie, de la mano de uno de los actores de la misma, Miguel Joven (Tito), al tiempo que disecciona la creación de Antonio Mercero. Puede que, precisamente, como reacción a esa nostalgia fanática, los méritos de «Verano azul» hayan sido minusvalorados. Cebrián los va enumerando con rigor mientras los contextualiza en la realidad española del momento. Temas como el aborto, las disputas intergeneracionales, la religión o el sexo, fueron tratados con naturalidad y cierta intención pedagógica en la serie. Muchas de sus diálogos hoy serían impensables gracias a lo políticamente correcto. El libro no pretende ser solo un tratado sociológico porque no renuncia a su carácter de crónica y así conviven en perfecta armonía los recuerdos de la autora con los quinquis de los ochenta, Walt Whitman, el anuncio de Tulipán del helicoptero o Víctor Erice.

«Para mí es una de las pocas estrellas del rock que he conocido, alguien que vive por y para la música, todas las horas del día, todos los días del año». Así define Fran Fernández (Australian Blonde, La Costa Brava, Francisco Nixon) al protagonista absoluto de «Loco. Cómo no llevar un estudio de grabación», memorias, consejos, vivencias y detalles técnicos sobre el proceso de registrar un disco a cargo de Paco Loco. Editado por Hurtado & Ortega, es un excelente retrato inintencionado de la música independiente en este país. Porque la carrera del productor, desde sus inicios más precarios en Gijón a su estudio actual en El Puerto de Santa María, atraviesa todas las fases que van desde el amateurismo voluntarioso e ilusionante a la profesionalización. Y talento a un lado, solo hay una fórmula mágica para conseguirlo: trabajo y más trabajo. El libro es como un completo documental dividido en capítulos no vinculantes. Siendo, posiblemente, la parte dedicada a rememorar algunas grabaciones (Vancouvers, Nacho Vegas, Josh Rouse, Mishima, Joaquín Pascual o Mikel Erentxun) la más apetitosa porque, acertadamente, no solo se recoge el testimonio de Paco Loco, sino (a excepción de Bigott) también el de los músicos implicados.

Los mismos que califican de superficiales a los futbolistas que ocupan sus horas muertas entre la Play, el reggaetón o el lujo descontrolado, tachan de bichos raros a aquellos que tienen entre sus aficiones la literatura o la música. Aunque seguramente, el porcentaje sería extrapolable a la población total del país. Miguel Pardeza (miembro de la mítica Quinta del Buitre en el Real Madrid) pertenecía a ese segundo grupo de jugadores. «Torneo» (Malpaso) es su primer libro, una autobiografía ficcionada que no puede (ni quiere) esconder que tiene bastante de real. Una historia en primera persona en la que conviven su exceso de responsabilidad, su faceta gamberra, la depresión, la poesía, el psicoanálisis, la soledad y el fútbol por supuesto. Pardeza escribe como jugaba, muy bien, y atrapa al lector desde las primeras páginas en las que cuenta que a punto estuvo de morir deshidratado al poco de nacer. Sabe administrar la información, dibujar a los personajes, resolver las situaciones, con la misma habilidad con la que esquivaba defensas leñeros. Más allá del debut literario de un exfutbolista, estamos ante las primeras páginas de un prometedor escritor que debería seguir regalando historias en el futuro.

Siendo cierto eso de que las apariencias engañan, también lo es lo de las excepciones que confirman la regla. En «Zeroville», de Steve Erickson (Pálido Fuego, 2015), hay que saber leer las señales, tanto formales como de la propia ficción. El protagonista lleva en la cabeza tatuados a Liz Taylor y Montgomery Clift en una secuencia de «Un lugar en el sol» (George Stevens, 1951) y no es casual porque la novela es una carta de amor kamikaze al cine. Se suceden títulos de películas, nombres de actores y actrices, de directores, productores y guionistas, a tal velocidad, que resulta necesario ir apuntándolos en un bloc para no ser arrollados en la lectura. Junto a esas enumeraciones, reflexiones en torno al séptimo arte («La diligencia marcó un hito en el género, eso no se puede negar. Pero esa cosa no ha envejecido bien», «Cassavetes es al cine lo que el sonido a la música»,… ) nada desdeñables. El estilo directo, seco en ocasiones y de capítulos cortos ayuda no solo a su imparable lectura, sino a situarse en el Hollywood de los agitados años setenta bautizados por la masacre sangrienta perpetrada por Charles Manson y «familia», y en los que conseguirá trabajar el personaje principal de la novela. En el punto justo entre el delirio y el exceso, con un humor penetrante, oscilando entre la tensión máxima y las reacciones naif, con el espectro de Buñuel presente, reivindicando la figura de los montadores y con una prosa que bebe tanto de Thomas Pynchon como de Don DeLillo, «Zeroville» (que James Franco se ha encargado de adaptar a la pantalla grande) promete las mismas emociones que una buena sesión doble en un cine de barrio.

«Estoy triste, pero triste y feliz», escribe Stuart Murdoch dos días después de la muerte de John Peel en los diarios que se recogen en «El Café Celestial» (Expediciones Polares, 2016). Una frase que no solo define muy bien toda la discografía de su grupo, Belle and Sebastian, sino también el espíritu que respiran los textos recopilados. Una extraña combinación entre dos sentimientos antagónicos, pero que casan perfectamente. El libro recoge la trayectoria, vital y musical, del músico escocés entre 2002 y 2006. Hay lugar para ver cómo se van construyendo algunos discos, la alegría por haber asistido a un concierto de The Strokes, la decepción por perder un premio Mercury en favor de Franz Ferdinand, los pequeños estragos de un resfriado en sus labores de composición y ensayos o la radiografía de algunas letras propias. Pero no menos atractivos son los pasajes extramusicales, en los que Murdoch se muestra comprometido políticamente, se ríe de sí mismo y su status de supuesta rockstar, juega al fútbol, va a cafés, habla de su hermano, comparte listas o confiesa que se aburre, porque todas esas (y otras) cosas también forman parte de sus canciones. «El Café Celestial» se convierte en el complemento perfecto de aquel «Belle and Sebastian: Una historia de rock moderna», de Paul Whitelaw, editado por Metropolitan Ediciones (efímera aventura vinculada al sello Mushroom Pillow) en 2009.

Hace dos años, Miguel Tejedor publicó el casi enciclopédico «El libro de los cines de Valencia (1896-2014)» (Carena Editorial). Un estupendo trabajo en el que quedaron fuera aquellos que existieron en «pabellones ambulantes, teatros convertidos, locales históricos y otros menos relevantes y efímeros que casi no dejaron rastro». Severiano Iglesias Tortosa coge ahora el testigo y lo amplía con cineclubs o terrazas de verano y abriendo el abanico a las poblaciones más cercanas al cap i casal en «Cines olvidados. Valencia, periferias y pedanías» (Editorial Sargantana, 2016). Otro imprescindible y muy bien documentado volumen, en el que además de descubrir que se instaló uno en la Plaza de Toros, el proyecto frustrado del Cine Zapadores o que el Cine Montes de Benicalap se llamaba así en homenaje al jugador del Valencia, certifica la fuerte implantación del cinematógrafo en Valencia.