Foto: H. Juan.

Foto: H. Juan.

Pierre Antoine Henry Givord fue un capitán del ejercito francés, caballero de la Légion d’Honneur, que llegó a tener una unidad operativa con su nombre. Pablo San Juan es un fotoreportero que ha trabajado por todo el mundo, nacido en Logroño, tiene su residencia en Albalat dels Sorells. El destino, un mercadillo en Tánger, diez cajitas con fotografías y la Primera Guerra Mundial los unió. También la casualidad. Givord falleció en 1960, el mismo año que San Juan vino al mundo.

La exposición «Crònica de la Gran Guerra. L’arxiu de Tànger» (hasta el 28 de febrero en el Museu Valencià d’Etnologia) es el resultado de ese «encuentro». Porque a Givord y San Juan aún había algo más que les conectaba. Que a nadie se le ponga cara de M. Night Shyamalan, que el nexo es más terrenal. Ambos, hacían fotos, uno como aficionado y el otro profesionalmente.

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La intrahistoria de esta muestra arranca en 1999. San Juan se encontraba en la ciudad marroquí trabajando. En un mercadillo descubre las cajitas de madera con negativos en su interior. El olfato periodístico se le dispara. Llama a su amigo, el también fotógrafo y director de la Casa de la Imagen de Logroño, Jesús Rocandio y le cuenta el hallazgo. Reconoce una escena bélica en una de las fotografías. Rocandio le dice que compre. Después de una dura negociación, las instantáneas, realizadas con cámara estereoscópica, algo así como nuestro 3D actual, vuelan hacia España. Aquí, Carlos Trespaderne fue uno de los responsables de la investigación posterior. Haciendo honor a su apellido, con la paciencia de un corredor de maratón, estuvo durante años detrás de la pista de la persona que apretaba el botón de la cámara. Givord. También se pudo averiguar el período en que fueron realizadas. Entre 1916 y 1935.

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Una selección de las mismas, las realizadas durante la Primera Guerra Mundial en la que Guivord participó, son las que se pueden contemplar en la exposición. Dividida en cinco bloques, el primer protagonismo es para las trincheras. Una maqueta cedida por el Museo L’Iber de Valencia, sirve para contextualizar e introducir al visitante en la realidad que va a poder ir viendo y viviendo en las paredes. Porque ese es el gran mérito. Contemplar la cotidianeidad de uno de los conflictos bélicos más importantes de la historia. Sin interpretaciones, sin la necesidad de un relato cronológico para entenderlo, sin conservantes ni aditamentos. Compartiendo espacio la rutina y la crudeza de una guerra. Los imprevistos y las esperas infinitas. Las humillaciones y las sonrisas. La frugalidad de una vida que en unos minutos puede convertir a un ser humano en prisionero o cadaver.

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No deja de ser curioso que unas fotografías sobre la guerra, realizadas por un militar, se acaben convirtiendo en uno de los mejores argumentos antibelicistas que se pueden encontrar hoy en día. Basta con fijar los ojos en los otros protagonistas de las imágenes, más allá de Guivord y sus iguales, los secundarios de la vida, los soldados rasos, victoriosos o no, con los rostros plenos de tristeza, sufrimiento y dolor, arrastrando su zarrapastrosa existencia. Lo absurdo de las guerras en su máximo esplendor. Esta no sería la intención de Guivord cuando hizo las fotos. Pero esa es la grandeza de algunas casualidades.