Martín Caparrós estuvo a punto de morir en Central Park. Lo cuenta en Postales, un libro tan bien editado por Altaïr que dan ganas de darle un bocado. Nueva York es un lugar como otro cualquiera para perder la vida, pero que te la arrebate una rama cuando has estado presente en escenarios más peligrosos tiene algo como de gaseosa desventada. Ese día, en Central Park, el periodista argentino se fijó en un hombre canoso que «miraba todo (…) con el interés casi supremo de quien ya entendió que todo (…) podría suceder igual aunque él no lo mirara». Esperemos que Caparrós no se convierta nunca en ese hombre canoso. Porque necesitamos que siga mirando. Y escribiendo. Y contando.

Creemos que las cosas cambian desde hace poco. Es un recurso fácil para escupir a los avances tecnológicos. Pero siempre ha ocurrido. Hubo un tiempo en que la gente escribía de verdad en las postales. Y estas viajaban desnudas con el único abrigo de los sellos. La privacidad parecía un invento de Julio Verne. Tampoco nos importaba cuando llevabámos las fotos a revelar a una tienda. Luego todo cambió y los textos que acompañaban a esas tarjetas voladoras pasaron a ser tan nimios como el sospechoso humor de algunas de ellas. Un saludo, un estamosbien, un estoesmuybonito y unos besos de despedida. Y la firma. Siempre la firma. Pasaron los años y las redes sociales abrieron de par en par el armario del pudor y convirtieron el muro de facebook en la nueva parte trasera de las postales.

Las postales son como esos ingleses que viene a jubilarse a España. Solo están en los pueblos costeros o en las tiendas de souvenirs. Así era hasta que Caparrós las recuperó. A su manera. Siempre quiso ser fotógrafo. Y, por eso, siempre practicó. Un día revisando algunas de esas instantáneas se percató de que tenían historias para ser contadas. Y que aquel formato en desuso se ajustaba a sus pretensiones. Así empezó todo. Primero en Altaïr Magazine y ahora en un libro.

Cuando Caparrós escribe estas postales lo hace con la cercanía con que se comunicaba la gente con amigos y familia. La confesión gana por goleada al exhibicionismo. Comparte confidencias y lo vivido. Consigue que viajemos con él, que creamos conocer a los personajes que nos va presentando, nos arranca una sonrisa o nos hiela las arterias. En estos momentos de periodismo vedette se agradece su pulso. Y que no reparta carnets de ética. Sus textos denuncian, en ocasiones, realidades monstruosas e injustas, pero aunque busque respuestas o una (inexistente) explicación racional, nunca adopta una postura de superioridad moral.

«Para que haya personas felices algunos tenemos que ser infelices», le cuenta una chica que trabaja en una fábrica de ropa en Bangladesh. El esclavismo de nuestro siglo. Caparrós no dribla responsabilidades. Él viaja a los sitios a contar historias no a hacerse selfies imbéciles con las desgracias ajenas. Y eso, eso que hace, requiere mucho trabajo. Porque el periodismo, el buen periodismo, es un trabajo.

Y, también de ello, va este libro. De un oficio que recibe hostias todos los días. Desde dentro y desde fuera. Porque algo de dietario desordenado y reivindicación indirecta tienen estas Postales. Son como el reverso de las crónicas que el periodista argentino ha ido entregando a lo largo de su carrera, pero a su vez con latido propio. Como los comentarios en un dvd del director de un film. Como la cocina de un trabajo que va perdiendo en romanticismo y ganando en precariedad. Siempre con la naturalidad del que está ejerciendo una profesión. Ajustando al milímetro la importancia de lo que cuenta, sea el asco hacia los pederastas en Sri Lanka, la negativa de unos niños en Malí a creerse que Messi es bajito, la indignante situación de las mujeres en la India o el mal trago de beberse un té nauseabundo en Mongolia.

Son cuarenta postales que nos ayudan a entender mejor el mundo. Puede que también a odiarlo. O a pensar si la vida son esos niños esperando sin más en el muelle de un lago en Tanzania o el estrés al que van directos los nuestros. Cuarenta postales que celebran la buena escritura, la precisión de la frase corta cuando toca, la palabra exacta, la narración con estilo pero sin protagonismo, el periodismo de las grandes y las pequeñas cosas. Cada foto despierta la curiosidad y la ilusión por la historia desconocida que le sigue. Como cuando encontrábamos una postal en el buzón y aún no le habíamos dado la vuelta.