Foto: Alejandro del Estal.

Foto: Alejandro del Estal.

Parálisis Permanente nunca actuó en La Edad de Oro. O tal vez sea más correcto decir que nunca se emitió una actuación suya en antena. Junto a Aviador Dro y Radio Futura fueron los grupos invitados para su programa cero. El trágico final de Eduardo Benavente (sólo tres días antes de la primera entrega del nuevo formato televisivo) frustró que volvieran a su plató. En aquella prueba-ensayo tocaron cuatro canciones, «Tengo un pasajero», «El acto», «Quiero ser santa» y «Sangre». El protagonismo absoluto recaía en su carismático cantante. A un lado, con gorra, vestida de negro y una mano en el Korg y un cigarrillo en la otra, estaba Ana Curra. Cuando terminó el miniconcierto, Paloma Chamorro subió al escenario. A todos los invitados les preguntaba por el programa y les interrogaba sobre lo que les gustaría ver en el mismo. A Ana se le veía incómoda siendo el centro de atención y apenas contestó dos obviedades. Entonces debía ser lo más parecido a una estrella del rock que había en este país, pero estaba claro que eso no le interesaba lo más mínimo.

Resulta curioso trazar un perfil de Ana Curra a través de algunas de sus primeras apariciones televisivas. Se le puede ver en un Aplauso de 1980, sentada a la batería, todo colorido sixtie, en un playback de Alaska y los Pegamoides de «Horror en el hipemercado», lanzándose (con cierta torpeza todo hay que decirlo) al suelo al acabar y arrastrando parte de su instrumento en la caída. Ese mismo año, en el homenaje a Canito, tocando los teclados y menos festiva en la ropa. O en 1983, en un Caja de ritmos, con una melena casi albina, encargada del bajo y descalza. La cámara nunca se centraba en ella, pero todas las miradas la buscaban ansiosamente. Como cuando un actor secundario aparece en escena y los ojos no dejan de seguirlo. Brillaba, aunque parecía que viviera en un viaje continuo hacia la introspección.

Ana Curra acabó siendo parte de la Movida gracias a un concierto de Los Zombies al que acudió como público. Según contó en el documental «Frenesí en la gran ciudad» (Antonio Moreno, Alejandro Caballero, 2011), a Carlos Berlanga le gustaba su imagen y se le acercó para preguntarle si tocaba algo. El piano, contestó ella. No hizo falta ninguna prueba. Sin necesidad de que le oyeran entró a formar parte de Alaska y los Pegamoides. Como la propia Curra ha relatado en varias ocasiones, luego comprobó que era la que mejor tocaba de todos ellos. No eran los únicos que seguían sus pasos. Juan Luis Lozano, explicó Rafa Cervera en su libro «Alaska y otras historias de la movida» (Plaza & Janés, 2002), la pretendía, también, para su propio grupo, Paraíso. Su discreto encanto atractivo empezaba a lucirse.

La historia de Alaska y los Pegamoides es de sobra conocida. «Chicos y chicas que desean ser «estrellas» en el sentido warholiano del término que (…) muy pronto se convierten en el grupo fetiche de Madrid», apuntaban Ignacio Juliá y Jaime Gonzalo en el Rock de lux extra dedicado a la new wave española. Una primera etapa coronada por el glam, los Ramones y las tonadillas que invitaban al baile sincopado, da paso, tras un viaje casi iniciático a Londres, a otra (con la que no comulgaba Berlanga) hacia sonidos más oscuros. Un LP que tarda más de la cuenta en salir. Idas y venidas de Carlos. Unos egos revueltos. El desgaste que provoca, en las relaciones, la convivencia de un verano de gira. No hay una gota que colme el vaso, aunque este parecía casi lleno por lo que se deduce de las palabras de Ana Curra a Jesús Ordovás en una entrevista inédita, que el periodista rescató en su libro «La revolución pop» (Celeste / Rne3, 2002): «Es un poco lógico que no nos llevemos a las mil maravillas y que discutamos y tal, pero nunca se me había pasado por la mente que fuéramos a separarnos (…) lo veo ridículo y no veo un motivo serio para que nos hayamos separado».

Para Ana se cerraba una etapa y se abría un interrogante: ¿Cómo se iba a ganar la vida? Sabía que a pesar de su innegable poder de seducción no tenía la proyección de Alaska. Umbral no le escribió ninguna columna e incluso cuando hablaba de ella se equivocaba y le cambiaba el nombre por Olvido. Nunca pareció importarle porque a ella lo que siempre le ha interesado ha sido la música. «La popularidad siempre ha sido un terreno que no me pierde, además de que tampoco pretendo tenerla. Cada uno somos como somos y yo me siento cómoda donde estoy y la fama no me importa lo más mínimo», confesaba, hace un par de años, a la web 40putes. Estudiaba farmacia y piano cuando se incorporó a Alaska y los Pegamoides, pero nunca fue, para ella, un simple divertimento. «Ella fue la que lloró cuando se separaron», escribió Ordovás en el número 2 de la revista Ruta 66 (diciembre, 1985).

Foto: Alejandro del Estal.

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Con Parálisis Permanente acabó de demostrar que su implicación iba muy en serio. Parapetada tras la personalidad de Eduardo Benavente (su pareja) se sentía cómoda, aunque no por ello menos implicada en el proyecto. Los dos ponen en marcha Tres Cipreses, el primer sello independiente de este país, demostrando una vez más que la comodidad y la displicencia no van con ella. Llama, sin embargo, la atención su protagonismo en la portada del único Lp que grabaron, «El acto», en la que aparece de espaldas y con peluca blanca (tenía contrato con Hispavox y no les había pedido permiso para grabar el álbum), en ropa interior y con parafernalia sado. Preguntada por Rafa Cervera, en el número 3 del fanzine Estricnina (recuperadas todos sus entregas en un libro editado el año pasado por Efe Eme) de si era consciente de que era uno de los personajes más sexys del pop español, respondía que eso le encantaba, que se veía muy bien en la portada y que mucha gente le había dicho que tenía un culo muy bonito.

Aquel culo, como tres años después las tetas de Tere González, cantante de Desechables (grupo al que ficharon Ana y Eduardo para Tres Cipreses), en la portada del mini-Lp de su grupo «Buen Ser-Vicio», habría que leerlo en clave feminista, obviando el ejercicio exhibicionista que pudiera parecer y, sobre todo, como un corte de mangas en la cara de las mentes pacatas que aún echaban de menos el régimen anterior y se escandalizaban por todo. Mucho se ha escrito sobre la procedencia burguesa de los protagonistas de la Movida (como si en los 60 o 90, por poner dos ejemplos, no hubiera ocurrido), pero poco se habla del papel de la mujer en la misma. Se puede caer en la errónea tentación de compararlo con el yeyé femenino de los años sesenta. En el librito que acompañaba el primer volumen de la recopilación «¡Chicas!» (Vampi Soul, 2011), que rescataba canciones de ese género grabadas entre 1962-1974, Vicente Fabuel (responsable de la selección) escribía «Las chicas españolas despreciaron los convencionalismos y saltaron todas las barreras, recelos y suspicacias sin que el cardado de moda se resistiese en modo alguno (…) una pequeña revolución de costumbres servida en minifalda y a 45 revoluciones por minuto (…) En España todo el mundo se hizo yeyé y el paisaje ganó en libertad tras la estela que las chicas habían ofrecido». Más allá del tono eufórico del texto, y sin minusvalorar por ello el estupendo disco, no hay que olvidar que todo esto, inofensivo, ocurría en el contexto de una dictadura que por muy aperturista que quisiera lucir, no dejaba de tenerlo todo controlado y reprimido. Nada que ver con las situaciones a las que se enfrentaban aquellas que recién estrenada la democracia se subían a un escenario. «Íbamos a los pueblos de España y nos llamaban brujas, putas y zorras. En algún sitio concreto tuvo que venir la Guardia Civil porque estuvieron a punto de tirar los camerinos porque nos querían violar», le confesaba Ana Curra a Álvaro Corazón Rural en una larga entrevista en Jot Down.

La muerte de Eduardo Benavente truncó la carrera de Parálisis Permanente y golpeó emocionalmente a Ana, que conducía el coche con el que se accidentaron. Musicalmente se volcó en Seres Vacíos, proyecto que había nacido al alimón con su pareja, en el que Benavente pretendía que ella asumiera ese protagonismo que tanto esquivaba y cuya intención, según escribía Diego Silva en «El pop español» (Teorema, 1984) es que fuera un grupo de estudio. Escuchar, en orden cronológico, los dos singles y el maxi que editaron es asistir al triste marchitar de la aventura. La desolación vital, el influjo de las drogas, la responsabilidad de liderar una banda cuando fallan las fuerzas, se refleja en unas canciones que acaban zigzagueando e incluso tomando algún prestamo de Dinarama.

Lejos de tirar la toalla, y tras una breve colaboración con los efímeros Negros S.A. (con Alaska y Los Nikis), decide dar una docena de pasos hacia adelante y emprende carrera con su nombre. Estamos en 1985, sólo han transcurrido tres años del disco grande de Alaska y los Pegamoides, pero la vida avanza muy deprisa. Una foto suya mirando fijamente en la portada, los pasajes oscuros sustituidos por los aromas glam y la cercanía con el sonido Dinarama, que se intuía en el final de Seres Vacíos, totalmente instalado dan como resultado un mini-LP descafeinado. Peor suerte corren las once canciones de «Volviendo a las andadas» (1987), lastradas por una producción plana que piensa más en las radiofórmulas que en las propias composiciones, salpicadas de cierto deje ramoniano que se diluyen tan lejos de Los Vegetales de Nacho Canut que, por esas fechas publicaban su primera maqueta. Ni siquiera la portada, firmada por García Alix (por entonces, pareja suya) y que explotaba el atractivo sensual de Ana mitiga el golpetazo. El álbum incluye una adaptación al castellano del «Rien de rien» de Edith Piaf, que pretende certificar la muerta de la Movida y cuyo resultado presenta a Curra como un sosias de extrarradio de Madonna.

Y entonces desaparece. Su carrera no ha recibido el respaldo comercial que su compañía esperaba y su adicción a las drogas parece que ha aumentado. La fascinación que generaba se estanca. Ahora polariza la atención cuando, precisamente, lo contrario era lo que aumentaba su atractivo. «Creo que era mi fragilidad lo que les ponía», confesó años después a Lino Portela en El País. Y puede que no fuera desencaminada, aunque el naufragio musical en el que se instaló tras la desaparición de Parálisis Permanente contribuyó lo suyo a que se apagara esa llama. Encontró refugio en la música, pero en la clásica, dando clases en el conservatorio.

Para muchos volvió a la primera fila colaborando con Digital 21 en 2010 pero nunca se había ido del todo. Antes de ese reencuentro, organizó festivales de poesía, formó parte de Los Vengadores (grupo homenaje a Toti Árboles y que supone su reencuentro con Alaska), colaboró con El Ángel en sus proyectos musicales y poéticos («Ana Curra y El Ángel resucitan en el infierno» tituló El País) y siguió con la enseñanza. El 9 de marzo de 2012 cerraba su gran herida. Casi treinta años después de la muerte de Eduardo Benavente, bajo el nombre de Ana Curra presenta El Acto, volvía a tocar las canciones de Parálisis Permanente (y a dejarlas para la eternidad en sendos 7″ de edición limitada). La magia volvió. Y las miradas. Y esta vez no estaba en un lado, tocando con timidez y cierta dejadez de pose, mientras fumaba. Era la protagonista absoluta. La chica que no quiso reinar lo hacía por unos minutos, pero sin pagar nada a cambio. Saldada la deuda con el pasado, el futuro le esperaba con los brazos abiertos. Y lo pensaba afrontar con la firmeza y personalidad de sus mejores años. En ello está, afortunadamente.

Ana Curra actúa el próximo martes, 31 de octubre, en la sala Rock City, a partir de las 22.00h.