Sushi Cru

Foto: Eva M. Rosúa.

Cuando aún no teníamos muy clara la diferencia entre sushi y sashimi, cuando nuestro paladar desacostumbrado arrugaba la nariz con el sabor del jengibre perfumado y el wasabi no era ni una opción, existía una esquina en Valencia, pequeña y silenciosa, que iba a hacer mucho en pos de nuestra cultura gastronómica japonesa. Por Sushi Cru, (el primigenio fue pilotado por una alemana ex azafata y con una excelente visión nicho) han pasado cocineras y cocineros que aprendieron las buenas artes de la esterilla, el arroz y el cuchillo. El pequeño japo provocó algún spin-off, y toda una recua de clientes incondicionales hasta el día de hoy (y han pasado más de diez años), con otros dueños pero mayores aciertos incluso.

Explorar la carta actual del Sushi Cru es un ejercicio de equilibrio. La cocina japonesa es la justa proporción entre sabores y texturas. Y en este coqueto local se cumple el axioma, por ejemplo en la frescura de las ensaladas entrantes, que templan el apetito con su verbena de algas, pepino agridulce, ahumados y jugos cítricos. Las ganas se amplían cuando se empieza así. Gambas, pulpo, sepia, caballa… el inicio es prometedor. Y se disfruta tanto que en la siguiente visita al lugar se corre el peligro de anclarse a las mismas peticiones pese a la extensa carta. Hay muchísimo donde elegir. Maki sushi de insoslayable anguila, vieira flambeada o pez mantequilla con trufa, tobiko o huevas de pez volador, todas las desinencias del maki (futomakis o rollos gigantes de algas, ura maki con el arroz por fuera, temaki o conos de mano…). También se puede comer de caliente para los que les gusta llevar la contra a la temperatura. Un plato del día de fideos udon con curry japonés, una sopa de miso o la tailandesa picante tom kha gai con pollo, champiñones y leche de coco, podrán regular tu temperatura corporal con delicadeza.

La cerveza con jengibre o la aromatizada con yuzu (cítrico japonés) y sake, de la marca del búho, amplían las emociones organolépticas. Nada mejor que comida y bebida se alíen en la búsqueda de nuevos horizontes.Y a los postres, tiene que haber lugar y suerte (porque no están en carta) para unos mochis rellenos de helado de té matcha (los hay también con chocolate) que podrían haber sido elaborados en un templo budista y llamarse «suspiros de monje». La mezcla entre la gomosidad tersa del pastelito de arroz, y la explosión glacial y amarga del té verde, es de una divinidad tal que se sale de este bistró japonés con los pies ligeros y la sonrisa ancha.

Este artículo fue originalmente publicado en el numero diecinueve de la newsletter Paladar que, todos los jueves, llega al correo de sus suscriptores. Para apuntarse gratuitamente ir aquí.