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Los sábados por la mañana la vida lleva su propio ritmo. Bajas a comprar el periódico o a pasear a la perra y lo descubres. Gente reunida en torno a varios coches, o esperando en un patio que baje alguien rezagado, o creando un improvisado pequeño club de amigos de la bicicleta. Tienen un plan con el que romper la semana. Muchas veces es un ejercicio de nostalgia. Otros, una escapada pura y simple. El deporte (y sus posterior opíparo almuerzo) suele ser la excusa más repetida. Pueden ser promesas nacidas de la euforia de un encuentro (regado con vino o casual en una acera), que llega un día que se concretan. O costumbres que cada siete (o más) días se repiten con marcial comportamiento. Sea cual sea el destino (un partido de tenis, una excursión a la montaña, pasar la jornada en un chalet familiar,…) desprenden felicidad. Como si estuvieran habitando un mundo paralelo al real y haciéndole, por unas horas, un corte de mangas a la crisis y demás agonías rutinarias.

Este sábado me uní a esta verdad clandestina y acudí a un curso de cocina. Cuando en la invitación de Cul de Sac / Cervezas Turia, leí la palabra arroz, mi mail con respuesta afirmativa se apresuró a abandonar el correo electrócnico. Food And Fun está en la calle Linterna. Dudo que haya otra calle cuyo nombre se adecúe tanto a su fisonomía. Una escuela gastronómica en una vía que debe su nombre a un antiguo mesón es todo un acierto. Las veces que atravieso la calle, después de que los ojos descansen del hormigueo humano que suele poblar la oficina de ING  de la esquina, busco en sus fachadas rescoldos de historias que hace años pudieron existir. Y así se queda, con el condicional tendido y sujeto con dos pinzas hasta la próxima.

Food And Fun tiene cierto aire escandinavo, en el buen sentido de la palabra. Ahora que brota tanta tontería en el mundo gastronómico, reconforta tal desacralización del hecho de cocinar, girando el foco de atención hacia lo que de verdad importa: la materia prima, humana y comestible. También reconforta el calorcito en su interior teniendo en cuenta las temperaturas que nos han dado los buenos días. Va llegando la gente, con unos ojos que mezclan ilusión y legañas a partes iguales. Compartiré mesa con voces autorizadas: Cova Morales, Jesús Trelis y Andreu Escrivà. Alivio para alguien que prefiere comer a cocinar.

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El primer capítulo de este «Taller de Arroces Marineros» incluye una visita al Mercado Central para comprar parte de los ingredientes necesarios para las recetas, y recibir algún consejo del chef Juan Ponsoda que permita identificar el buen producto del menos interesante. Desplazarse más de veinte personas entre los puestos comerciales no es tarea fácil y el recorrido acaba siendo algo a trompicones en cuanto a la información recibida. No importa teniendo en cuenta los estímulos que reclaman la atención cada dos metros. Abastecidos de lo necesario (con una sonrisa al comprobar que los supermercados de Juan Roig son utilizados por un vendedor como baremo de calidad comparativa) toca regresar y ponerse manos a la obra.

Juan Ponsoda (buscadlo también en El Cranc, en Altea) huye, afortunadamente, de cualquier liturgia en la cocina. Hace fácil lo que puede resultar, a priori, complicado y va repartiendo pequeños secretos (inconscientes que como servidor amputáis el rabo a las alcachofas, no sabéis lo que os estáis perdiendo) como el que regala sonrisas. Va directo a la receta, con medidas concretas, excepciones a las reglas, naturalidad, sin asomo de show y atendiendo y promoviendo las dudas de los presentes. Y sobre todo, incitándoles a participar en la elaboración del menú.

La hora y las cervezas Turia empiezan a desperezar el apetito. Por esos, los entrantes son recibidos con suma alegría. Verduras braseadas a la llama con esgarraet de bacalao, cigalitas de lonja al ajillo (otro de esos datos que uno no olvida es descubrir que en el Central sólo hay tres puestos que ofrecen pescado fresco llegado directo de lonja) y figatell de sepia, rúcola y salsa de cacahuete. El sabor de este último lo seguiré evocando veinticuatro horas después. Como el del aceite de oliva Oilixir LXR, cuyo color y aroma no le van a la zaga.

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Llega el turno de los arroces. Como si fuera el fuego de una acampada nos arremolinamos en torno a una paella. El ambiente es de pura complicidad. Gente que hace unas horas no se conocían, comparten conversación, risas, descubrimientos gastronómicos e, incluso apuntes. Los primeros selfies aparecen. Las redes sociales se van agitando. El chef prepara un seco con atún y alcachofa. Con una exactitud extraterretres clava el minutaje de cocción. Lo devoramos. El otro arroz, un caldoso con escorpa, calabaza y judía perona lo ha hecho cada grupo en su mesa siguiendo las instrucciones de Ponsoda. También damos buena cuenta de él. Las dos recetas le dan la razón sobre la importancia y sencillez con que, al principio, se ha referido al caldo. Nada de tener la morralla nadando una eternidad. Quince minutos es la medida.

La mesa es un buen momento para seguir hablando de comida, de planes futuros, de figuras pasadas, de restaurantes atractivos en el presente. Se corona la velada con una macedonia de kaki y fresa (tremendo sabor el de esta segunda) en texturas con helado de leche merengada y canela en rama, un postre coral que ha necesitado de la elaboración de los aplicados participantes. Las sonrisas en los rostros delantan el nivel de satisfacción. ¿Y si el mundo paralelo fuera el que creemos real?