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El cerebro es muy caprichoso y conserva algunos recuerdos, y olvida otros, sin seguir un patrón fijo. En algún lugar del hipotálamo permanecen imperturbables, así que pasan los años y las comidas, la memoria de un hervido, degustado como entrante, en el desaparecido Fudd; y un cordero, que jamás volverá, en Samsha. En el camino se han cruzado mejores y peores platos, sabores más elaborados y más puros, veladas inolvidables y festivales gastronómicos, pero aquellos dos momentos se aferran a la cabeza, de una manera tan visual y sensorial que asusta rememorarlos.

Ricard Camarena fue uno de los impulsores de Fudd, una propuesta adelantada a su tiempo que no acabó de cuajar por eso mismo. Afortunadamente, su carrera ha sido una suma continua y hoy ocupa un lugar «estelar», merecidamente ganado en las cocinas. Entrar en su restaurante de la calle Doctor Sumsi es la mejor constatación de ello. Recibidos por su trompeta, muda, en una pared, como antesala de la calma y el placer que aguarda dentro.

Un consomé de calamar y pepino es el primer motivo para sonreír. Picante, sí, pero brillantemente equilibrado por la frescura que emana la verdura. Camarena lo creó en 2012 y ahora lo ha recuperado en una idea, tan acertada como necesaria, que protagonizará parte de sus mediodías. De lunes a viernes, diez afortunados podrán disfrutar de un menú (entrante, tres platos y postre por 35€), en el que el cocinero valenciano ha rescatado algunos platos clásicos de su trayectoria.

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Es el caso de la menestra de verduras de invierno con velouté de su escabeche. Esa misma mañana, la policía ha registrado el Palau de les Arts y Helga Schmidt ya sabe que protagonizará las portadas de todos los periódicos al día siguiente. Mientras la Valencia pomposa de años anteriores se derrumba, hay gente que intenta construir una ciudad mejor desde sus lugares de trabajo. Ricard Camarena es uno de ellos. Presuntamente, 2009 fue el año de mayor dispendio económico en ese teatro de la ópera. Esa fecha es la del plato que inunda de sabores y felicidad nuestro paladar. ¿Cuántos niños dejarían de aborrecer la verdura si la probaran así? Pequeños detalles que conforman un todo irresistible. Una máxima que parece llenar cada rincón del local, dentro y fuera de la cocina, como el volumen de la música en su justa medida, el diseño de los vasos en que se sirve el agua o, por supuesto, el servicio de mesas.

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El Arroz Margheritta (una versión de la mítica pizza) detiene el tiempo. Amenaza con desterrar a los protagonistas del primer párrafo. Cada cucharada es como una euforia descocada, como si The Kinks estuvieran tocando «Sunny Afternoon» en el mismo restaurante. Elegancia y ganas de vivir en unos escasos centímetros. Una receta a la que lo de trampantojo se le queda, intencionadamente, corto. Una de esas experiencias que se desean eternizar con cualquier excusa (un poco de vino, un poco de pan, secarse los labios, conversar de algo nimio, observar las otras mesas,…), sin saber que nada de eso será necesario porque ha venido para quedarse. Los años bisiestos deben tener algo especial y 2012, cuando se elaboró por primera vez esta maravilla, lo fue.

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Desconozco si a estas alturas alguien ha inventado el air cook. Sería una especie de sosías del air guitar, esa imitación de estar tocando la guitarra sin instrumento alguno entre las manos y que todos, alguna vez, hemos practicado en la intimidad. El air cook iría más lejos y definiría a esos equilibristas más preocupados en construir una pequeña falla, de sección especial, en un plato que en dotarle de una elaboración, combinación de ingredientes y técnica, con sentido. En ocasiones, lo más sencillo (que no simple) es lo más gratificante. La merluza en salazón con jugo de judías y patatas al pil-pil (el más veterano de todos, pues data de 2007) es un reencuentro con la, llamada, comida de toda la vida. Buena materia prima y una cabeza con las cosas claras y pleno a las papilas gustativas. El pescado se deshace y dispara los baremos de sapidez. La patata es un abrazo infinito a la tierra, a la Naturaleza, a la que tanto está arraigada la cocina de Camarena.

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Los platos han sido acompañados por un Placet, un blanco de Álvaro Palacios, que ha ido creciendo en matices a medida que se sucedían los protagonistas. Un maridaje que se mantiene inalterable con el postre. El bizcocho de chocolate XXL, piña y sésamo (2009) es la mejor manera de acabar la comida (con el permiso de un buen Lavazza). Robusto de estructura, se desintegra al entrar en contacto con la boca, dejando una estela de sabor y aroma, que reinvindican el papel jovial que los postres merecen, aunque muchos comensales quieran prescindir de ellos.

Camarena ha estado presente en diversos momentos de la velada. Ha cocinado, ha servido, ha comentado los platos, ha hablado con los clientes, y siempre con un halo de humildad que se agradece. Tan cerca de la gente, de sus orígenes, de los alimentos de mercado, pero a la vez, tan lejos de la mayoría de cocineros.