«El lunes empieza la segunda parte de la vida de nuestra democracia», se escucha decir a Àngels Barceló al principio de la película Nosotros. Ese mismo lunes también empieza la segunda parte de la vida de los protagonistas del film, aunque ya no la veremos. Es el lunes 21 de diciembre de 2015. El día después de las últimas elecciones generales hasta la fecha.

Nosotros cuenta las historias cruzadas de cinco amigos en torno a la treintena, en Madrid, desde el jueves previo a la votación. Las responsabilidades, los miedos, las inseguridades, las alegrías, los compromisos, las decisiones. Las decisiones. En la vida y en las urnas. La vida de una generación duramente golpeada por la crisis justo en el preciso instante en el que se incoporaban a jugarla. Pero no, la película no peca de generacional, todo lo contrario, sirve como retrato palpable de una situación, dramática y esperanzada al mismo tiempo, por la que atravesaba (¿en pasado?) un país.

La actualidad política y social cambia casi a cada segundo y la realidad que nos muestra la película ya no es, exactamente, la que vivimos. La euforia dio paso a cierto desencanto (que el azar ha querido que esté en el film en ese plano en el que alguien orina en una pared con cartelería de Podemos), pero Nosotros sigue vigente desde el punto de vista cinematográfico, narrativo y social.

Nosotros es ficción, pero linda en muchos aspectos con el documental (los actores no son actores y comparten con sus personajes nombre y vivencias personales; el tratamiento fílmico; las imágenes grabadas en un mítín de fin de campaña de Pablo Iglesias o las de las televisiones dando los resultados de las elecciones) y ahí radica precisamente uno de sus principales atractivos, en la verosimilitud de la historia sin necesidad de forzarla, como una consecuencia más que una imposición, absolutamente necesaria teniendo en cuenta lo que se quería contar.

Todo en la película parece que va sumando hasta alcanzar el engranaje perfecto. Los actores están, sorprendentemente, estupendos y muy bien dirigidos, irradiando naturalidad y frescura. La música acompaña a la historia de la mano, hasta el punto de que los silencios parecen formar parte también de la banda sonora. El guión actúa como andamio sólido de toda la estructura, con diálogos brillantes y depurados, resultado seguramente de una reescritura a conciencia. La fotografía no solo nos regala un Madrid tan acogedor como algo esquivo y agobiante, sino que también marca cada subtrama con la atmósfera necesaria. El montaje, ese trabajo invisible, parece haber escuchado hablar a la película y le ha regalado el ritmo necesario en cada momento. La dirección de arte se convierte en la piedra angular sobre la que pivota todo gracias a un trabajo minucioso, detallista, cuyo mayor logro es que pasa desapercibido para el espectador.