Aquí estaba el Teatro Apolo. Foto: Eva M. Rosúa.

1- Uno de los placeres de pasear por la ciudad es escuchar su historia. Pero no la de los grandes hitos que se repiten en los libros, sino la de los sucesos pequeños que uno acaba convirtiendo, emocionalmente, en enormes. Aquellos que han acabado invisibles, pero adheridos a las paredes, esperando que alguien los reviva, aunque sea mentalmente. Detenerse e imaginar cómo sonaba la urbe en un instante concreto. En la calle Juan de Austria hay muchos motivos para ello. Por ejemplo donde antaño estuvo el Teatro Apolo. Ya no hay aplausos, ahora hay perfumes, ortodoncia, ropa y el recuerdo de su nombre en el edificio de oficinas y apartamentos contiguo. Ninguna placa recuerda que fue allí, un 10 de septiembre de 1896, donde se proyectó la primera sesión de cine en València. Hay que pasar por delante o plantarse frente a la que fue su puerta y viajar en el tiempo. Dejarse llevar. Fantasear con lo que pudo ocurrir dentro. Ese día o ya en 1930 cuando Josephine Baker cantó y bailó en su interior. O fabular con la que, seguramente, armaron Lola Flores y Antonio González El Pescaílla, en mayo de 1964.

2- Un año después de aquellas noches memorables de La Faraona (seguro que similares a la que dicen que montó hace poco El Cigala en su última visita a València), se abrió en la ciudad (según contó F. P. Puche hace ya algún tiempo en Las Provincias) la primera tienda que vendía solo discos. Se llamaba Guateque, era una franquicia y estaba en la calle Padilla, 6. Fue el 15 de julio de 1965. En la fachada un marmol que, probablemente, sea el de entonces, pero no hay rastro de las fantásticas letras del rótulo. El lugar lo ocupa ahora la Librería Verde, pero con algo de empeño, fe y concentración se puede escuchar la risa de Miguel Ríos, ver a Bruno Lomas firmando autógrafos, a Los Brincos esquivando fans y a Els 4 Z tarareando, entre ellos, No la canteu més, el día de su inauguración.

3- A la ciudad hay que escucharla también lejos de su bullicioso centro y sin la presencia de nombres reconocibles. Una opción son esas anomalías urbanas que responden a los nombres de Camí de Vera y Camí de Farinós, que en su propia idiosincrasia tienen su encanto, algo orgulloso, pero también extravagante y asilvestrado en los tiempos de cemento que vivimos. Camino de la ya desaparecida Bodega Polit podremos reconocer la figura de uno de sus clientes habituales al que apodaban Don Quijote y con el que conversó Mª Ángeles Arazo en su libro Valencianos de la mar (Ediciones Prometeo, 1971). Alto, desgarbado, con barba fina y unos bolígrafos asomando por el bolsillo superior «de una chaqueta ajada, que le queda grande». Soñó con ser marino y viajó hasta América, pero un telegrama de su padre en el que le comunicaba, falsamente, que estaba muy enfermo le hizo regresar y comenzar una vida anodina, en el que los libros, el tabaco y el coñac fueron sus lujos y vicios. Solo pedía ser escuchado cuando hablaba en voz alta intentando prolongar conversaciones que desaparecían por la inanición de sus interlocutores. Hay muchos Don Quijotes en todos los bares. Son parte de los sonidos de una ciudad.