1- La parada 705 de la EMT está delante del número 39 de la Gran Vía de Ramón y Cajal. Ya he perdido la cuenta de la cantidad de personajes que me han acompañado mientras espero el 92. Todos habían salido conmigo de la Sala Ultramar, que está a escasos metros. Allí, en la 705, entre paseos cortos y miradas obsesivas al horizonte por si asoma el autobús, permanecen a mi lado, sin importar que las luces del escenario se hayan apagado un buen rato antes. Es ese momento en el que el espectador se encuentra a solas con la obra de teatro que acaba de ver. En el que el recuerdo de lo visto adquiere su verdadera dimensión. Y donde, y esto es lo más gratificante, se van juntando las piezas del puzzle que minutos antes ni siquiera se sabía que existía. Hace unas semanas me volvió a ocurrir con Classe.

2- Classe comienza con un monólogo. Realmente es una estudiante ensayando el trabajo que tiene que exponer ante su profesor y el aula vacía de alumnos. Es un inicio muy Xavier Puchades (director de la obra y responsable de la adaptación del texto original del chileno Guillermo Calderón), un inicio que desconcierta y tensa al espectador, que busca donde agarrarse para entender lo que está presenciando y no quedarse descolgado nada más empezar. Un pequeño juego narrativo y escénico, un esfuerzo que se pide a la otra parte, como un preámbulo antes de sacar de la chistera lo que se nos va a regalar. Se oye un «Bon dia», es el profesor, y empieza la clase. La de la obra y la de teatro que recibimos los espectadores.

3- Àngel Fígols es ese profesor. Un actor que domina el tiempo a su antojo. Magníficamente dirigido y con un texto precioso, parece que guarde un mando a distancia invisible para marcar el ritmo preciso. Hay un momento en la obra en que su personaje calla, ¡un silencio en teatro!, que marca la grandeza de su interpretación. Solo se tiene a sí mismo para sujetar esa escena, no hay palabras, no hay interacción ni con su compañera de reparto ni con el espacio, ni siquiera el recurso fácil de la mirada perdida hacia el patio de butacas. Y Fígols saca decibelios de ese silencio, deteniendo nuestras vidas por unos escasos minutos. Es uno de esos papeles para recordar, un vacío vertiginoso, que cuenta con el trabajo de Arianne Algarra enfrente. Suya es la responsabilidad de arrancar Classe y de cerrarla en lo más alto y, también, la complicada tarea de dar réplicas con (casi) solo la mirada, sin estrangular por agotamiento sus recursos gestuales, consiguiendo una nota muy alta.