Clóchinas Valereta.

Clóchinas Valereta.

Hay un método infalible para reconocer a un turista español en el extranjero. Basta esperarse a que sea la hora de la comida. No tardará mucho en quejarse de la misma, echar de menos los productos patrios, soltar aquello de «como en casa no se come en ningún lado» y acabar con una hamburguesa de McDonald’s en la tripa. Una pena, porque seguramente habría aprendido más del país visitado por su cocina que por las cuatrocientas catedrales que visitará.

El turista en su propia ciudad no tiene ese dilema porque la comida propia y la del lugar visitado son la misma. De todas formas, yo soy de los que adapto el dicho popular y lo convierto en «Donde fueres come lo que vieres». Otra ventaja de estas vacaciones es que puedes comprar los alimentos y cocinártelos en tu casa. Así que con la intención de hacer un cántico al producto autóctono marcho rumbo hacia la playa, exactamente a la calle del Horno del Cabanyal. Allí está Clóchinas Valereta, que tan pronto podría haber sido una de las localizaciones de «Gato negro, gato blanco» (Emir Kusturica, 1998), como haber sido transportada hasta esa esquina por una nave espacial de otro planeta. Yo me creería ambas hipótesis.

Clóchinas sólo hay de mayo a agosto (ya saben, los meses sin «r»), así que o iba ya o tendría que ir pensando en el 2015 para cumplir mi deseo. No deja de tener su gracia que la línea 19 me deje prácticamente al lado de un Burger King. Gente con sombrillas, neveras portátiles, sillas plegables y toallas marchan en procesión hacia la arena. Parecen penitentes. Lo mío es otra religión. Soy creyente de la buena comida. Y en Valereta hay materia prima de sobra.

Clóchinas, tellinas, pulpo y cerveza.

Clóchinas, tellinas, pulpo y cerveza.

Compro clóchinas (de las mejores que he probado nunca y con limón de regalo), tellinas (limpias de arena, aunque he de reconocer que no me importa cuando la tienen) y pulpo seco (que habra que cocinar directamente en llama de fuego). En la bebida decido romper la ecuación local y opto por una Brahma, una cerveza brasileña, de baja graduación, que jamás me ha parecido tan rica como cuando la bebía en la desaparecida pizzería Alto Xingú. Exquisitos manjares con la comodidad de reposarlos en mi sillón favorito.

Pero dormir la siesta no entra en mis planes y con el aroma marítimo en el cuerpo salgo hacia la avenida del Puerto a cumplir varias misiones. La primera está en el actual número 121. Allí leí que había estaba el  canódromo Avenida, que se había inaugurado en 1961. Cuenta la leyenda familiar que un tío mío perdió, una tarde, hasta la chaqueta apostando en las carreras y que hubo que ir a rescatarle, antes de que hipotecara su propio esqueleto. Ahora es un edificio de viviendas, frente a una estación de gasolina y al lado del Hotel Solvasa (construido en lo que fue una antigua fábrica de harinas). Ando justo de imaginación y me cuesta creer que los galgos corretearan por aquella zona llena de fincas. Espero, pacientemente, cruzarme con algún vecino de avanzada edad para preguntarle. Veo a un hombre con canas y me acerco. Lleva una de esas camisas a rayas verticales, rojas y blancas, que sólo se ponen los de su generación. Se sorprende por mi pregunta y me dice que sí, que allí estaba, y con la mano señala primero al 121, pero después la agita y abarca casi toda Valencia y parte de Castellón. Busco alguna placa conmemorativa o algo parecido, pero o no hay o no la encuentro.

Aquí se supone que hubo un canódromo.

Aquí se supone que hubo un canódromo.

Con cierto sabor agridulce me dirijo hacia mi segunda misión. Comprar una empanadilla de pisto (para almorzar al día siguiente) en el Horno Resti, casi en el cruce de Puerto con Serrería. Están de muerte. La mujer que despacha es de esas que te reconcilian con el ser humano. Simpática y contenta, no deja de canturrear mientras te atiende. Me dan ganas de convertirla en mi merienda (a la empanadilla, se entiende), pero retengo el ataque de gula y camino hacia el último objetivo. Es a la altura del ambulatorio que hay en la propia Serrería. En la puerta, un quiosco de lo más peculiar. A la venta muy pocos periódicos y revistas, pero dvd’s como para montar varios videoclubs. Precisamente de algunos de ellos parecen proceder muchas de las películas. Otras son promociones de periódicos y de vez en cuando asoma una producción francesa sin subtítulos en castellano. A medida que las voy viendo, el propietario me saca una nueva remesa. Me dice que en casa tiene más de 20.000. Los precios oscilan entre 1 y 3 €. Superado por la cantidad de títulos (infames la mayoria), me decanto por irme de vacío, pero entonces aparece mi bondad infinita y amparándome en lo bien que he sido atendido, me llevo «Una pandilla de pelotas» (Richard Linklater, 2005) y «Días de gloria» (Rich Wilkes, 1995). En casa les cambio las cajas y tiro las otras a la bolsa de reciclar plástico. Al lado, en la de la basura orgánica, descansan los restos de las clóchinas y las tellinas. Y más allá, con el cristal, la botella de cerveza. Sonrío al pensar la manera conceptual en que termina el día. Y en todo lo que me hubiera perdido si hubiera ido a comer al McDonald’s.