Foto. Eva M. Rosúa.

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Abelardo Muñoz se mueve por el Octubre con la misma celeridad del periodista que persigue una exclusiva. Serpentea una silla, saluda a Xavier Aliaga, pide un café, habla con alguien en la barra, pregunta tres o cuatro cosas, todo en un par de pestañeos. Educado, solícito, extrovertido, ingenioso, no cuesta imaginarlo pateando las calles de Valencia en los años ochenta y ganándose la confianza de gente suspicaz, de fuentes con mucho que contar y agentes con información que ocultar.

Sentado, sus deportivas no se mueven, pero su vitalidad gestual permanece intacta. Habla con la sinceridad del que sabe lo que es estar al otro lado del grabación. Cuando las preguntas se refieren a su juventud parece evadirse mentalmente y viajar en el tiempo al Caribe o a la redacción, llena de ilusión, de Diario de Valencia. Otras veces, su silencio, su mirada hacia el infinito, su garganta, parecen bucear en ausencias que duelen.

Nació en 1952, el mismo año que Joe Strummer, Quim Monzó o KikoVeneno, pero también que Esperanza Aguirre, una broma del destino. Es historia del periodismo valenciano, un periodismo de raza, vocacional, de ese que se esfuma hoy en día con la excusa de la viralidad y los retuiteos. Abelardo Muñoz sabe que lo importante es contar historias y que siempre, aunque cueste creerlo, hay una que vale la pena. Esta es la de su vida.

Foto. Eva M. Rosúa.

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¿Recuerdas cuál fue tu primera colaboración en un medio de comunicación?

Me acuerdo perfectamente porque esas cosas marcan. Fue en la cartelera Qué y Dónde, año 1978 … 1979, un artículo sobre música. Puede que fuera algo sobre Santana, pero no lo tengo claro.

¿Cómo era Valencia, a nivel periodístico, en esos inicios de los años ochenta?

Inexistente (risas). Mi generación fue la primera que pudo hacer un periodismo libre. El núcleo inicial estuvo en la revista Valencia Semanal, donde yo no escribí nunca. Hasta entonces no había nada. Estaban el Levante, que era del Movimiento, y Las Provincias que, curiosamente, entonces era más progre que el Levante. Hubo que esperar hasta diciembre de 1980, fecha en la que apareció el glorioso Diario de Valencia, dirigido por J.J.Pérez Benlloch y financiado por una coalición de nacionalistas y de gente reformista del País Valenciano que acabó frustrado.

¿Y cómo se vivía, culturalmente, la ciudad?

Había un grupo minoritario, bajo las piedras, que éramos muy activos, veníamos de la oposición a la dictadura. Una riqueza cultural muy grande, pero espacios existían pocos. Funcionaba más en locales como podría ser el Malvarrosa, un bar de la calle Ruiz de Lihory, o en librerías como 3 i 4 o Dau al Set. La cultura también estaba en Viuda de Miguel Roca, donde comprábamos los discos anglosajones del momento. Era, más bien, una época de expectativa. Es en 1980 cuando viene la explosión.

¿Y si hablamos de la noche valenciana de aquellos años?

Muy interesante. Totalmente distinto a hoy en día. Es la época en que abren los primeros pubs de El Carmen, como Capsa 13 o Berlín. Valencia es su centro, en el extrarradio no nos movemos. Miento. A principios de los setenta sí que íbamos los niños pijos estudiantes, que habíamos leído a Marx, a los barrios obreros a echar propaganda revolucionaria. Es que hay una clara diferencia entre los setenta y los ochenta. Los setenta fueron, para mi generación, casi más interesantes porque al no haber nada, ni siquiera democracia, nos alimentamos para adentro. Teníamos un pie en la contracultura, en los hippies, en la marihuana, … y otro en la política. Luego, en los ochenta, eso cambia.

¿Por qué vías llegaba esa contracultura a Valencia?

Gracias a gente como Eduardo Haro Ibars o Antonio Maenza. También, visitaba Valencia de vez en cuando, Leopoldo María Panero. Estaba la librería Dau al Set, que la llevaba Toni Moll, donde se podían comprar discos de John Lee Hooker, de blues americano,… Y, luego, los que tenían dinero para viajar a París y se traían de todo. Era un poco subterráneo.

Empiezas a estudiar Económicas y Filología, pero acabas siendo periodista.

Intenté estudiar Periodismo, pero sólo existía una escuela que dependía de la Iglesia y era como si no hubiera nada. Además, había que irse a Barcelona y mi padre me dijo que no había dinero para ello. Lo aparqué, pero la pulsión y la vocación seguían intactas. Hice unos cursos de Económicas y de Filología y lo dejé. Me encontraba sin oficio ni beneficio y entré en el periodismo a la anglosajona, con la práctica. Tuve la posibilidad de empezar a publicar cosas en papel y ya no paré.

Has mencionado a tu padre. Cuando cumples 18 años él te regala un disco de The Beatles y un libro de Lenin. ¿Resumen ambos la influencia que pudo tener él en tu formación?

Esos dos polos siempre han estado presente en mí. Si por los Beatles entendemos toda la cultura pop, underground,… y por Lenin tener una conciencia revolucionaria y crítica, sí, por supuesto, ninguna de las dos cosas me han abandonado. Aunque la influencia de mi padre va más allá de eso. A los dieciseis años leo «La náusea» de Sartre por él. Mi padre tenía una biblioteca muy grande. Tuve mucha suerte en ese sentido. Admiro mucho a esos compañeros que se han criado en un ambiente acultural o, incluso, de derechas o muy católico, y han salido de ello. Lo mío fue más fácil. Mi ámbito familiar era un ámbito de republicanos, ilustrados, librepensadores, muchos libros, … Los amigos de mi padre son de mucho nivel, desde Jorge Semprún hasta el abogado García Esteve. Se reunían en nuestra casa y desde niño he mamado eso.

¿A qué se dedicaba tu padre?

Estudio abogacía, pero la Guerra Civil le partió por la mitad. Al acabar la contienda tuvo que volver a hacer, obligado como soldado republicano que fue, tres años más de mili. Luego entró a trabajar en una empresa como un empleado más.

Foto. Eva M. Rosúa.

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Volviendo a tus inicios periodísticos, fuiste corresponsal de radio en una isla caribeña.

(risas). Fue como una aventura antes de sumergirme en la vorágine de los ochenta. Yo sabía que se preparaba la salida de Diario de Valencia. Para todos los que estábamos como locos por hacernos periodistas era casi un sueño. Entonces trabajaba en Qué y Dónde, que la dirigía J.J. Pérez Benlloch, que iba a ser el director del nuevo periódico. Le comenté que quería entrar a trabajar en él, pero me dijo que no me iba a contratar. Así que decidí marcharme de Valencia y hacer un viaje iniciático, con una mujer maravillosa que acababa de conocer, a la isla de Guadalupe, en el Caribe. Allí me busqué la vida y encontré lo de la corresponsalía que, por cierto, nunca me pagaron. Estuve medio año en el paraíso, hasta que mis amigos me enviaron el primer ejemplar de Diario de Valencia. En ese preciso momento tuve claro que tenía que volver. Hay un antes y un después de mi estancia en las Antillas. Cuando yo regresó de allí es cuando, realmente, empieza mi carrera como periodista.

¿Convences a J.J. Pérez Benlloch?

Sí. Nadie me regaló nada. Allí estaban Javier Valenzuela, Ana Torralva, Miguel Ángel Villena, Juli Esteve … todos los periodistas más interesantes que ha parido esta ciudad. Fue el crisol de un montón de gente que luego, unos han llegado muy lejos y otros no.

J.J. Pérez Benlloch, en su libro de memorias, «Al cierre. El periodismo tal y como lo he vivido», achacaba el fracaso de Diario de Valencia (1980-82) a la falta de apoyo económico por parte del PSPV. ¿No crees que tiene algo de contradictorio que un periódico independiente necesitara la ayuda de un partido político para su supervivencia?

Preguntado desde la perspectiva actual, sí. Pero en aquel momento no se miraba, tan con lupa, esa supuesta relación. Había fuerzas perversas que querían boicotear cualquier cosa. De todas formas, sí, Diario de Valencia fue independiente, pero no tanto, estaba vinculado a intereses económicos, ideológicos, nacionalistas y por eso acabó estrangulado el proyecto. Era muy surrealista el asunto. Por un lado, el director, Pérez Benlloch, era alguien de origen nacionalista de izquierdas; pero por otro estaba el editor, Juan Gabriel Cort, el que se encargaba del dinero, que era todo lo contrario, muy conservador.

Son los años de la transición, un período que está siendo fruto de un revisionismo bastante agresivo, hecho desde la comodidad de una democracia que parece olvidar las circunstancias (extertores de la dictadura negándose al fin de la misma) que la rodearon, sin querer por ello exculparla de algunos graves errores. Como testigo directo de aquella época, ¿cómo ves esta corriente crítica?

Mal. Independientemente de que fue imperfecta, me parece injusta esa descalificación que se hace de la transición. No fue lo que queríamos. Está claro que la transición para la izquierda marxista, dialéctica, o como la quieras llamar, para la izquierda más avanzada, fue una putada. En términos políticos habría que hablar de la traición de Carrillo. No se dio la vez a la gente joven que había luchado en el interior. Cuando se legaliza el Partido Comunista, muchos vuelven a España y asumen el protagonismo. Pero a pesar de todo esto, y otros aspectos más, creo que la transición no merece esa crítica tan dura.

¿Fueron los años ochenta una fiesta eterna en Valencia?

Los ochenta en Valencia es algo que está por escribir. Fueron unos años estupendos. Los setenta habían sido muy jodidos y la llegada de la democracia supone una explosión en todos los sentidos. Grupos de música, la noche por supuesto,… no sé como explicarlo, no me siento muy inspirado para describir, ahora, ese tiempo. No hay que olvidar que son mis años de juventud. Entonces, me pregunto, ¿los ochenta fueron buenos porque yo era joven? ¿Los estaré idealizando? Creo que un poco de todo. Pero si piensas, a toro pasado, todo lo que hizo el PSOE aquí, como la Mostra, que fue muy importante, y todo lo que vino después cuando la derecha neofranquista recupera el poder de una manera alucinante, mi conclusión sobre los ochenta es negativa, porque la izquierda se confió mucho en la idea de que Franco había acabado y no se hicieron los deberes. No se consolidaron, en Valencia, medios de comunicación independientes, ni tampoco un periodismo de izquierdas interesante. Y tenemos lo que tenemos ahora. Si tengo que valorar los ochenta, me guardo esa efervescencia cultural que nace con el fin de cuarenta años de dictadura fascista-clerical, pero no puedo olvidar a la mediocre clase política española y sus miedos, que se tradujo en la democracia light que tenemos ahora.

Dices que está por escribir la crónica de aquellos años. «Pols d’estels» de Victor Mansanet i Boïgues es de la poca bibliografía que hay al respecto, aunque más centrada en la figura de Rafa Ferrando.

Rafa era un poco mayor que nosotros y fue uno de nuestros gurús. Nos enseñó mucho. Era el responsable de Capsa 13. Y luego desapareció, se extinguió.

¿Y no te has planteado escribirla tú?

Es una idea que tengo. Lo hablé con Edu, el editor de Cocó!, que ya me publicaron «Gas ciudad» y «Macabro», pero la crisis congeló ambos proyectos, el mío y el de la editorial.

¿Esa efervescencia cultural que mencionabas se tradujo en proyectos interesantes?

Había una vinculación muy grande entre las iniciativas culturales que surgían y la administración política. Siempre estuvo muy ligado.

¿Y al margen de esa administración política?

Fueron cosas muy efímeras, pequeños guetos minoritarios. Hubo una época muy interesante de fanzines. Aparecen, como setas, un montón de grupos que hacían rock, pop,… son los años de los Ihnumanos, … pero nada que trascendiera especialmente. Además, muchos vieron el panorama aquí y optaron por marcharse a Madrid y Barcelona. Y la verdad es que los compañeros que lo hicieron medraron más porque en España siempre se ha guisado todo allí. Yo preferí quedarme porque mi planteamiento era otro, me gustaba la ciudad, no tenía tanta ambición ni prisa.

¿El periodismo de esos años ochenta es ese tan mitificado de horarios inacabables, tabaco y alcohol y fin de la jornada laboral a altas horas de la madrugada en algún bar?

Exacto. Era de puta madre. Cuando volví de Guadalupe y me incorporé a la redacción de Diario de Valencia, un compañero lo primero que hizo fue abrir un cajón y enseñarme el Libro de Estilo de El País para que me lo leyera y una petaca con whisky que estaba al lado. En Noticías al Día, un periódico que tomó el relevo de Diario de Valencia, hubo dos periodistas argentinos, que huían de la dictadura de su país. Pues uno de ellos, algunas tardes, hacía un asado allí en la redacción (risas). Vivíamos el periodismo que habíamos visto en las películas. Salía J.J. despotricando de su despacho, gritando como una bestia que había que cerrar la edición. Hay muchas historias para contar sobre aquellos días. Por ejemplo, el 23F. Yo no estaba allí. Pero me lo contaron luego. Llegó un soldado y dejó su arma apoyada en una pared… (se queda pensativo)… Pérez Benlloch contó algunas en su libro, pero habría que escribir más libros.

¿Había algún bar concreto en el que los periodistas os reuníais al terminar la jornada laboral?

Estaba el Lisboa, que era muy cosmopolita en la época. Ahí íbamos los del Diario de Valencia. No existía un lugar al que fuéramos todos. La cosa iba por medios. Nosotros éramos muy jóvenes y no teníamos apenas relación con los del Levante o Las Provincias.

Foto. Eva M. Rosúa.

Foto. Eva M. Rosúa.

¿Se notaba mucho ese contraste generacional entre unos periodistas y otros?

Cuando entré a trabajar en la Hoja del Lunes vi cosas alucinantes. En pleno año 84, 85, … con la democracia ya avanzada, El País funcionando en Madrid, muchos periódicos progres en el resto de España, y allí había un ambiente de periodismo franquista tremendo. Abuelos de sesenta y cuatro años esperando la jubilación. Recuerdo a uno que llegaba allí, ponía el papel en su máquina de escribir y pasaba su jornada laboral sin hacer nada. Si preguntabas que hacía ese tio allí, te decían que lo dejara, que cogiera otra máquina. Tenía que hacer la crónica inmediata y tenía que buscar otro sitio, mientras ese señor que cobraba una nómina no hacía nada. Yo era colaborador y cobraba por pieza publicada, explotado como suele ser habitual en esta profesión, mientras que el otro se llevaba un sueldo cada mes por mirar una hoja en blanco. El director de la Hoja del Lunes, por cierto, era Voro Barber, otro referente mío, periodísticamente hablando, que me dio rienda suelta para que hiciera todo tipo de cosas.

Y al revés, ¿profesionales cuyos consejos descartaras?

Nunca he comulgado con el periodismo apolítico. Los que te decían que la novela que todo periodista lleva en el bolsillo había que descartarla. O los que defendían que no metieras tu ideología en lo que se escribías. Como se les dice ahora a los jueces. Las dos recomendaciones me parecen perversas, chungas. Hay que reivindicar un periodismo de calidad literaria que no olvida los hechos.

En la Hoja del Lunes simultaneabas los sucesos con las críticas de teatro.

Lo del teatro tiene su gracia. Yo hacía muchos sucesos. Era una época muy buena, dulce, en la que tenía amigos policias, subía a las oficinas en Fernando el Católico, … no como ahora. Desde que manda el PP, la cerrazón es lamentable. Se equiparó a la que teníamos con la Guardia Civil, con la que nunca hubo una relación fluida. Pero volviendo a lo del teatro, lo que ocurrió es que me enamoré de una mujer a la que le gustaba mucho el teatro. Yo pasaba, lo mío era el cine. Ella me dijo que propusiera en el periódico encargarme de la crítica teatral y así tendríamos entradas gratis para todos los espectáculos. Y así fue.

Encargarse de los sucesos en los 80 sería especialmente duro, ¿no?

Sí. Era heavy. La droga empezaba a hacer estragos. Había todo tipo de asuntos. Imagino que como ahora, pero con algunas diferencias. Los periodistas podíamos dedicarnos a investigar un caso, la policía te daba pistas, incluso llegamos a colaborar con grupos judiciales en alguna investigación. El propio periodista creaba la información, no como ahora que lo que se ve en la prensa son las notas policiales. Ves los sucesos del Levante, que es una de las secciones más leídas, y todas esas guarrerías domésticas y prosaicas que pasan, día a día, en la ciudad, y nunca aparece un reportaje amplio, de fondo, con producción propia.

Hablando de los ochenta y de las drogas, ¿compartes esa teoría que defiende que su excesivo consumo entre la juventud estuvo teledirigido para despolitizarles?

Tiene cierta base real. Cuando la irrupción de la heroína donde más se extendió fue en Euskadi y Andalucía. Yo tuve oportunidad de ver lo que pasaba en Andalucía, unos años después, cuando la época de la Expo, porque emigré a Cadiz de nuevo por amor. En Cadiz era impresionante la gente que estaba enganchada. De todas las edades. Gente de 50 y 60 años. Y existe la tesis de que el perverso Estado o la mecánica del capitalismo hacía que en los territorios más problemáticos, Euskadi por cuestiones políticas y Andalucía por sus cifras de paro, hubiera más heroína. Es difícil de vincular, pero no habría que descartarlo.

¿En Valencia, el consumo de drogas pudo tener un trasfondo político o fue una cuestión más lúdica?

Lúdica, totalmente. Siempre ha sido así.

Escribiste un artículo en la Cartelera Turia, «Encuentros con gente importante», en el que rememorabas algunas anécdotas que, aquellos años, tuviste en Valencia con algunos artistas de renombre. Hablabas de cuando le preguntaste a Alberti por Dalí y te dijo que era un gran hijo de puta, de una noche loca con Jaime Gil de Biedma o de un paseo por la Alameda, con Juan Goytisolo, después de una trifulca con otros intelectuales por «la cuestión cubana». ¿Tanto ha cambiado esta ciudad culturalmente que hoy cuesta imaginar esas visitas?

Las movidas que hicieron los socialistas valencianos, en su momento, tienen mucho mérito. Por ejemplo, cuando organizaron el Congreso Internacional de Intelectuales y Artistas. Eso fue un hito en los ochenta. Tuvimos ocasión de tratar con un montón de gente. Pero no fue algo puntual de ese certamen, era habitual que pasaran grandes nombres de la cultura y enseguida les echábamos el lazo para hacerles una entrevista. Hemos tenido nuestros momentos de gloria en Valencia.

¿Y por qué no se cuenta? ¿Por qué no hay libros que reflejen esa importancia cultural que se vivió?

Ahora quizás es el momento, ante el interés de periodistas como vosotros u otros. Los libros que han podido tratar este tema se han quedado en la superficie. El espíritu hippie, que es al que pertenece mi generación, no ha emergido. Trato en mis artículos de ir destilando algunas cosas de aquellos años, pero el desarrollo de la sociedad valenciana, y de la española en general, ha provocado que estemos muy obsesionados con el tema de la política, y no se ha reflexionado sobre elementos culturales que tienen mucha importancia y no se han valorado. Por no hablar, también, de que ha habido como una tabula rasa desde que en el Ayuntamiento gobierna la derecha. Tampoco hay que olvidar el tema comercial y que a las editoriales les han podido interesar otros temas antes que estos. No les ha interesado el gran reportaje o el libro-reportaje. Yo he tenido la suerte de que distintas instituciones me publicaron dos libros. Uno sobre Sorolla con Alfons el Magnànim, y otro sobre cine, «El baile de los malditos», que son como dos reportajes largos.

Has mencionado dos de tus libros, pero antes que ellos, en 1987 publicas «Valencia sumergida». Son historias breves, de temática marginal muy marcada y con un estilo (ritmo, mencionar marcas conocidas o locales de la ciudad, cierto realismo sucio,…) de clara influencia norteamericana.

El libro surgió porque el editor Víctor Orenga, que ya falleció, se empeñó en publicar a todo bicho viviente que escribía en Valencia: Alfons Cervera, Fernando Arias, … Y, curiosamente, el único que no estaba en esas antologías, Ferran Torrent, fue el que triunfó de verdad. Orenga tenía una editorial con su nombre, de chicha y nabo, al final de la calle San Vicente, más allá de la Cruz Cubierta. Para mí fue una emoción inmensa a pesar de lo cutre que quedó el libro, que además tiene un montón de erratas porque se hizo muy rápido.

De hecho, en la Biblioteca de la calle Hospital, hay un ejemplar, con todas ellas corregidas con tinta roja por algún lector voluntarioso.

Hay un fallo, que es el que más me jodió, en un cuento sobre unos plátanos basado en una pelea que tuve con mi hermano, en el que está cambiado un género, de masculino a femenino. Pero al margen de eso, fue maravilloso ver que me publicaban por primera vez. He de decir que yo he tenido la enorme ventaja, en esta ciudad, de haber podido tener un espacio en los medios, unas columnas, que me han permitido una libertad creativa. Mi pulsión literaria, que es muy fuerte, siempre la he desarrollado en ellas. Nunca me ha gustado esa columna cotilla y muy superficial, que se puso de moda, para hablar del mundillo local. En mis textos introducía aspectos culturales, universales, globales, no sólo esa cultureta valenciana estomacante de la época. Seleccioné algunas de esas columnas, las tuneé y las convertí en pequeñas narraciones. Algunas las había publicado en Qué y Dónde, en una sección llamada «Valencia – Atlántida», que firmaba con el seudónimo de Rocamadour, sacado de «Rayuela» de Cortazar. Y, también, escribí algún cuento adrede para el libro.

Esa Valencia sumergida, olvidada, que retratas en el libro, ¿cómo la llegaste a conocer?

El buen periodismo es el que se hace la calle. Andar de un lado a otro, hablar con la gente, reportear sobre el terreno,… Hacía bastante eso. El entusiasmo de publicar los primeros reportajes te llevaba a ello. Me lo tomaba muy en serio. No pisaba casi nunca la redacción. Muchas de las historias de ese libro son reales porque yo me movía en todos los ambientes, y podía conocer a gitanos traficantes y a un conseller. Ahora es todo más sofisticado, pero en los setenta y ochenta era todo más natural y accesible. De hecho, a finales de los ochenta llegamos a tener una asociación de jueces, policías y periodistas que se llamaba «Vive y deja vivir» y nos reuníamos una vez al mes en un bar y hablábamos. Hoy en día eso parece rarísimo. Y si existe son lobbys con intereses espúreos, pero no por el interés de tejer una sociedad culta como era nuestro caso.

La sociedad valenciana ha sufrido una tragedia tras otra. Primero, la tragedia histórica por la que el fascismo dominante laminó el País Valenciano, matando a los maestros, exiliando a unos y otros, aplastando la inteligencia, como en toda España. Pasa el tiempo y en la ciudad hay un sector social muy reaccionario que ha hecho fuerza para que esto no avance. Cuando hace unas décadas, Valencia podía ponerse a un nivel como el que le corresponde, como lo que los cronistas de entonces llamábamos la California valenciana, intentando equipararla en todo a ese espejo norteamericano, tampoco se pudo. No hay que olvidar el tema lingüístico y el papel terrible y perverso que hizo Las Provincias en su momento, enfrentando a la gente. Ha habido una burguesía muy hortera que nos ha hecho mucho daño. Sólo hay que pensar en los iconos valencianos. Por ejemplo, las figuritas de Lladró. ¿Qué tiene eso que ver con esta minoría de subterráneos que seguimos venerando a Ginsberg, a Wilde o a Baudelaire? Seguimos escondidos porque a la cultura oficial no le interesa popularizar. Le interesa que se mantenga el malditismo.

Foto. Eva M. Rosúa.

Foto. Eva M. Rosúa.

En el 2010 publicas «Gas Ciudad». El primer cuento empieza: «El bar Sorbo bullía en su mejor hora de la tarde…». Ese bar Sorbo ya había sido protagonista de uno de los relatos de «Valencia sumergida». ¿Casualidad o un guiño para establecer cierta continuidad entre ambos libros?

Fue casualidad, aunque la continuidad entre ambos libros existe. Son relatos que están inspirados en todo lo que yo he leído. Autores como Carver, Murakami, Borges,… Ese cuento pequeño, barroco, raro,… Un relato que, como los de Carver, igual no dicen nada, pero siempre me ha gustado mucho eso. Es más, tengo un tercero en la misma línea, inédito, titulado «Las mujeres imperfectas», que ya estaba preparado para ser editado por Cocó, pero llegó la crisis y se paralizó. Por ahora, lo que no hay es una novela. Recuerdo que mi hermana Susana me decía que no me obsesionara con ello, que igual yo era un escritor de cuentos. Por cierto, que el bar Sorbo era real y creo que aún existe. Estaba al final de Ruzafa. El típico bar español de barrio que se va extinguiendo, con sus calamares fríos y sus habas.

Han aparecido en la conversación tus dos hermanos, Oswaldo y Susana, ambos ya fallecidos. Debe de ser duro sobrevivir a la muerte de dos hermanos menores, ¿no?

Muy duro. Pasó hace tres años. Primero murió mi hermana y después Oswaldo en París, donde vivía. Fue muy duro además de por la pérdida, porque con ambos tenía una relación intelectual, no sólo afectiva. Arrastrábamos el peso de la cultura de la herencia paterna que nos marcó a los tres por igual. Cuando éramos niños, cada uno tenía unas inquietudes distintas. Susana recitaba a Lorca cuando venía gente a casa, mi hermano pintaba y luego él y yo hacíamos canciones y se las cantábamos a los invitados. Mi padre era muy buen anfitrión y le gustaba siempre tener gente en casa. Nos motivó mucho a todos. Los tres teníamos un temperamento artístico.

¿Dónde vivíais?

En la Gran Vía Germanías. En la parte que no es pija. Era como un lugar fronterizo. Y nos jodieron bien cuando hicieron el túnel. Fue horroroso. Era tan hermosa como Marqués del Turia, con sus plátanos y todo. El cuento que antes mencionaba de «Valencia sumergida» que tenía un error de género empieza «El día que cortaron los plátanos de la Gran Vía…». Contaba una pelea que tuvimos Oswaldo y yo, de niños, por unas pesetas … La vida es muy dura y muy jodida. Anoche, precisamente pensaba en ese cuento, en esa pelea de hermanos, porque luego, muchos años después, mi hermano y yo nos peleamos un poco. La verdad es que estoy algo obsesionado con la imagen de mi hermano. Oswaldo era, también, escritor, pero inédito. Luchó por publicar, pero no lo consiguió. Y ahora es posible que salga un libro suyo de máximas, de sentencias, en Leteradura, la nueva editorial de Toni Moll.

Retomamos el relato cronológico de tu carrera periodística. ¿Cómo fueron los noventa?

Vivo más a la mía. Me desvinculo de todo. Los noventa son para mí un periodo un poco proceloso, oscuro. Me voy a Cadiz, luego a Marruecos donde estuve un año. A la vuelta, me retiro a una casa que tiene mi familia en un pueblo por Teruel. Vengo, me voy, … De hecho hay un momento en que un amigo, Rafael Ballester Añón, se pregunta en un artículo en el Levante, ¿dónde estaba Abelardo Muñoz? Porque yo había desaparecido. Llegué a tener empleos un poco raros para mí, como por ejemplo, el gabinete de prensa del Hospital General. Andaba jodido y necesitaba trabajo y con mis idas y venidas es como si hubiera perdido mi sitio en el periodismo. En ese sentido siempre he sido un freelance, me movía por impulsos. Estaba como metido en una serie de contradicciones personales, es una especie de parentésis, hasta que en 1999 Cinema Jove edita mi libro «El baile de los malditos». El libro estuvo unos años en un cajón por obra y gracia de Ricardo Muñoz Suay, que no sé porqué me lo enterró. Es, entonces, a finales de los noventa cuando me reincorporo a la vida cultural valenciana.

¿Y cómo es esa vuelta que coincide con el cambio de siglo?

Me hablas ahora de la década de los dos mil y ya estamos en el quince. Parece mentira lo rápido que va. En esa primera década del XXI se pone todo patas arriba. Tengo la sensación que después del 11s todo cambia. Todo es más simple, no hay emoción. Me preguntas por esa década y no sé que decirte, lo tengo muy cerca, no puedo valorarlo. ¿Cómo hemos llegado en Valencia a una situación en la que hay que recuperar todo a nivel cultural y cívico? Ha imperado la ideología liberal, el todo vale, el individualismo. Antes decía que los ochenta son la época de mi juventud, claro, los dos mil es justo lo contrario, son los años de la madurez, la veteranía, la época en que te hacen entrevistas.

¿Hay algo sobre lo que no hayas escrito?

Es que he hecho de todo. Menos deportes, de todo… Incluso de deportes escribí una vez. En la Hoja del Lunes me propusieron encargarme de una columna que, realmente, ha sido mi especialidad a lo largo de mi carrera, en la que ironizaba sobre eventos de todo tipo: deportivos, sociales, políticos. Esta se llamaba «La Grada». Iba al campo y no hablaba del partido, como hacían el resto de periodistas, sino de lo que pasaba en la grada. Tuvo mucho éxito, por cierto. No hay que olvidar que los lunes no se vendían los otros periódicos y la Hoja la compraba mucha gente. Incluso los Yomus, que antes no eran tan bestiales como ahora, me escribieron para felicitarme.

En el 2009 publicas un artículo en El País sobre la crisis, «Mucha noche, poca pasta», pero centrado en cómo está afectando a los negocios nocturnos. El eje conductor del mismo es un paquistaní, Ahmed, que (no) vende flores. ¿Te vuelves a preguntar alguna vez que ha sido de estos personajes que pueblan tus textos?

Juraría que ese hombre aún circula por El Carmen. No, no los olvido. Es más, creo que he sido el único que se ha preocupado por esos personajes en esta ciudad. En el Levante, en los años ochenta, hice una serie de la que estoy muy contento, aunque ahora son recortes amarillentos, que se titulaba «Galería de raros» o algo así. Era una cosa muy chula. La época en que iba a todos los lados con un fotógrafo. En eso también ha cambiado, para mal, el periodismo. Antes era muy emocionante. La sección en cuestión consistía en la foto de un vagabundo y un perfil, de cada uno, escrito por mí. Hay una mujer que salió y que aún pide en una esquina de la Plaza de la Reina.

En una de las columnas que publicabas en la web de Radio Klara escribiste: «Un periodista del siglo XXI es un funcionario del estado más».

Cada uno escribe en función de su estado anímico. Aquellos textos en la web de Radio Klara eran unos textos muy radicales que no se podían publicar en ningún otro sitio, pero hoy en día rebajaría un poco la afirmación. Es muy difícil ver periodismo independiente, es cierto, tiene parte de verdad, pero no totalmente.

¿Cómo está, actualmente, Abelardo Muñoz?

No me quejo. Tengo muy buen rollo con la Turia. Por otra parte, el tema digital me preocupa mucho. Estoy publicando entrevistas y reportajes en La Veu del País Valencià, un periódico online que está muy bien. Y mi planteamiento es que la única salida que hay para gente como yo son los libros. Yo me considero reportero, cronista y practicar ese género, actualmente, cada vez es más difícil. El libro puede ser un buen formato, también, para ello. Quiero disciplinarme en ese sentido, sobre todo teniendo en cuenta el interés que despierta en las nuevas generaciones ilustradas. El periodismo nunca estará en crisis porque siempre va a haber una demanda de buenos contenidos, sean en el soporte que sean.

Foto. Eva M. Rosúa.

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Agradecimientos: Octubre Centre de Cultura Contemporània.