Me llamo Jose Ramón Alarcón San Martino, alumbrado en 1977 y oriundo de Gijón (ciudad de reminiscencias industriales, carbón, gastronomía y acentos portuarios). Junto con mi pareja y socia, Merche Medina, soy editor de Versos y Trazos, editorial LIJ valenciana, gestada en sus sus orígenes (hace una década) por José Roca y José Fuentes (ya fallecido). Ambos, además, dirigimos Ecomunicam, empresa focalizada en temas de comunicación, arte y gestión cultural.
En lo que respecta a mi perfil literario, debo confesar una experiencia decisiva en mi devenir y motivo de ineludible transformación: trabajar durante dos cursos de expedición como clasificador de reses bovinas, porcinas y ovinas en un matadero industrial de las Rías Bajas, además de una temporada estricta en una sala de despiece levantino, asentó en mí un irrenunciable poso bio/hemorrágico, que rezuma esta primavera a través de “Lupanario (o Mediodía del Matarife)”, poemario publicado por la editorial Huerga y Fierro, a modo de síntesis versificada de cuantos personajes, episodios y atmósferas me hubieron abofeteado figurativa y virulentamente. Periplo vital ahíto de urinarios, desventradores, tuberculosis, aguardientes y cal, del que ya hube adelantado algunos gestos a través de diversas performances poéticas por estos lares del Mediterráneo. Estampas con tacto de turmas y ajenas a otras singladuras academicistas y universitarias del “campo charro”, lustros atrás.
Me orienta el vermut de Reus con sifón y dos gotas de angostura.
Un disco: Debo confesar mi predilección por el jazz como género musical ineludible. Reseñaría “Kind Of Blue”, de Miles Davis, “Genius of Modern Music”, de Thelonious Monk, y “A Love Supreme”, de John Coltrane, de entre innumerables discos y músicos extraordinarios. (Complementos: Negroni y tarta de chocolate).
Una película: Procurando sintetizar en una sumarísima lista cuantas películas me han fascinado/perturbado, señalaría: “Fireworks” (1947), de Kenneth Anger; “Pink Narcissus” (1971), de James Bidgood; “El desencanto” (1976), de Jaime Chávarri; “Un año con trece lunas” (1978), de R.W. Fassbinder; “Bilbao” (1978), de Bigas Luna; “Nostalgia” (1983), de Andrei Tarkovski; “Ábrete de orejas” (1987), de Stephen Frears; “Recuerdos de la casa amarilla” (1989), de Joâo César Monteiro; “La chica de la fábrica de cerillas” (1990), de Aki Kaurismäki; “El sol del membrillo” (1992), de Víctor Erice; etc. (Aditamentos: Cigarrillos y analgésicos).
Un libro: Huérfano de dudas, recurro inexcusablemente a la mirífica figura de Francisco Umbral, prolífico, controvertido y contumaz escritor (me atrevo a decir que un gran desconocido para los lectores coetáneos, tendiendo en cuenta que tan sólo se hace referencia a su perfil como articulista). Un inspirado y sobresaliente regenerador del lenguaje y figura de referencia para surcar las calimas culturales, políticas y sociales de la segunda mitad del siglo veinte patrio. Atendiendo a su vastísima producción (más de un centenar de publicaciones), recurro a “La noche que llegué al Café Gijón” (1977), “Trilogía de Madrid” (1984) y “Días felices en Argüelles” (2005), como explícitos ejemplos de su turbio esteticismo biográfico. (Leer tomando una copita de Ojén).
Una serie de televisión: “Retorno a Brideshead” (1981), excelsa adaptación de la novela homónima firmada por el peculiarísimo Evelyn Waugh en 1945. Reemitida en diversas ocasiones en nuestro país a lo largo de los años ochenta y editada en DVD (por fortuna) una década atrás. Charles Ryder, Sebastian Flyte y, sobremanera, Anthony Blanche. (Para degustar con un “Brandy Alexander”).
Una serie de dibujos animados: Mazinger Z (para nostálgicos y acólitos, la urbanización Mas de Plata de Cabra del Camp, en Tarragona, se erige en lugar de peregrinación) y La Pantera Rosa (para procesiones y romerías levantinas, visitar la plaza Manuel Sanchís Guarner). (Respecto de esta última, parada obligatoria frente al busto de Rafael Conde “El Titi”).
Una revista: Los Cuadernos del Norte, monumental revista de arte, cultura y pensamiento, dirigida por Juan Cueto y publicada por la Caja de Ahorros de Asturias durante los años ochenta, por la que transitaron las más notables y heterodoxas firmas nacionales e internacionales del momento. (Exhortación a adquirirla online).
Un icono sexual: Si hubiera nacido unos cuantos lustros antes, probablemente me hubiera visto lacerado/embelesado por las supervedettes y vicetiples de la revista y los espectáculos de variedades. Sin duda, habría sido proclive a aquellos microcosmos de alcanfor, “picante” y bicarbonato. (Soundtrack: “Ponle menta”, de la generosa Rosita Amores, y “La Banana”, de Susana Estrada y Paco Clavel).
Una comida: Por razones de abolengo inexcusable, Fabada asturiana. Para “encarrillarse” con pan, ajoarriero conquense. (Sidra de Villaviciosa y tinto del país, respectivamente. Antiácidos y palillo ).
Un bar de Valencia: Para debilidades gastronómicas particulares, La Previsora (barrio de Jesús). Imperio de zarajos, morteruelos y ajoarrieros. Arquitectura singular y atmósfera carpetovetónica. Por descontado, Tasca Ángel y La Pilar (Mercat/Seu Xerea). Para azulejos, cacofonías y literatura, el balcón de la primera planta sobre la barra de la horchatería El Siglo (a falta de Cafés decimonónicos por estos lares). Para madrugadas de trago largo, Christopher Lee (Velluters), coctelería referente de repasos cinematográficos, lámparas de mesa y frutas nocturnas.
Una calle de Valencia: La calle/callejón Lusitanos. Un recodo foruncular de Portal de Valldigna, allende los alivios urinarios.