Dibujo: Eva M. Rosúa

Dibujo: Eva M. Rosúa

En julio de 1976, y con Ramos Costa como presidente, el Valencia se convirtió en la sensación estival, con fichajes de la talla de Lobo Diarte, Kempes, Carrete, Juan Carlos, y, con ellos, el de un jugador manchego, Ángel Castellanos, procedente del Granada, donde había llegado a alcanzar la internacionalidad de la mano de Laszy Kubala. Pese a sus buenos referentes como baluarte en la defensa, Castellanos logró abrirse un hueco entre tantas estrellas, ocupando la demarcación de mediocentro defensivo.

Durante su trayectoria como valencianista, Ángel resultó ser el típico jugador de club, tan reconocido siempre por los técnicos y sus propios compañeros, por su trabajo solidario y oscuro, como denostado por la afición, por sus movimientos toscos y poco proclives a la galería. Su imagen, pelo corto y poblada barba, alejada de los clichés del momento, tampoco contribuía a una mayor simpatía desde la grada.

Si bien en sus dos primeras temporadas el equipo no respondió a las expectativas previstas, posteriormente el Valencia logró encadenar tres títulos, escribiendo así una de sus épocas más gloriosas: A la Copa del Rey del 79, le sucedió la Recopa del 80, cerrando el ciclo ganándole la Supercopa al campéón europeo, el Nottingham Forest inglés. En esa plantilla, con campeones del mundo como el argentino Kempes y el alemán Bonhoff, con artistas del balón como Daniel Solsona y Javier Subirats, con compañeros de la elegancia y personalidad de Ricardo Arias y Miguel Tendillo, o pundonorosos como el asturiano Carrete y el castellonense Saura, parecía que no hubiera  lugar en el corazón de la hinchada valencianista para el bueno de Castellanos.

Pero, como suele ocurrir, su tesón y honestidad calaron con el tiempo en el valencianismo; seguramente a ello contribuyó su participación en momentos decisivos. Así, en la final de la Copa del Rey, ganada al Real Madrid, el manchego cuajó un partidazo anulando al cerebro blanco, Vicente Del Bosque. Recuerdo viniendo de la capital, ya de madrugada, después de presenciar la final, en un autobús fletado por la falla del barrio, escuchar por la radio cómo el periodista Jose María García elogiaba la actuación de Ángel, y eso, en esa época, era dogma de fe. El díscolo Castellanos empezaba a ser reconocido
También el centrocampista de Ciudad Real destacó sobremanera en el partido de vuelta de la Supercopa, donde no se amilanó frente a los rudos ingleses, sujetando al equipo en el mediocampo, permitiendo con ello la lucidez del cuarteto de estrellas formado por Morena, Solsona, Subirats y Kempes. Allí, en Mestalla, una fría noche de invierno fui testigo de cómo el Valencia, con gol del uruguayo Fernando Morena, remontaba el resultado de 2-1, cosechado en la ida. En esa época, se disputaba a doble encuentro, y fue por ello que el Valencia se proclamó supercampeón de Europa en su propio estadio. Paradojas del destino, el trofeo se extravió en el vuelo a Valencia, de modo que hubo que improvisar una copa que entregar, y así fue que la que recogió el capitán Saura y a la que rendimos pleitesía el público valencianista en la vuelta de honor posterior, no era sino una ganada por el equipo juvenil en un trofeo veraniego.
Si hubiese que destacar un instante mágico en esas finales, ninguno sin duda como el acontecido en la final de la Recopa, contra el Arsenal londinense, cuando, recién salido del banquillo, asumió el compromiso del  lanzamiento de un penalti en la tanda decisiva. Impávido a la angustia del aficionado che por ser designado por Di Stéfano como responsable del cuarto penalti, cogió el balón y soltó un zapatazo por el centro. En su ejecución quedó resumida la carrera futbolística de Castellanos: sin ortodoxia, pero con responsabilidad y eficacia.

Quizás fuese ese el punto de inflexión en su relación con la parroquia valencianista: se pasó de usarse el término Castellanos para referirse a todo mediocentro de baja calidad de cualquier equipo de la provincia, a significarlo como signo de trabajo y honradez. Y es que, hasta entonces, referirse a algún jugador con el sobrenombre de Castellanos suponía causa segura de estigmatización, pero, con humildad y personalidad, Ángel consiguió cambiar para bien  el significado de su apellido

Esa pena máxima resultó ser un hecho muy importante, y también puntual, en su carrera, pero sí que hubo  en la misma una jugada característica y especial, por la que siempre será recordado por la afición blanca el barbudo mediocentro: la peonza. Consistía en retener el balón cerca del círculo central, atrayendo con ello a rivales, con la pretensión de robárselo. Entonces, Castellanos era capaz de girar 360, e incluso 720 grados, sobre sí mismo, con el esférico pegado a sus pies, para, finalmente, ofrecérselo a un compañero, libre de marca. Conocedor de sus posibilidades en el juego de codos, imprescindible en esta “peonza” para el resguardo de la pelota, recurrentemente optaba por ella, aun a sabiendas de su bajo nivel espectacular y su grado máximo de riesgo ante una pérdida. Era su aportación a la descongestión del juego: siempre antes el bien del  grupo frente al destello individual.

Pese a ser un jugador de equipo, y suponerle siempre mayor orgullo los títulos obtenidos con su club, no obstante  habría que significarle por ser el segundo jugador ciudadrealeño con más presencias en primera división, sólo superado por el excelente guardameta, también valencianista, Santiago Cañizares; así como por ser el último futbolista  del Granada CF en formar parte del combinado nacional. Y por encima de todo, Ángel Castellanos tiene el honor de ser el décimo jugador en la historia del Valencia CF con más partidos disputados en  primera división. De los 854 futbolistas que han defendido la elástica blanca en la máxima competición liguera española, él es el número diez, la misma posición que ocupa Míchel en el Real Madrid, el gran capitán Juan Manuel Asensi en el Barcelona o el mítico Luis Aragonés en el Atlético. Y eso todo el valencianismo se lo deberíamos reconocer.