El teatro suele tender puentes, puentes que flotan, con los espectadores. Se produce entonces un trasvase de sentimientos y emociones que realimenta tanto a los que están encima del escenario como a los que están sentados en las butacas. Cuando esto ocurre enseguida se reconoce porque la obra sigue viva al salir de la sala. Con la compañía El Pont Flotant siempre ocurre. Con El fill que vull tindre perdura pasado el tiempo.
Hay montajes en los que se puede esperar que pueda ocurrir cualquier cosa porque, precisamente, han sido trabajados a conciencia para ello, dejando poco a la improvisación. Porque en las artes escénicas pocas cosas surgen por generación espontánea. La frescura, los hallazgos, se cultivan en los ensayos, en el trabajo creativo previo. Y más cuando se cuenta con actores no profesionales. Este es de esos montajes.
El fill que vull tindre es como una ola inmensa, con miedos y deseos, capaz de arrasar en algunos tramos y de regalar un baño muy agradable en otros. En el escenario flota una sensación de libertad absoluta, intergeneracional, educada, activa, vital, llena de ganas de comunicarse. ¿De qué va la obra? De ir al teatro y respirar, tocar, sentir, tragar saliva y reír.