350 kilos de tierra, caballones, lluvia, una cebera, una cosecha que recoger y la historia de amor de una pareja de labradores ya ancianos. Todo dentro de un teatro y con dos actrices, Joana Alfonso y Esther López, como hilo conductor. Eso es Horta (Sala L’Horta, domingo 20 de noviembre, 11h y 12.30h), una obra que gana por goleada a las aventuras virtuales de cualquier pantalla, porque no muestra una realidad, sino que invita a tocarla, a experimentar con ella, a pisarla, a vivirla.
Pau Pons es la creadora y directora del montaje, dirigido a niños de entre 3 y 6 años, pero disfrutable por todo el mundo, edad al margen. Pau cambia esta vez El Pont Flotant por L’Horta Teatre (con los que ya trabajó en Martina i el Bosc de Paper), pero sigue siendo fiel a su manera de entender las artes escénicas. De eso, y muchas más cosas, hablamos con ella.
¿Cómo surge Horta?
Realmente de una manera casual, entre comillas, y muy necesaria. Estaba en casa, hablando con mis hijos, comentando las imágenes de la televisión, y les dije “Eso son los caballones…” y mis hijos me preguntaron que qué eran eso de los caballones. Me sorprendió mucho que no supieran lo que era. Y tuve la sensación de que estábamos perdiendo algo. Yo vengo de familia de labradores y a mí la tierra me ha llegado de manera natural. También me di cuenta de que mis hijos, cuando hacían experimentos en el colegio, venían a casa llenos de tierra, mojados de agua,… aprendían mucho experimentando, tocando. Y acabé uniendo esas dos cosas en la obra: la necesidad de que el aprendizaje tiene que ser a través de los sentidos para los más pequeños y de hablarles de la relación con la Naturaleza. La mezcla de ambas, trabajadas desde un punto de vista contemporáneo con un itinerario a través de diferentes espacio en el teatro, desembocó en Horta.
¿Cómo reaccionan los niños a la propuesta, tan acostumbrados a un mundo muy digitalizado?
Entrando al teatro empiezan a repartirse las butacas, hasta que se dan cuenta de que no hay butacas. En el lugar de las butacas hay un campo de tierra en el suelo y se tienen que sentar a su alrededor. Se quedan muy sorprendidos al descubrir que ir al teatro también pueda ser eso. Los más pequeños, los de 4 años, cuando se sientan, sin mirarnos ni nada, se ponen directamente a tocar la tierra. Los de 5 y 6 sí nos preguntan si se puede tocar y entonces las dos actrices (Joana Alfonso y Esther López) les dicen que sí, que hay que despertar a la tierra. Y a partir de ahí van participando en la obra “trabajando” la tierra. Pasan de la primera sorpresa de acceder a un teatro que no es como esperaban a participar sin cuestionarse nada, son muy diferentes a los adultos.
Es una obra que a partir de elementos muy tradicionales como puede ser la tierra presenta una puesta en escena muy rompedora y experimental.
Sí, no es un uso convencional del espacio. Tampoco el espectador tiene un rol pasivo. Se aplican algunos de los principios de un teatro más experimental, más post-dramático. Y sí se produce esa especie de contradicción, utilizando un material cultural antiguo, de recuperar cierta historia de nuestros antepasados, al tiempo que formalmente se investiga sobre formas más contemporáneas. Pero creo que no está reñido, precisamente ese es el equilibrio que buscaba, para que no se convirtiera simplemente en ver a través de los ojos una narración, sino que ellos participan de manera activa en la elaboración de la pieza dramática. Con sus intervenciones, respondiendo a preguntas de las actrices, van contando parte de la obra. Sorprende, con los cambios que hay tanto formales como de espacio, lo atentos que están los pequeños y cómo siguen el ritual del teatro y toda la narratividad fragmentada que existe en la pieza.
Durante el proceso de elaboración hicimos bastante ensayos con grupos de niños para ver sus reacciones, su implicación, los tiempos de cada parte, cómo mantener su atención,… Fue necesaria su participación como público activo porque, prácticamente, el 50% de la obra depende de ella. Hay además como una segunda capa para los adultos. Las familias ven esas dos obras, la que ven como espectadores y la que ven a través de los ojos de sus hijos. Están situados a la misma altura que ellos, pero de tal manera que pueden verles cómo reaccionan. Y es curioso comprobar sus reacciones.
Desde el punto de vista creativo, ¿afrontas igual ese proceso si es una obra para un público infantil o más adulto?
No se enfoca igual, entre comillas, o sí, lo enfocas igual pero tienes en cuenta los espectadores a los que va dirigida la obra, el espectador ideal, en este caso niños entre 3 y 6 años. Su mirada tiene unas peculiaridades y hay que buscar cuáles son sus intereses, sus contextos, su ritmo, sus mecanismos lúdicos, su humor,… Y a nivel pedagógico también, por ejemplo, qué se les puede aportar. Teniendo todo eso en cuenta intentas hacer una pieza que también contenga unas capas que vayan dirigidas a los adultos, para que puedan leer más allá. En Horta no queremos infantilizar excesivamente parte del discurso, del espacio escénico o de la experimentación porque sean pequeños, sino ofrecer varias capas y que cada uno se vaya quedando con lo que le corresponde por edad y bagaje.
¿La obra va evolucionando a medida que se van haciendo representaciones y descubres las reacciones que se van registrando y se traduce en cambios en la misma?
Sí, sí cambia, y yo soy cada vez más partidaria de que ocurra porque las obras están vivas. Que, por ejemplo, se deberían publicar una vez ya no se representan, porque mientras están en un escenario están vivas. Las obras que yo planteo, Horta y también en El Pont Flotant, son obras que existen en el espacio escénico, en ese espacio que hay entre lo que pasa en escena y el espectador. Ahí pasa la obra. Lo más interesante que puede pasar ocurre ahí. Por lo tanto si eso, después, no se recoge para retomarlo es una lástima, tiene mucho de performativo esta línea de trabajo, tiene mucho de presente. Por lo tanto es fundamental. Siempre, claro está, siendo críticos y analizando las cosas que pasan y si ayudan a la narratividad y la discursividad de la obra o no. Si es que sí se deben aprovechar. Siempre va a ser más rico una reacción o cualquier cosa que aporte un niño desde su punto de vista que lo que yo pueda pensar en mi silla de oficina desde mi casa. Pero siempre siendo consciente de lo que se cuenta y transmite. Y cuando digo que las obras deben estar vivas no me refiero solo a nivel textual, también en cuanto a la acción, el ritmo, incluso a la posición de escenas, las músicas,…
Hace ya tiempo saliste en nuestra sección Un vermut con y dijiste que las dos cosas que más te gustaban era dirigir y enseñar. ¿Con Horta has podido unir ambas cosas más que nunca?
Sí, creo que en esta obra hay mucha voluntad divulgativa y pedagógica, en el sentido de recuperar, de evitar que se pierda parte de nuestra cultura, de crear un enlace experiencial entre los más pequeños y sus yayos. Y de concebir a estos yayos como sabios vivos, que en ocasiones parece que solo a través de los libros, o de la escuela, o de los maestros, o de las pantallas se puede aprender. Se deja de hablar, de compartir experiencias, anécdotas,… con la gente mayor.
Todo esto lo digo siendo conscientes de que las cosas han cambiado y no volverán a ser iguales, pero es necesario que se sepa, que se conozca que eso existía, porque además nos deja una identidad, un paisaje.
¿Hay algo en Horta de reivindicación, también, de las historias orales?
Sí, hay ese intento de una manera supernatural, es una capa que está presente en la obra, el contar historias. En la narratividad oral la imaginación lo hace todo, porque tú les cuentas una historia y ellos la imaginan en su cabeza. Se crea un universo a través de la palabra, y también de los recursos teatrales, físicos y vocales, de la poesía, … se construyen personajes,… y todo ayuda a la narratividad de lo que queremos contar. Y después, también, lo enlazamos con la realidad, algo que va muy en la línea de El Pont Flotant, y así al final de la obra aparecen unas fotos de los yayos de cuando eran jóvenes y actuales, con sus hijos,…
¿Cómo reaccionaron en L’Horta Teatre cuándo les plantestaste la propuesta escénica de llenar el escenario de tierra,…?
Hubo una evolución en el proceso. En un principio, en lugar de haber tierra en el escenario, salíamos nosotros a la tierra, a la huerta. Pedimos permiso a los propietarios de los campos que hay alrededor de la Sala L’Horta. Estuvimos bastante tiempo paseando por allí, por los alrededores de Castellar, chafando la tierra, mirando su humedad,… Y de hecho, la escenografía final está inspirada en ese paisaje. Pero en uno de esos paseos, al regresar al teatro, nada más entrar, era tan fuerte el cambio de iluminación, que me pasó eso de que con la mirada durante unos segundos no ves nada, se queda todo negro y me di cuenta que era un cambio muy grande entre la inmensidad de fuera y el interior del teatro, y que si pasábamos de uno a otro, no tendría fuerza lo que les contaríamos en el teatro. Así que invertimos la idea. Y dentro del teatro está la tierra y ocurre la historia y cuando sales te encuentras con la inmensidad de la realidad, potenciada poéticamente por lo que han visto dentro.
A los responsables de L’Horta Teatre, primero les dijimos que pondríamos un caballón, luego ya fueron dos, tres (risas) y progresivamente fuimos aumentando hasta la escenografía final. Y luego no era solo poner la tierra, está muy cuidado todo, las distancias que hay entre caballones o que tenga un punto concreto de humedad para que cuando se sacuden las manos ochenta niños a la vez no se tire toda la tierra y se quede suspendida en el aire o para que no se empastren. Fueron muy abiertos y participativos. Ha sido farragosa la producción, pero es que sin tierra esta obra no tenía sentido.