Foto: Ryan McGuire (Gratisography).

Una gala de ingenieros químicos puede ser aburrida, una de artes escénicas no. Tampoco debería faltar el respeto a un compañero fallecido (Pepe Sancho), encadenar chistes sin gracia, dar protagonismo a los políticos a la hora de recoger y entregar premios, buscar no-sé-bien-qué con la presencia de profesionales ajenos como Camarena o Albelda o durar más de dos horas. Sí, más de dos horas. También merecería una realización a cargo de À Punt que no pareciera amateur, con planos que enfocaban siempre a la misma fila de espectadores o que no sabían donde hacerlo, panorámicas abortadas antes de que terminaran en el más allá, enfoques casi experimentales o una presencia en el escenario que en lugar de cercano convirtió al Principal en algo parecido a un bar de copas.

Una gala relacionada con la cultura debería ser crítica con el poder. Siempre. Y reivindicativa. Resultaba curioso el lamento compartido de premiados que a duras penas viven de su trabajo y el compadreo en los agradecimientos hacia la administración pública. ¿Cuándo vamos a entender que esa su obligación? El otro día en uno de esos programas de humor descolorido de la televisión autonómica valenciana se hacía una referencia a Rus contando billetes. ¡Casi tres años después! ¿De verdad la actualidad política no ha generado nada en los últimos meses que merezca su caricaturización? Esa sensación planeó por la Gala de los Premios de las Artes Escénicas Valencianas 2018. Que sí, que los 24 años del PP fueron lo peor que le ha podido pasar a estas tierras en el siglo XX, pero estamos a punto de acabar una legislatura y habrá que empezar a pedir responsabilidades a los políticos y no que suban al escenario a acaparar un protagonismo que no les pertenece. Pero en voz alta, que aquí las protestas, muchas veces, como en épocas pretéritas, llegan en diferido o sottovoce salvo casos muy concretos.

La vida cultural de la ciudad parece que avanza entre un canto a la felicidad despreocupada casi adolescente y un retorno a los años de la Transición. Y en esa dualidad casi frankesteiniana se desarrolló una gala que desde el sillón de casa fue imposible seguir sin bostezos primero y camino de la cama después. Con la sensación de que se había perdido otra oportunidad o muchas otras oportunidades, en la que la irreverencia se plegó y el show no debía continuar porque ni siquiera empezó. Que vengamos de una herencia en la que se aniquiló casi todo no nos debería hacer aplaudir las migajas de conformarnos con que los profesionales reciban un premio y salgan por la tele. En los años duros el espíritu crítico fue lo único que no le pudieron robar a este sector. Sería una pena que se evaporara ahora. Aplausos, eso sí, a premiados y finalistas, a los que nunca se les agradecerá lo suficiente su trabajo.