«La soga» fue la primera película en color de Alfred Hitchcock. Pero si realmente pasó a la historia del cine fue por el atrevimiento del cineasta en rodarla como una suma de planos secuencia. Puede que incluso, como refleja Truffaut en su libro de conversaciones con el director británico, sea un film sobrevalorado por su complejidad técnica. La cinta adaptaba la obra teatral del mismo nombre de Patrick Hamilton. Y ahora, como cerrando un caso abierto, ha vuelto a los escenarios, con los actores Dario Torrent, Jaime Vicedo, Vicent Pastor, Raquel Ortells, Rosa López y Juan Carlos Garés.
Sentamos en una silla a su directora (y también responsable de la versión representada), Iria Márquez, le apuntamos con la luz cegadora de un flexo y le obligamos a confesar qué otras películas le gustaría adaptar al teatro. La dramaturga, de origen gallego, empieza a declarar sin presencia de su abogado:
Cuando una directora de escena tiene ante sí la pregunta de qué películas adaptaría a teatro, debemos plantearnos que se encuentra ante un dilema parecido a “¿si tuvieras una máquina del tiempo y pudieras elegir qué otras vidas vivir, cuáles hubieran sido?”. La respuesta es muchas y por distintos motivos, pero dependiendo del momento en que me lo pregunten, la respuesta variará, sin lugar a dudas. Una vez hecha esta aclaración, voy a lanzaros una propuesta de clásicos del cine que me supondrían tanto un reto como una satisfacción, si tuviese que adaptarlas a teatro.
«Las horas» (Stephen Daldry, 2002)
Siempre me han gustado las historias de vidas cruzadas y, en este caso, la adaptación que hace David Hare de la novela «The hours», escrita por Michael Cunningham es, sencillamente, maravillosa. El tratamiento del guión es toda una obra maestra por cómo se van desgranando las historias de tres mujeres que tratan de encontrar un sentido a su vida en tres momentos muy distintos del siglo XX. Además del guión, los temas que trata, como la creación literaria, la mujer en conflicto con la sociedad, la homosexualidad y el desarrollo de enfermedades mentales como la depresión, fruto de la inadecuación entre el ser humano y su entorno, son más que atrayentes y necesarios a ojos de un espectador teatral. Como es de suponer, la adaptación teatral supondría una versión en la que los distintos escenarios y tiempos pudieran convivir con fluidez en un mismo espacio, centrando las historias fundamentalmente en los tres personajes femeninos.
«Una historia verdadera» (David Lynch, 1999)
Esta película es un claro ejemplo de un tipo de historias que me fascinan: las que son sencillas y profundas. En un cuadro de personajes y situaciones realistas, Lynch, incluye un incidente “extraordinario”: la decisión de recorrer quinientos kilómetros a bordo de una máquina cortacéspedes. Esto consigue, directamente, sublimar la historia de apariencia sencilla que planteaba.
La superación del ser humano en situaciones cotidianas o la reflexión sobre el sentido de la familia, son clásicos que siempre pueden atraer al espectador porque son temas y luchas que vive a diario. Si adaptásemos esta película a teatro, la linealidad que da el viaje que recorre el protagonista podría requerir la figura de una especie de narrador que nos hiciera avanzar en los acontecimientos y que ejerciera de nexo de unión entre escena y público, trasladándolo kilómetro a kilómetro hasta el encuentro de ambos hermanos.
«Eva al desnudo» (Joseph L. Mankiewicz, 1950)
Adaptar «Eva al desnudo» a teatro tiene muchísimos alicientes. En primer lugar, la metateatralidad que encierra la película al plantearnos conflictos que podrían suceder dentro de la profesión y que bien podrían situarse dentro del espacio real de la escenificación. También están los dos personajes femeninos, que serían directamente dos joyas regaladas a las actrices que pudieran interpretarlos, por lo bien dibujados que están. Personalmente no me suelen gustar las historias que alimentan la endogamia del mundo de la interpretación, pero este clásico del cine está tan bien construido y plantea temas tan sugerentes, como la ambición desmesurada o la vanidad, que llegan a suplantar directamente una identidad, que va más allá de dicha endogamia y atrapan al espectador fuera de lo estrictamente teatral, pudiendo establecerse una analogía con cualquier otro trabajo o, simplemente, con la propia vida.
«Hedwig and the angry inch» (John Cameron Mitchell, 2001)
Si hay algo que me gusta tanto o más que el teatro, es la música. Por eso no puedo dejar pasar la oportunidad de mencionar una obra maestra del género de películas que versan sobre bandas de rock o vidas de músicos. El caso de «Hedwig and the angry inch» que, además de narrar las vicisitudes de una banda de rock que intenta abrirse camino en el mundo de la industria discográfica, trata otro tema que me interesa sobremanera: la transexualidad. Todo ello sin haber mencionado aún la espectacular banda sonora que, por supuesto, en escena sonaría en directo, con músicos que la interpretarían en vivo. Esta película originariamente era un musical y recientemente ha sido llevada a las tablas en Broadway con gran éxito. En mi caso, no sé si poseo las armas o el conocimiento suficientes para lanzarme a un proyecto musical de esta envergadura, pero desde luego que disfrutaría sobremanera en el intento. Otras películas del género que también me atraen por la posibilidad de contar con música en directo son «Bird» (Clint Eastwood, 1988), «Last days» (Gus Van Sant , 2005) o «Singles» (Cameron Crowe, 1992).
«La semilla del diablo» (Roman Polanski, 1968)
El buen cine de terror siempre me ha gustado por la facilidad que tiene de atrapar al espectador y mantenerlo en vilo durante noventa inquietantes minutos. Y siempre me he planteado que, si el cine de terror es uno de los géneros más taquilleros, por qué no intentar hacer “teatro de terror” (si así pudiéramos llamarlo) y empezar a generar un nuevo público que, aunque sólo fuera por lo novedoso de la experiencia, pudiera sentirse atraído a las tablas. Por no hablar de la franja adolescente de espectadores, a la cual deberíamos seducir porque ellos son los mayores consumidores del “miedo” en los cines y también porque son la esperanza de los creadores de teatro, nuestro público del mañana.
El clásico de Roman Polanski podría ser una buena opción para llevar a teatro, dado que el mítico Edificio Dakota en Nueva York es el principal protagonista y el elenco es más bien reducido. Creo que en la adaptación de un clásico de terror me inclinaría por la utilización de medios tecnológicos como proyecciones de video, juegos de luz y sombra, efectos de sonido acertados y todo elemento que pudiera jugar a favor de que el espectador viviera más intensamente que nunca el miedo y el suspense en su piel. Y ni que decir tiene que los propios actores que se prestaran a encarnar los personajes también vivirían esos sentimientos con más realidad que nunca.