Hay cosas que de tan sencillas asustan. La fórmula mágica de las artes escénicas es una de ellas. Es sencilla, sí, pero no fácil. Apunten: un buen texto, intérpretes que mutan en sus personajes, una dirección milimétrica e invisible a la vez, una puesta en escena que ayude a la narración y no despiste, … Cuando todo coincide, boom, los espectadores se callan en el primer minuto y aplauden con ganas al acabar. En Plagi (Teatre Micalet, hasta el 3 de marzo) ocurre.
A Rodolf Sirera le gusta escribir y jugar al mismo tiempo. Eso es el teatro. O debería serlo la mayoría de veces. En Plagi lo ejercita con músculo y mordacidad. Tramas y subtramas sólidas, destellos cómicos que ni siquiera cuando parecen caminar por los arrabales de la obra provocan la desconexión del público, raciones de ironía que parecen galletas con mensajes en su interior, ritmo y tensión que van in crescendo, dardos que hacen pleno en el centro de la diana, reflexiones sobre el proceso creativo que deberían proyectarse fuera de la función y giros que derriban lo que parecían callejones sin salida.
Rebeca y Edison Valls, al mando de la dirección, consiguen que nada de eso se pierda en el salto del papel al escenario. Incluso potencian, con acierto, algunas de esas virtudes. Deciden jugar y se agradece. Cuentan para ello con dos actores en gracia. Un inmenso Diego Braguinsky dando vida a un escritor que ha perdido la inspiración y Silvia Valero como la supuesta periodista que le visita, sin avisar, para entrevistarle. Hay más, antes y después de este encuentro, e incluso en paralelo, pero en el teatro y el juego lo mejor es experimentarlo cada cual. Vayan y disfruten.