Jorge Ballester falleció en 2014, pero su obra permanece más viva que nunca. Afortunadamente desde el punto de vista artístico, pero de manera preocupante desde el social y político. La exposición Jorge Ballester. Entre el Equipo Realidad y el silencio (Fundación Bancaja, hasta el 13 de octubre) es una estupenda manera de comprobarlo. Y de recordarlo.
La muestra recoge 93 obras, realizadas entre 1965 y 2013. Se inicia, pues, cuando junto a Joan Cardells cofundó el Equipo Realidad. Ambos coincidieron estudiando en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos de València, a la que Ballester ya llegó con un background inoculado que acabaría formando parte de su adn creativo. Hijo del escultor Antonio Ballester y sobrino de Josep Renau, sus estancias y viajes por México, Italia o Estados Unidos le colocan en una posición privilegiada (a una edad en la que todo el cuerpo es una esponja) sobre lo que estaba ocurriendo en el mundo del arte a nivel mundial.
La exposición está estructurada en nueve bloques que se antojan necesarios recorrer por orden cronológico para tener una visión global de Ballester: Equipo Realidad, Hazañas bélicas, Años de plomo, A vueltas con el cubismo, Ellos-yo, Jodasel, Pugilatos al margen, Hypnerotomaquia concupiscente y En compañía de la soledad.
En esos primeros cuadros ya se refleja lo que apunta Jaime Briguega en el magnífico catálogo editado: «En la obra del Equipo se consolida un lenguaje en el que convergen elementos procedentes del pop, el cómic y la Figuration Narrative. Un lenguaje que se erigía sobre el trabajo «en equipo», la renuncia a una poética personal y la voluntad de denuncia social y política». Tres rasgos que, en mayor o menos medida, le acompañarían a lo largo de sus sucesivas etapas, incluidas la silenciosa y en la que mostró estar harto del arte.
Las obras del Equipo Realidad también tenían un plus añadido que no habría que olvidar por los tiempos en que fueron realizadas: su valentía. Ese Entierro del estudiante Orgaz (1965-66) que, prácticamente, recibe al visitante a la muestra es el mejor ejemplo. También destacan por su modernidad perenne y por su lectura ideológica, llevada hasta sus últimas consecuencias gracias a la casualidad con ese cuadro inacabado, Recepción oficial (1976), en el que ya apenas participó Cardells y donde la figura no finalizada del rey Juan Carlos es toda una metáfora de lo que vino después y perdura en nuestros días.
Esos cimientos artísticos de Ballester están presentes en el resto de obra expuesta. En su afán de inventariar la Transición en tiempo real en Los años de plomo (con Enrique Carrazoni); en su relectura, tan personal como fascinante, del cubismo; en su reflexión sobre la identidad del artista con hipnotizantes retratos de Picabia, Max Beckmann o Apollinaire; en su dosis de crítica mordaz hacia Duchamp; en su fascinación por los rings con la presencia palpable de Arthur Cravan y el espíritu de Eduardo Arroyo flotando en el aire; en su Hypnerotomaquia concupiscente tan rica en lecturas; o en su recogimiento final al margen del mercado y el show rimbombante. De Ballester uno no se harta nunca.