Porteros, oda a un oficio en extinción

La figura del portero de fincas y sus modestas atalayas en lo alto de los edificios van quedando atrás, recordándonos cómo cambia la ciudad

La figura del portero siempre ha estado ahí, y a muchos nos ha acompañado desde bien pequeños. Llegados a este punto, y para desilusión de algunos, hablo del de fincas, del portero de fincas. Siempre en su garita, siempre esperando: a la vecina que llega y le cuesta subir la escalera; al vecino que viene cargadito de bolsas del mercado; y ahora también a los repartidores de grandes empresas y a los riders. Siempre con algo que leer cerca —si los periódicos en papel se mantienen aún en pie, en parte se debe a este sector laboral—, pero con los ojos incesantemente puestos en la puerta. Eso sí que es seguridad. Llevan años formando parte de la vida de muchas familias; tanto es así que hay niños que han crecido creyendo en ellos como quien cree en Papá Noel. Y, sin embargo, hoy es un oficio en extinción.

Por eso, las fincas que se levanten el día de mañana, esas que brotan del suelo y aparecen de la noche a la mañana en nuestros descampados, ya no tendrán viviendas de portero. Cortados por un patrón bastante similar, siempre han sido pisos modestos, la mayoría poco más grandes que un palomar, que colocados en lo más alto de cada finca han permitido asomarse desde el resguardo a las mejores vistas. A mi parecer, una gran pérdida, aunque para que acaben siendo alquilados a precio desorbitado (y, qué no) quizá sea mejor así.

Porteros, oda a un oficio en extinción

No es pena, pero pensar en ello genera la misma nostalgia que producen las cosas que sabes que pronto van a llegar a su fin. Estos pisos, aunque sencillos, llevan años coronando los edificios que hoy habitamos. Modestos, porque en la mayoría de los casos no se trata más que de unos cuantos metros cuadrados; pero desde sus ventanas son pocos quienes han podido contemplar el ajetreo de ahí abajo. Mirarlo desde las alturas con los mismos ojos que quienes vieron sus extensiones de arado desde el cielo por primera vez cuando apareció la fotografía aérea. Hoy son drones, pero en su día fueron globos aerostáticos y más tarde servicios de aviación los que permitieron allá por finales del 1800 y principios de 1900 ver la ciudad como nunca antes había sido vista. Nuevas visiones generan nuevas formas de comprensión, y asistir a lo cotidiano desde un punto de vista nuevo genera sensación de extrañeza. ¿Quién no ha buscado su casa en un mapa y se ha sorprendido de ver la calle en la que vive desde el aire?

Cortados por un patrón bastante similar, siempre han sido pisos modestos, la mayoría poco más grandes que un palomar, que colocados en lo más alto de cada finca han permitido asomarse desde el resguardo a las mejores vistas.

Asomarse a una de esas ventanas genera una (cabe decir, falsa) concesión de creer que estás viendo algo que nadie más ha visto. Y qué bien hace sentir esa exclusividad. Cuando desaparece lo apabullante del sonido del tráfico, la coreografía que crean semáforo/peatón/coche es incluso divertida: jamás pensaste que podrías llegar a ver así algo tan agobiante como un cruce. Alejarse tanto del suelo vuelve a uno incluso existencialista: ¿a dónde van todas esas personas con prisa? Es más, ¿qué es la prisa? Pensándolo bien, a fin de cuentas, sí que es pena. Saber que estas vistas van a quedar relegadas a modernos rooftops para un público que, a todas luces, no son los habitantes de la ciudad, encoge un poquito el alma; y asistir a su declive, un poco más.

Porteros, oda a un oficio en extinción

Porteros, oda a un oficio en extinción

Después de todo, hay que bajar al suelo. Estar de vuelta en la ciudad como si te hubieses ausentado por un tiempo —¿nadie lo ha notado?—. Salir a la calle y encontrarte en medio del galope que es la ciudad en estos días, volver a pisar baldosas sueltas, esquivar motos mal aparcadas. Cruzar la calle hacia la plaza de San Agustín y girar a la derecha con la certeza de quien posee una información que pocos más saben: que el hombre a caballo del Ave Fénix que corona la finca de la calle Xàtiva tiene un tremendo bullate, impasible ante el paso del tiempo. Quizá no tan indolente a la lluvia de barro, pero eso es otro tema. Hoy el señor Antonio, mi portero,  me ha vuelto a ayudar con las bolsas al volver de la compra, una manía la de no coger el carrito.