Tania Castro estudiaba Diseño Industrial cuando la fotografía entró en su vida. Abandonó lo primero y se entusiasmó con lo segundo. Es su profesión desde hace más de quince años. Trabajó en El País hasta que ese periódico se pegó un tiro en el pie con su triste ERE. Ella siguió disparando su cámara como freelance. Sus fotos captan fragmentos de realidad, provocando en el imaginario de los que las contemplamos la seguridad de estar viendo historias vivas, en movimiento. Es la directora del PhotOn Festival. Y así fueron sus inicios profesionales.
3 de febrero de 2001, calle Bello, València
Mi primera vez, o mis primeras veces, las recuerdo emocionada, nerviosa, agobiada, confusa, feliz. Casi tanto como cuando Verlanga escribe y te invita a contarlo. No sabes bien por dónde empezar y te muerdes las uñas y te bloqueas por que quieres dar lo mejor de ti y dudas. Dudar siempre me ha parecido bueno, te alerta, te cuestiona, te obliga a preguntarte las cosas dos veces.
Para ser sincera mi primera vez fue en un desfile de Francis Montesinos dentro de la cárcel de Picassent. Emocionante y chocante a la vez. Pero os voy a contar mi primera vez de verdad. Esa vez que sí lo recuerdas y sientes todo, esa que es inolvidable y hace una marca en tu vida imborrable.
Llevaba menos de un año en el periódico El País. Lydia Garrido, periodista de sucesos en ese momento, se había incorporado poco después que yo. Recuerdo el día que me contó el tema. “Me han contado que ocurre esto pero en el periódico no acaban de verlo. Lo he intentado una vez y me han dicho que no. Prueba a venderlo tú y si no nos vamos a hacerlo igual ¿qué te parece? “Me pareció claramente un sí.
El periódico finalmente nos “compró” el tema, pero, tras dos días de guardia en el balcón al que nos dieron acceso sin éxito, nos dijeron que lo dejáramos. Recuerdo a mi jefe de fotografía diciéndome “Tania, olvídate ya de ese tema“ y yo respondiendo «claro, está bien» pero sabiendo a ciencia cierta que al día siguiente volveríamos.
La mañana en la que finalmente hice esa foto comenzó como las otras. Charlando con la persona que nos dejó entrar en su casa, explicándonos que temía dejarnos utilizar su balcón. Que si después se enteraban de que había sido ella podría buscarse problemas pero que estaba harta de que sus nietos no vinieran a comer a su casa por que les daba miedo. Nos contó que ya lo habían intentado otros medios, otras televisiones y que incluso una de ellas había llamado a la policía para abandonar la finca. No sé si eso era verdad o no.
Aquel día nos asomábamos al balcón discretamente, como ya habíamos hecho antes, y parecía todo tranquilo. Quizás sería otra guardia sin resultado, pensábamos. Sin embargo, en un segundo, escuchamos “¡ahí está! ¿lo veis? Está cruzando la calle”. Quien cruzaba la calle era al que se conocía como “el ciego” e iba flanqueado por dos personas más que lo situaron rápidamente en una esquina de la calle Bello. No pasaron ni cinco minutos cuando la cola se había formado perfectamente. Todo estaba bien organizado. Veía en las esquinas a las personas que se encargaban de alertar si volvía la policía.
No tenía buen tiro. Sabía que sería mejor un punto de vista más alto. En un par de minutos consiguieron convencer a la persona que vivía arriba de que me dejará entrar en su casa. Hice la foto agachada, casi tumbada en aquel balcón. Creo que el brillo de mi objetivo alertó a algunos de los que hacían la cola que levantaron su mano para señalar el balcón. Las personas que nos habían autorizado a estar en sus casas se pusieron nerviosas y nosotras también nos sentimos algo nerviosas.
Recuerdo que llamamos a Patricio, un taxista de confianza que ya nos había acompañado en algún que otro tema peliagudo. Le dijimos que viniera hasta el portal, dejará la puerta de atrás abierta y nos esperará al volante. Nosotras saldríamos corriendo del portal a meternos en el taxi. Sí, algo peliculero, pero eso fue lo que ocurrió.
En aquella época disparaba aún con carrete. El carrete en blanco y negro podía revelarlo en el cuarto oscuro del periódico, el de color no. Así que yo me fui a revelar el carrete a un laboratorio y Lydia Garrido directa a la redacción.
Poco menos de media hora después me llamo incrédula, acongojada, cabreada. Había explicado lo que habíamos vivido y en el periódico no acababan de creerla. Le dijeron “ya será menos”. Nos daban un faldón ese día o un poco más el día siguiente, si acaso.
Recuerdo decirle que marchará a casa. Que no íbamos a publicar eso así y que yo iría al periódico en breve a enseñar las fotos. Llegué serena, sabiendo que cuando enseñará las fotos cambiarían radicalmente de opinión.
Y sí, cambiaron de opinión, pero para mi sorpresa no para ese día. Al día siguiente, nos dijeron, nos darían portada en el suplemento de Comunidad Valenciana. Esas fotos durmieron durante 24 horas en un cajón.
El día de su publicación fue un día emocionante. Me desperté escuchando a Iñaki Gabilondo (¡a Gabilondo!) hablando del trabajo que habíamos hecho. Al jefe de la redacción del periódico en València, Pep Torrent, alabando nuestra labor. Pero lo más emocionante de aquellos días ocurrió para mí 48 horas después de hacer la foto cuando vi a los vecinos de la calle Bello en el pleno del Ayuntamiento con mi foto impresa y señalándome, susurrando “es ella, la chica que hizo la foto”. Me abrazaban y me daban las gracias. Recuerdo decirles que solo hacía mi trabajo.
Muchas cosas pasaron después, pero de aquella primera vez se quedó en mí el sentimiento profundo de que sí, el fotoperiodismo es necesario, indispensable. Que no hay historias ni luchas pequeñas. Que una foto quizá no cambie el mundo, pero ayuda a concienciarlo. Por supuesto también que las interpretaciones de una imagen son sumamente amplias.
Los nietos de aquella persona volvieron a comer a su casa. La solución a aquella situación fue más presencia policial ahí, estrictamente ahí. Se detuvo al “ciego”.
Muchos años después se siguen pudiendo comprar drogas legales en muchas tiendas y habrá colas en otros sitios para comprar esa otras, también drogas, no legales.