Yo de mayor quiero ser como un hombre con el que me suelo cruzar por mi barrio. No lo digo por su aspecto físico (bigote, mata de pelo saludable para peinarse ya los 70, flaco, vestido con cierta clase viejuna y ojos achinados), sino porque siempre que me lo encuentro está saliendo de un bar. Lo curioso es que cada vez es uno distinto. Hace todas las comidas fuera de casa y va combinándolos. Desconozco si se adentra por calles más lejanas para seguir investigando a la mayor gloria de su dieta. Mi cabeza que no puede estar quieta ni un instante ya ha fabulado sobre su estado civil (viudo) y su situación laboral (jubilado con buena pensión).
Tampoco me importaría llevar el ritmo pausado de otra vecina. Está es más mayor y tiene dificultades para andar, pero aún así se hace ella misma la compra y pasea a su perro Pedro, al que yo me empeño en llamar Pedrito. La mujer es menos ambiciosa y se mueve entre cuatro bares, todos ellos con terraza. En invierno tira de café con leche y en verano de cerveza sin alcohol. A veces lee un libro de esos que suelen llevar los Testigos de Jehová, u otra asociación de esas, y lo subraya.
Me gusta esa querencia por los bares y eso que en mi actual calle no consigo estar cómodo en ninguno. Que si la tortilla tiene la patata cruda, que si el camarero es un plasta, que si el cruasán parece de goma elástica, que si he visto riñones más baratos en el mercado negro que una ración de boquerones con unas ridículas aceitunas, … Ayer descubrí que van a abrir uno nuevo y le han puesto Nostalgia de nombre. Cruzo los dedos.
Con mis dos ídolos en la cabeza me lanzo a la búsqueda de algún sitio en el que comer. Pienso en recomendaciones leídas a periodistas gastronómicos o blogueros especializados. Lugares comunes. Mismas opciones. Y me pregunto si no se habrán acomodado. Recomendar sitios con estrellas Michelín o con cocineros reputados puede llegar a resultar redundante. ¿No sería más interesante espigar por bares y restaurantes de barrio buscando aquellos donde el producto y la mano de obra son excelentes? ¿No es eso más estimulante? Ya de la cuestión económica ni hablamos.
Hace unas semanas pasé por la calle de los Leones (o dels Lleons) y me llamó la atención el bar Entrepà por un cartel, a la antigua usanza, en el que informaban que su especialidad eran los arroces. Entonces estaba cerrado. Me acerco elucubrando sobre cuál o cuáles habrán cocinado hoy. Mi gozo en un pozo. Cerrado. Cerca hay uno que promete especialidad en frituras, pero no tengo el cuerpo para tablaos flamencos y voy a lo seguro.
Los habituales de la zona del Cedro seguro que saben de lo que hablo cuando recomiendo La Xarxa. Pocos metros separan La Xarxa I y La Xarxa II (hay una Xarxa III más allá del parque de Ayora). No sé por qué mecanismo mental, prefiero La Xarxa II para cenar y la Xarxa I para comer. Así que mis pies me dirigen al 58 de Poeta Mas y Ros. Antes de entrar leo que hay arroz en el menú. Sonrisa en la cara.
Nunca he comido mal las veces que he venido. Relación calidad / precio magnífica. Casi todas las mesas están ocupadas. Hasta que llega una familia andaluza soy el más joven de los comensales. Son pocos minutos. Los empleo en comprobar que, como de costumbre, todo está pulcro, que la decoración marinera (unos remos, una barca como estantería, una red) y de fotos antiguas tiene un encanto como decadente y que en la televisión está sintonizado el informativo de Cuatro. Siempre me he preguntado quién puede verlo. Intento seguirlo, pero entre el exceso de sucesos y que su presentadora, Marta Fernández Vázquez, parece que esté, continuamente, riñendo al espectador (es una apreciación más formal que de contenido porque apenas puedo oírle), decido concentrarme en la conversación de la mesa más cercana. Llega entonces el camarero.
Pido un tercio y paella de pollo y conejo de primero. No sé si le hace justicia la foto, pero está muy buena. El arroz en su punto, la carne dorada y la verdura jugosa. La ración, además, es generosa. De segundo, redoble de tambor, huevos fritos con jamón y patatas. Otro acierto. El jamón una delicia, las patatas con la sal ideal y los huevos melosos. Llega el postre. Pido sandía porque he visto que se la han comido, con gusto, dos hombres. El camarero me oye mal y me pregunta si he dicho natillas. Fuerza mental y le digo que no, que sandía. Cuando está a punto de entrar en la barra, levanto el brazo y le grito “natillas”. Error. La galleta está algo dura y de sabor no me convencen. Y lo dice alguien que probó las que servían en el comedor de Canal 9 y no murió en el intento. Eso sí, bien alicatado debo de tener el estómago. No tomo café. 8’50€. Ventajas de ser turista en mi propia ciudad.