Una de las máximas más repetidas respecto al verano es que la gente lee más. Para defenderla, sus partidarios emplean una ecuación que hasta un ministro de cultura podría entender: más tiempo libre = más tiempo para leer. Lo cierto es que acomodarse en algún lugar, dejar mecerse por la brisa que tímidamente aparece durante estos meses y lanzarse de cabeza a las páginas de un buen libro es un placer irrechazable. Que no todo va a ser vagar por las calles de la ciudad. Aunque, no olviden, que es un placer aplicable y amoldable a cualquier otra estación del año. Y que incluso si salen, pueden llevárselo de paseo.
«Los niños se aburren los domingos» es la primera oportunidad que tenemos de leer en nuestro idioma a Jean Stafford (1915-1979). Un tanto más en el casillero de Sajalín Editores, que ya empieza a rebosar. Con una vida tan apasionante que parece de ficción, la escritora estadounidense publicó sus relatos en revistas como The New Yorker, Vogue o Harpar’s Bazaar. Trece de su fecunda producción son los que se recogen en este volumen. Su lectura es como una fiesta de la literatura, como una explosión que salpica de argumentos y personajes al lector militante.
Stafford no necesita efectismos baratos, ni tramas grandilocuentes, ni epatar gratuitamente con sus protagonistas. Le basta escribir bien, muy bien, y contar historias, algo que, hoy en día, parecen haber olvidado muchos que se consideran escritores. Sería un error calificar estos cuentos como hijos de su época, porque su vigencia (desgraciadamente en algunos casos) sigue siendo plena. Sí que es cierto que fueron escritos en unos años, mitad del siglo pasado, en el que el papel de la mujer empezaba a cambiar, tímidamente, en la sociedad, pero que nadie espere discursos manidos o arengas panfletarias. Las conclusiones las saca cada uno después de su lectura.
La estructura de los relatos parecen obra de una minuciosa mente, que no deja lugar para la improvisación. La frugalidad del formato provoca que los primeros párrafos de cada cuento desarrollen, con éxito, el objetivo de captar la atención del lector. Stafford parece divertirse jugando, en ocasiones con el mismo, y no duda en comenzar sus historias con lo que a la postre será una especie de intro de la narración verdadera. Como si de una hipnotizadora se tratara, despliega rápidamente los datos necesarios para que conozcamos el quién y el dónde, y una vez cautivado el público, encadena con un estilo sencillo y muy cuidado, la búsqueda del qué.
La escritora dota, conscientemente, de un halo de realidad a sus historias. Presenta a sus personajes con nombre y apellido, no escatima descripciones físicas o de la ropa que llevan puesta y especifica lugares, canciones, marcas o nombres de artistas. Y sobre todo con esos finales abiertos persigue transmitir la sensación de que nos hemos asomado a un instante concreto de la vida de estas gentes, que continuará después sin nuestra presencia El pleno es absoluto. Leer y proyectar visualmente aquello que nos está contando es todo uno. Incluso no habría que descartar que algunos de los relatos tuvieran su porcentaje autobiográfico. También gusta de aliñar sus historias con un sano sentido del humor, que troca en algunas (pocas) ocasiones en negro y que exprime, como sólo saben hacer los grandes, la exageración y el delirio hasta provocar que la risa venza al sentimiento de culpa. Y lanza dardos envenenados hacia determinado postureo encarnado en intelectuales y poetas.
En el libro hay momentos para paladear con gozo absoluto («El corazón sangrante», «Un día de montaña» «En el zoo»), alguno fallido ( «El castillo interior») y una lección magistral de lo que debe ser un cuento («La invasión de poetas»). No exagero si digo que todo el mundo debería escribir como Jean Stafford.