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Nunca he mantenido una relación cariñosa con el Metro de Valencia. Durante cinco años lo utilicé para desplazarme hasta Moncada, donde estudiaba periodismo. Dos viajes al día que se resumen en sueño por la mañana y hambre al mediodía. Pocos recuerdos personales más. Tal vez el concierto que dieron Belle & Sebastian (en el Palacio de Congresos) el día después del trágico 11M, con estaciones y vagones repletos de gente que acababa de asistir a la manifestación por los atentados. Y, por supuesto, aunque no en primera persona, el accidente del 3 de julio de 2006 y su posterior enmascaramiento por el Gobierno valenciano. Jamás he tenido una parada cerca, así que nunca lo he contemplado como una alternativa para desplazarme por Valencia. Esta vez, por lo tanto, más que nunca, lo de turista en mi propia ciudad es prácticamente literal.

Bajo las escaleras de Amistat – Casa de Salud. En las máquinas expendedoras de billetes la primera en la frente. O las primeras. Según la web de Metro Valencia, el billete sencillo para desplazarse por la zona A cuesta 1’50€. Meec, falso. Hay que pagar 2’50€ porque se me obliga a facturar el soporte del mismo cuando solo quiero hacer un viaje. Soporte que, por cierto, llevan estampados unos dibujitos que no sé si debo entender como publicidad pagada de la marca Socarrat. El visitante foráneo debe quedar encantado cuando lo descubra. No llevo suelto. Solo un billete de 20€. Meec. Ninguna de las máquinas los admite. En las taquillas no hay nadie. Nadie a quién preguntar. Nadie a quién reclamar. Nadie. Empiezo a pensar que se trata de una broma. Pero no.

Salgo a la calle buscando cambio. No me apetece ningún periódico, no me apetece tomarme nada en un bar. En realidad, no me apetece tener que gastar dinero por la incompetencia de alguien. Acabo entrando en un horno argentino. Me llevo una botella de agua, una empanadilla de atún a la que no doy más de tres mordiscos de lo mala que está y un copito, una minibomba de chocolate y dulce de leche, que me resetea en un segundo. Aún no he cogido ningún Metro y ya llevo casi cinco euros menos en el bolsillo. Vuelvo al subterráneo. Saco el billete. Busco un plano de las líneas. Meec. Estamos en Valencia. Imposible no pensar en Londres y cómo han sabido comercializar el diseño de Henry Beck. Mientras bajo las escaleras y sube un calor infame, me invade la misma sensación de tristeza que cuando entro en un hospital. Ninguna cabeza cuadrada ha pensado en las posibilidades que ofrece un recinto como una estación por la que pasan al día centenares de personas. Ya programan cosas puntuales cuando hay algo que celebrar. Humanizar la ciudad no va en su contrato laboral. Cuesta creer que nadie haya pensado en la interacción entre artistas y viajeros que se podría llevar a cabo. Mundo gris. El vending y el interfono acaban convirtiéndose en las principales atracciones.

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El interior del vagón (limpio, eso sí) es fiel reflejo de ese sentir antipático del Metro. Un tipo duerme. Otro parece que lo hace con los ojos abiertos. Un tercero masca chicle como si amasara cemento en la boca. Solo una pareja, que parece bajo los efectos de la exaltación amorosa de la noche anterior, rompe la monotonía. Cuando se sienta a mi lado un hombre que huele a herbolario, entiendo que ha llegado el momento de bajar. Es en Ángel Guimerá como podría haber sido en cualquier otro sitio.

Es una estación deprimente en la que impera un color crema tan anodino que asusta. Alguien justificará que se trata de lugares de paso, que no se puede pretender convertir cada rincón de la ciudad en una atracción artística. Sólo se me ocurre una pregunta, ¿por qué no? ¿Por qué no se pueden entregar sus paredes a los dibujos de Paco Roca, Irene Martí, Lirios Bou, Mar Hernández Malota, Agustín Esteso, Luis Demano, Cachete Jack, María Herreros, Abel Jiménez o Mik Baro? ¿Por qué no imaginar a Llum desgranando temas de películas, o a las pizpiretas voces de Octàmbuli adaptando las canciones que prefieran? ¿Por qué no disfrutar de un monólogo de Manu Górriz mientras se espera el siguiente tren? ¿Por qué no llenar esas estaciones de historia, de arquitectura, de esculturas, de fotografías que ayuden a conocer más la ciudad? ¿Por qué no convertir los momentos más banales del día en algo especial? Si esos son precisamente los que más reclaman, a gritos, una intervención que los saque de su insustancial existencia.

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Ángel Guimerá tiene una zona superior con la mini zona comercial más insípida del mundo. Tal vez, por eso, por la concordancia que lo rodea, a la gente no le llama la atención. Lo mismo ocurre con un chaval con chandal y sombrero que pasea por el anden. Me siento a esperar el siguiente convoy. Comparto banco con dos abuelitas y un anciano la mar de gracioso. Son expertos en transportes públicos. Se conocen todas las paradas. Concluyen que es mejor desplazarse en bus que en metro. Me dan ganas de unirme al quorum. Los pierdo de vista al entrar en el vagón, pero no los echo de menos. A mi lado, de pie, una chica con una bolsa de Herbalife parece dar miles de excusas por llegar tarde al trabajo. Enfrente un padre juega perezosamente con su hijo. Y, de repente, la frase. «David, yo sólo te he sido infiel». Silencio absoluto. Los rabillos de los ojos enfocan a una chica que habla por teléfono. Las antenas de los oídos se agudizan. El padre deja de jugar con su criatura y se cambia de banco. «Ayer me dijiste que me perdonabas y hoy me demuestras que es mentira. Eso sí que es engañar». Brutal. Esa chica llegará lejos.

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Con la sensación de que nada podrá superar esa conversación me apeo en Safranar. Ando sólo por el anden. No hay nadie. Llego a pensar que en cualquier momento aparecerá una de las bandas de The Warriors y me meterá una paliza. Antes de enfilar las escaleras me giro por precaución y diviso, con alivio, tres personas sentadas y una empleada de la limpieza. La salida a la calle es fea como ella sola. Una mezcla de aparcamiento de centro comercial con (sí, otra vez) pasillo de hospital. Afuera no mejora. Es lo más parecido a un parque temático de descampados que un ser humano pueda imaginar.

Ando hacia San Isidro. Camino por sus calles con esa sensación tantas veces experimentada de que en Valencia integrar a sus barrios y tejer una red colaborativa entre ellos está prohibido. Recuerdo que sólo llevo un copito en el estómago y busco un bar. El Flamingo me vale. Está en la intersección de una calle dedicada a un arquitecto (Segura de Lago) con otra a un periodista (Mariano de Cavia). Dentro unos cuantos parroquianos están pegados al televisor viendo el Mundial de Motos. Declino el bocadillo de carne de potro y opto por medio de tortilla de patatas con ajoaceite. Me lo como fuera, con una Coca Cola y ese invento del demonio de las olivas partidas. Por allí pasan dos autobuses (imagino que como gran logro urbanístico), el 72 y el 73. Prefiero viajar por la superficie. Es más barato, interesante, cómodo y estimulante. Mi romance con el Metro deberá esperar.