Tantas mentiras, de Paco Inclán (Jekyll & Jill) fue uno de los mejores libros del año pasado. Periodismo que contaba historias. Crónicas con las que viajar por todo el mundo y conocer situaciones y personajes inolvidables. Un soplo de aire fresco a una profesión tan necesitada de oxígeno. Ahora Inclán está de vuelta.
A principios de octubre llega a las librerías Incertidumbre, de nuevo bajo la estupenda edición de Jekyll & Jill, una tarjeta de embarque con la que acompañarle por diversos lugares de la geografía mundial.
Verlanga tiene el inmenso honor de adelantar, en un exclusiva, uno de los capítulos de ese libro. Pónganse cómodos que nos vamos a Formentera y Julio Verne se viene con nosotros.
RELECTURAS DE JULIO VERNE
Formentera
A veces me pasa, aunque no siempre (casi nunca): pongo la oreja en la conversación de la barra de un bar y escucho un diálogo que capta mi atención. Me encuentro en la cafetería del hostal de Formentera donde me alojo, en el pequeño pueblo de Sant Ferran de Ses Roques, en la carretera principal que recorre la isla de este a oeste y viceversa. He viajado hasta este escondrijo del Mediterráneo huyendo de las Fallas; hay marzos en los que uno no tiene los cojones para mascletaes. Me he traído el ordenador y algunas notas sueltas escritas en varias libretas con la intención de aprovechar la soledad de este lugar para tratar de ponerlas en orden. Hasta Semana Santa, el atestado paraíso veraniego que usted y yo podríamos imaginar cuando pensamos en Formentera aún está por montar: todavía no ha sido invadida por hordas de italianos, salvo algunos hostales y bares todo lo demás permanece cerrado, solo llega un ferry al día procedente de Ibiza y apenas hay rastro físico de las personas que residen durante todo el año en esta isla marcada por su «doble insularidad» —una isla a la que solo se accede en barco desde otra isla, de la que depende administrativamente—. Y el «doble aislamiento» que esta condición le acarrea.
Me estoy tomando un café con leche mientras hojeo las páginas de El diario de Ibiza. En una esquina de la barra, el camarero le cuenta al único cliente que está en el bar: «Ayer vi al Nanu con otros maricones merodear por los acantilados de La Mola, donde la estatua de Verne. Habrán venido a agujerearse el trasero, como el año pasado». Ambos se giran, me miran y se callan.
¿Estatua de Verne? ¿Maricones? ¿Agujerearse el trasero? Es una conexión de esas raras en la que, sin duda, merece la pena profundizar. Necesito saber. Paciencia: para la interlocución con desconocidos sostengo la teoría de que es más efectivo entablar conversación de manera individual; si son dos o más la desconfianza ante el extraño se refuerza. Así que espero leyendo el diario a que uno de los dos desaparezca. Me entretengo con la noticia de la presentación de un libro sobre la Guerra Civil en Formentera. A los diez minutos, el camarero sale a la terraza. Abordo al único cliente. Por empezar por la cuestión más sencilla, pregunto primero por la estatua.
—¿Hay una estatua de Julio Verne en Formentera?
—Sí, al final de la isla, cerca del faro de La Mola.
—¿Y por qué?
—Algunos dicen que estuvo aquí, otros que no estuvo, pero que se inspiró en Formentera para una de sus novelas.
—¿Para El faro del fin del mundo?
—Y yo qué sé, no he leído nada de él.
El cliente se bebe de un sorbo los restos del último quinto y se despide, me cuenta que tiene a su madre enferma. En la salida se cruza con el camarero, que le recomienda que se cuide el culo, por si las moscas. Nos quedamos solos. Le pido un cubata, luego otro, espero a que surtan efecto.
—¿Y quiénes son esos que se citan donde la estatua de Verne? —le pregunto.
—¿Cómo? —se hace el despistado.
(Silencio, al rato decide contestarme mientras seca unos vasos.)
—Dicen que son maricones… Bueno, lo son. Hay uno que es de aquí, aunque vive fuera desde hace años…
—¿Homosexuales?
—Eso, maricones… El año pasado ya vinieron por estas fechas, se reúnen donde la estatua, no-sé-qué de unas jornadas, pero es la excusa. He oído que lo llaman «cruitin» o «cruijin» o algo así… Vamos, que se crujen —dice acompañándose de una risotada que no secundo.
—Cruising —le corrijo.
—Yo de eso no entiendo. Hay varias zonas de esas en la isla, en verano se buscan entre ellos.
¿Julio Verne? ¿Cruising? Pago y me marcho. Tengo que ahondar en esto.
Había conocido el tema del cruising a través de una entrevista que David [Barberá] y yo le hicimos a Pepe Miralles, artista y profesor de Bellas Artes, sobre su proyecto Geografías del morbo para el número 6 de la revista Bostezo. El cruising hace referencia a las prácticas sexuales furtivas entre homosexuales en lugares públicos, como fábricas abandonadas, baños de centros comerciales y estaciones de tren —los baños de Atocha son una zona cruising muy concurrida—, pinadas, zonas de matorrales, dunas en la parte trasera de las playas o aparcamientos. «Si el espacio público ha sido y sigue siendo heterosexual en todas sus expresiones, dimensiones y dispositivos, nuestra subcultura gay ha tenido que homosexualizar enclaves robados a la heteronormatividad, transformándolos en un territorio temporalmente propio, en un espacio de disidencia solamente percibido y usado por un grupo de iniciados», apunta Miralles, que desde hace años está realizando un mapeo de estas zonas de encuentro sexual —Enclaves de Cruising (EdC) los llama— en el Estado español, documentándolo con fotografías de espacios y testimonios de participantes. Para entrevistarlo busqué información sobre el tema: husmeé en algunas webs, leí los textos de su Geografías del morbo, también el libro En tu árbol o en el mío, de José Antonio Langarita, una interesante aproximación a la práctica del sexo anónimo entre hombres desde el campo de la antropología; sorprendentemente, se puede citar a Foucault, Deleuze y Malinowski para reflexionar sobre el acto de quedar a follar a escondidas en unas dunas. Pensé varias veces en la posibilidad de visitar los aparcamientos de la playa de Pinedo, a las afueras de Valencia, que Miralles señala en su trabajo de campo como una zona cruising muy animada. Pero un exceso de pudor me lo impidió. No era el momento. Siempre habrá un momento.
He regresado a mi habitación para conectarme a Internet. Busco información en Google sobre Julio Verne en páginas de cruising. En un primer rastreo, no encuentro nada. Centro la navegación digital en zonas de las islas Baleares, tratando de hallar alguna información específica al respecto. En la web cruisingmallorca.com encuentro una sección dedicada a Formentera en la que hombres que están de paso por la isla buscan citas para practicar sexo en espacios abiertos, especialmente en la playa del Levante, el lugar donde se da el mayor número de encuentros. Me leo los ciento once comentarios, atestados de erratas. No parecen muy preocupados por Julio Verne.
Alguien morboso por la playa de mitgorn? Estoy muy caliente. A punto de reventar el bañador.
Qué tal yo con ganas de comer pollón.
Hola! Alguien por la playa del mitgorn hoy yo pollon y muy caliente.
Hola. Soy hetero pero me gustaria comerme un rabo el llevant, en Formentera. Hay alguien cerca? Es mi primera vez. Va asi eso?
Mandame correo y hablamos.
Hola. Soy hetero y quiero comerme un rabo. Solo uno, que es mi primera vez. En zona de Levante de Formentera.
Joer con los heteros no veas como les gusta q le coma el rabo un tio, y despues los demas son los gays Jajajaja.
Hola, yo de paso por Formentera. Versatil y morboso con ganas de sexo. Discreto, 45a, 180, 80 kg. Me desplazo. ¿Alguien se apunta?
me apunto… yo llego el domingo… 40a 175,68k guapeton y morbosete.
A primera vista, no hallo ninguna información que relacione Julio Verne con el cruising que me sirva para contrastar con la obtenida en el bar. Navego sin rumbo por foros sobre el escritor francés en los que se discute sobre si visitó o no Formentera, cuya doble insularidad —doble aislamiento— la hace propicia a todo tipo de bulos, chascarrillos y leyendas; se rumorea también, aunque sin pruebas fehacientes, que Bob Dylan residió varios meses en la isla a finales de los sesenta. El vínculo de Verne con las islas Baleares es prolífico (1). A pesar de que la mayoría de investigadores reconocen que no las visitó nunca, sí que presuponen que se basó en ellas para algunas de sus novelas. Se dice que el escritor viajó mucho menos de lo que nos deja entrever el grueso de su obra: al parecer se valía de mapas de cartógrafos coetáneos y referencias bibliográficas de otros autores. Algunos de sus numerosos biógrafos lo consideran un «aventurero de biblioteca». En el caso de Formentera, Verne pudo emplear las precisas descripciones que sobre la isla realizó François Arago, astrónomo francés catalanohablante nacido en el Roselló, que viajó a Ibiza y Formentera en el año 1807 para trazar la prolongación del extremo sur del meridiano de París, instalando para ello una estación geodésica en el llano de La Mola. Y, al parecer, para recrear la isla de Mallorca, Verne se documentó en Die Balearen, la magna obra de siete volúmenes que su amigo el archiduque Luis Salvador de Austria —Pocholo decimonónico, bisexual de vida exagerada, considerado pionero del turismo— escribió sobre las Baleares. En Palma de Mallorca hay una ruta turística que recorre los lugares que transitaron los personajes de Los viajes de Clovis Dardentor, obra menor de Verne que transcurre en la capital insular e incluso hay una firma suya, fechada en 1877 y seguramente apócrifa, estampada en el libro de visitas de las cuevas de aguas subterráneas de Artà, al norte de la isla. Otras investigaciones apuntan a que el autor francés se inspiró en Menorca para sus Veinte mil leguas de viaje submarino y que El faro del fin del mundo representa el de La Mola en Formentera, construido en 1861. Nada de esto pudiera ser cierto.
Afortunadamente, no todo está en Google. A media tarde, cojo el autobús de línea que recorre de punta a punta la isla para dirigirme con curiosidad morbosa al supuesto enclave de cruising. Me hubiese gustado hacerme con una una bici o motocicleta, pero los locales de alquiler permanecen cerrados en estos estertores invernales. En el bus solo viajamos el chófer, una mujer magrebí y yo. El trayecto finaliza en el pueblo de Pilar de la Mola, a un kilómetro de la zona del faro. Camino. Cuando llego descubro un paisaje ideal para suicidarse: soledad, viento, naturaleza, buenas vistas. Me encuentro en la parte más alta de la isla, apenas elevada ciento cincuenta metros sobre el nivel del mar, rematada por unos acantilados. Un único vehículo en la zona de aparcamiento. El faro tiene la peculiaridad de ser el más cercano a las costas africanas desde las europeas, he leído en algún lado. A un costado se halla una estatua que intuyo es la de Verne, un busto de medio cuerpo colocado sobre un monolito de unos dos metros y medio.
En este momento, hay tres hombres rodeándola con pinta de estar haciendo tiempo. Dos están fumando. No me atrevo a acercarme, así que deambulo por la zona, camino hacia el acantilado, me encuentro una moneda de veinte céntimos. Aunque procuro no mirarlos, percibo que ellos me están observando. Me inquietan.
—¿Vienes por lo del foro? —me grita uno, a una distancia prudente entre desconocidos.
—No sé, vine a ver el faro. ¿Qué foro?
—¿Estás inscrito? ¿Cuál es tu pseudónimo? —me pregunta, acercándose.
—¿Cómo? ¿Mi pseudónimo? No entiendo.
—Ah, no, entonces nada.
A los cinco minutos llega otro vehículo del que se apean otros cuatro hombres que también se acercan a la estatua. Se saludan entre ellos con mucha efusividad, como si hiciese tiempo que no se hubieran visto: besos en las mejillas, algún pico en los labios. Hay roce, abrazos, intimidad. Cada uno trae consigo una mochila. Los observo desde lejos. Apunto algunas notas sin sentido en mi libreta, por disimular. Se sientan en las sillas de la terraza del único bar de la zona del faro, que también está cerrado. Desde aquí no los oigo.
A los cinco minutos, se me acerca de nuevo el mismo hombre que antes me había preguntado.
—Vols integrar-te?
—Bueno…, pero no sé de qué va lo vuestro…
—Es un foro sobre homosexualidad en la vida y obra de Julio Verne.
—¿Cómo?
—Ven y te presento.
El grupo me recibe de manera cordial, cercana, como si ya los conociera. Son siete hombres, de todas las edades, entre veinte y sesenta años. El que me ha invitado a acercarme se comporta como si ejerciese alguna autoridad en el grupo. Doy una vuelta al círculo para saludarlos a todos, uno a uno y con dos besos. Se presentan con nombres que se antojan falsos: Ben Zuf, Palmirano, Artigas, Isaac, Procopio y Nina, que es como conocen al que tiene más «pluma». Al que me ha propuesto integrarme en el grupo lo llaman Héctor. Se comunican en catalán y castellano, aunque es este el idioma que emplean como vehicular entre ellos. Como no quedan sillas me siento sobre un tronco cortado que hay en la terraza. Digo que me llamo Paco y todos ríen, les hago gracia. Me explican que cada participante del foro ha adoptado como pseudónimo el nombre de un personaje de Héctor Servadac, la novela en la que, me cuentan, Julio Verne hace referencia a Formentera. «Ahora te buscamos uno, quedaba alguno libre, ¿no?». Procopio me presta un ejemplar de la novela, publicado por Porrúa en 1984. «No la conocía», le digo. «Pues deberías, hojéala», me dice. Leo la contraportada: en Héctor Servadac, novela publicada originalmente en 1877 por entregas en el Magazine de ilustración y recreo, un trozo del Mediterráneo se separa del globo terráqueo tras el choque de un cometa y es propulsado al espacio interestelar, por el que sus protagonistas viajan a bordo de un barco sin rumbo definido. Entre el territorio desprendido se encuentra Formentera.
Me llamarán Pablo, uno de los personajes de la novela que todavía no habían asignado.
—Y què fas per ací? —me pregunta Héctor que, como imaginé, ejerce el rol de líder.
—Bueno, despejarme. Leo, escribo. Descanso.
—¿No serás periodista? —se interesa el que se hace llamar Artigas.
—No… —titubeo— Bueno, estudié periodismo, pero nunca lo ejercí. ¿Por qué lo dices?
—Como te he visto antes escribir en una libreta…
No suelo presentarme nunca como periodista en estos casos, pienso que es una etiqueta que podría dificultarme la integración en ambientes ajenos. Pero no estaba preparado para que me abordaran con una pregunta tan directa. Se miran entre ellos, alguno manifiesta cierta incomodidad por mi presencia. Héctor interviene.
—Nada de fotos ni vídeos, ¿puede ser?
—No, no, solo traje libreta y bolígrafo. No uso cámaras.
—Mejor. ¿Qué os parece, chicos? ¿Le dejamos que se quede?
Todos aceptan con mayor o menor entusiasmo. «Así somos pares, aunque este parece hetero», comenta Nina y me guiña un ojo. Todos ríen de nuevo.
El foro prosigue, conmigo ya integrado. Héctor presenta las dos charlas que tendrán lugar durante la tarde. Artigas se centrará en aspectos biográficos de Verne en los que se puede entrever su condición homosexual y Palmirano en la construcción de la identidad sexual de los personajes de sus novelas. Durante una hora escucho —y anoto— indicios que nos acercan al universo gay de Julio Verne, un asunto del que no había oído hablar antes. Para mí, sus obras representaban hasta ahora mis primeras lecturas adolescentes, aventuras, viajes, epopeyas, solo eso; nunca me habría imaginado una relación homoerótica entre Willy Fog y Rigodón o que el centro de la tierra pudiera ser una metáfora de un «cuarto oscuro» en la mente calenturienta del autor. Artigas cita a varios investigadores que han argumentado con pruebas la homosexualidad del escritor francés. «Aunque se casó con una joven viuda, Verne mostró en sus textos una aversión al matrimonio y también a las mujeres, lo que le ha valido ser considerado como misógino por alguno de sus numerosos biógrafos», apunta Artigas, que menciona una posible relación sentimental con su editor, Pierre-Jules Hetzel, con el que mantuvo una intensa correspondencia epistolar con algunas líneas subidas de tono: «Voilà longtemps que nous n’avons frotté nos épidermes l’un contre l’autre et ça me démange…»(2), le escribe el autor. Se cuenta que Verne organizaba bailes en París —llamados Onze sense femmes— en los que solo participaban hombres que se travestían con atuendos femeninos; al parecer, Alejandro Dumas habría participado en alguno. Artigas insinúa que el autor de La vuelta al mundo en ochenta días mantuvo relaciones con el compositor de óperas Aristide Hignard, con el que compartió largas travesías marítimas a bordo de su barco. Menciona también fuentes que refrendan la tesis de un Verne homosexual «que no salió del clóset», como las biografías de Herbert Lottman —publicada en castellano en 1998 por Anagrama—, Marcel Moré y Marc Soriano, con Les cas Verne, del que nos muestra un ejemplar de su primera edición en francés. Incluso se sospecha, aunque Artigas tiene sus dudas, que pudiera haber mantenido una relación incestuosa con uno de sus sobrinos, Gaston, que cuando tenía veinticinco años disparó a su tío en una pierna, suceso por el que Verne quedó cojo y Gaston, internado en un manicomio.
La charla de Palmirano se centra más en los personajes de sus novelas, en su mayoría masculinos. Nos presenta una estadística que él mismo ha realizado: de los novecientos noventa personajes que ha encontrado en sus obras, novecientos dos son hombres y ochenta y ocho mujeres. Pequeñas comunidades de hombres embarcados en un sinfín de aventuras. Verne es considerado padre de la ciencia ficción, sus novelas anticiparon muchos avances científicos y tecnológicos posteriores en viajes por mar, tierra, aire, estratosfera, subsuelo. Palmirano cita algunos pasajes de Héctor Servadac en los que, en su opinión, se percibe una tensión homoerótica entre los personajes: sostiene que el protagonista —Héctor— y su ayudante Ben Zuf mantienen una relación sentimental durante toda la novela, cita una escena (pág. 22) en la que se insinúa que comparten lecho. Y un diálogo (pág. 30) donde ambos muestran sus pretensiones de «ensartar» a un tercer personaje, también masculino. Todos reímos de nuevo, menos Palmirano, que asegura estar hablando en serio. Luego menciona la novela Los náufragos del Jonathan, que enmarca dentro del género anarco-homosexual, «una disimulada orgía en la utópica isla Hoste entre un usurero, dos chicos huérfanos y un violinista alcohólico», resume la trama. Para finalizar su intervención, extrae unos folios de su mochila y nos los reparte. Es un documento que afirma haber fotocopiado en el ayuntamiento donde trabaja como técnico de medio ambiente —el dato es significativo, pues es de los pocos trazos biográficos que recabaré de estos hombres, que parecen querer mantener sus identidades en secreto—. «No sé si leéis bien en inglés, pero este texto es muy esclarecedor», nos asegura. Se trata de un artículo de treinta páginas titulado «Around the World in Eighty Gays: Retranslating Jules Verne from a Queer Perspective» (3) en el que, nos explica Palmirano, se hace un repaso de diferentes reinterpretaciones de la obra de Verne desde una perspectiva queer y lgbt. No me acabo de creer que esto esté ocurriendo. Al menos, no vine para esto a Formentera. Aun así, trato de aparentar normalidad, ser uno más entre ellos, para poder seguir profundizando.
Cae la tarde cuando finaliza la segunda ponencia. Aplausos, algún bostezo, se asoma la luna, casi llena, con un aura extraña rodeándola.
—Pablo, ¿puedes dejarnos un momento a solas? Tengo algo que comentar al resto del grupo —me pide Héctor.
—Sí, claro —digo y me aparto. Me dirijo hacia el faro de La Mola, a unos quinientos metros de distancia de la terraza donde nos encontramos.
Héctor se me acerca a los cinco minutos. «Te cuento, vamos a bajar a la cala en la que presuponemos que Verne atracó con su barco. Nos gustaría darnos un baño, disfrutar de la noche, compartir el momento, ¿entiendes? Los chicos no tienen inconveniente en que bajes con nosotros, pero me insisten en que nada de grabaciones. A mí me daría igual que lo difundieras, casi mejor, pero hablo por ellos».
«Tranquilo, no llevo cámaras ni nada de eso. Hasta me dejé el móvil en el hostal. Podéis registrarme. Solo libreta y bolígrafo».
«Libreta y bolígrafo no hay problema», reitera.
Resulta significativo que la escritura les cause menos incomodidad que una cámara de fotos o de vídeo. Como si fuese considerada inofensiva frente a la capacidad exhibicionista y delatora de la imagen. Por mí mejor, claro.
Nos alejamos unos ochocientos metros del faro para iniciar el descenso a la cala Codolar, que así se llama. La primera parte es un sendero agradable, plano. El ambiente es distendido, algunos comentan aspectos tratados en las ponencias, otros hablan del hostal donde se alojan, que consideran óptimo. Aprovecho para tratar de sonsacarle alguna información a Héctor, un tipo de unos cincuenta y pocos que transmite una energía jovial, alegre, vitalista. Ejerce su rol de líder con naturalidad. Nos retrasamos unos metros respecto al grupo. Me cuenta que no establecieron contacto entre ellos a través de páginas de cruising, sino en un foro sobre Julio Verne del que recientemente fueron expulsados. «Nos acusaron de profanar su memoria por estar investigando sobre su homosexualidad», afirma. Desde entonces, los miembros del grupo se comunican por Skype, al considerarlo más privado que otros canales de la Red. Héctor me cuenta que las dos ponencias de hoy también han sido rechazadas en varios congresos sobre el escritor francés. Y que él mismo está escribiendo un ensayo titulado Verne en el armario para denunciar estos hechos. «La comunidad verniana es mayoritariamente homófoba, no quieren que se investigue sobre estos temas», se queja. Héctor insinúa que el propio Verne pudo haber frecuentado espacios decimonónicos de cruising. «En Historia de la sexualidad, Foucault afirma que a partir del siglo XVII era práctica común entre homosexuales quedar furtivamente en lugares públicos de París, como el jardín de Luxemburgo, Saint-Germain-des-Prés o el Palais-Royal», me apunta erudito.
Esta es la primera vez que se citan fuera del mundo virtual, lo que —según Héctor— ha facilitado mi aceptación en el grupo, que todavía se está formando. Me cuenta que el año pasado organizó un encuentro con otra gente, pero que no llegó a cuajar. «¿Tú eres el Nanu?», le pregunto. «¿Y tú cómo lo sabes? Aquí soy Héctor», me dice sorprendido. «Escuché que hablaban de ti en un bar esta mañana, por eso estoy aquí», le explico. Me confiesa que sí, que es el Nanu de Formentera, de donde tuvo que escapar hace unos años para poder destapar su condición sexual. «Esta isla vende una imagen liberal y desenfadada de cara a los forasteros, pero los autóctonos vivimos en un régimen moral retrógrado y si eres marica todavía más», sentencia.
El terreno se va complicando, nos hemos acabado distanciando del grupo. A lo lejos se ve el rastro luminoso de unas linternas. Héctor enciende la suya, aunque el resplandor de la luna también nos ilumina. Comenzamos el descenso del acantilado a través de un terreno escarpado, bastante rocoso, por el que se accede a una senda invadida por matorrales —los típicos en parajes mediterráneos— que nos dirige a una ladera pedregosa que a su vez desemboca en un pequeño espacio arenoso, casi una playa, alargada y estrecha. Varios letreros durante el trayecto nos advierten de la peligrosidad de la bajada. Uno de ellos informa de que el hospital más cercano está en la isla vecina de Ibiza: otra vez la jodida doble insularidad. «Tenga cuidado», nos advierte un cartel escrito a mano. Varias veces maldigo haber venido en sandalias.
Tras quince minutos de descenso, arribamos a la cala Codolar, una de las más recónditas de la isla, quizás la que más. La estructura turística no ha llegado hasta aquí: no hay rastro alguno de hoteles, chiringuitos, yates o hamacas. El lugar es paradisiaco por abandonado. A la izquierda de la playa, se divisa una cueva, a la que solo se puede acceder a nado. «En esa cala es donde algunos investigadores ubican el lugar en el que desembarcó Verne en Formentera», me repite Héctor. El grupo ha extendido sus toallas en la zona arenosa, tan diminuta que algunas se montan entre ellas. Nos encontramos en lo que Miralles llama recibidor en Geografías del morbo, el lugar del cruising donde se establecerán los contactos previos al encuentro sexual, para el que se buscarán zonas más reservadas. Todos se quitan sus ropas, yo me hago el renuente, pero pasados diez minutos también me animo para no ser el bicho raro. Los cuerpos afeitados de varios de ellos contrastan con la frondosa vellosidad del mío. No puedo evitar fijarme en sus penes, de diferentes tamaños, algunos ya en un estado de evidente pre-erección, excitados. Las voces callan y resuena el silencio, acompañado del reincidente golpeteo de las olas contra el acantilado. Solo habla Nina para ofrecerse a dar un masaje, a lo que Palmirano accede. Se genera un ambiente íntimo, comienzan a mirarse entre ellos, se regalan risitas, algunos guiños. La comunicación oral desaparece para compartir códigos corporales cuyo significado ignoro, lo que Miralles en su Geografías del morbo llama glosa corporal: cuando las palabras enmudecen, verbalizan los cuerpos. El grupo se va dispersando en parejas; Procopio y Artigas deciden darse un baño, Héctor y Ben Zuf caminarán sobre las rocas a la búsqueda de un espacio más reservado. Nina y Palmirano ya desaparecieron del «recibidor». Permanezco sentado en la arena —no traje ni toalla— mirando absorto al infinito, fumando en pelotas un cigarro, tratando de disimular la vergüenza que siento; no puedo evitarlo. Tengo frío. Se escuchan algunas risitas, no muy lejos. «Nois, açò és flipant, açò és flipant», grita a lo lejos Procopio que ha ido a nado con Artigas a una cueva cercana a esta cala en la que, supuestamente, desembarcó Verne en Formentera; una historia, real o inventada, que a estos hombres les funciona como coartada para quedar a follar clandestinamente entre ellos.
Todos han desaparecido, menos Isaac, el más discreto del grupo, que permanece a mi lado. Tiene mi edad, treinta y algo. Atractivo. Puedo sentir nuestras miradas clavadas en el mismo punto del horizonte. En días despejados se pueden divisar las costas argelinas desde este lado de la isla.
—¿Esperabas encontrarte con este ambiente? —me pregunta.
—Sinceramente, no.
—¿Y qué te parece?
—Fabuloso. ¿Y a ti?
—Me vienen muy bien estos días. Estoy casado, tengo dos hijos. Aquí la mayoría decimos en casa que venimos a unas jornadas sobre Julio Verne. Al principio hablábamos de su obra pero poco a poco las conversaciones fueron subiendo de tono, salimos del «cyberarmario» para confesarnos que lo que buscábamos era otra cosa. Mi mujer no comprende mi repentina fascinación por Verne y con motivo. En realidad solo me leí un par de libros para poder participar en el foro. ¿Escribirás sobre nosotros?
—No sé si me saldrá algo, también será difícil que alguien me crea esto. En todo caso, os guardaría en el anonimato, prefiero no saber quiénes sois.
—¿Sabes? Nos has inspirado confianza, lo hemos comentado antes, pareces un osito. Si fuera más valiente te diría que lo mejor sería que esto se conociera. Héctor comenta siempre por el chat que hay que visibilizar los espacios de cruising y sus usos, hacerlos públicos. Pero la mayoría de nosotros todavía lo llevamos en secreto. ¿Sabes de qué va el cruising?
—Sí, sí, he leído sobre el tema, aunque nunca había estado en uno.
—Bueno, esto es un cruising peculiar, porque había un pacto previo para encontrarnos. Normalmente no funcionan así.
—Ya. ¿Conoces el proyecto Geografías del morbo?
—No, no lo conozco. ¿De qué va?
—Va de esto.
«Callaos ya, joder, aquí no se viene a hablar», se escucha una voz procedente de unos matorrales cercanos. Es la de Héctor, el Nanu.
Permanecemos varios minutos en silencio, todo está en calma, la vida podría acabarse aquí y ahora. Isaac ha conseguido que me olvide de que estamos conversando desnudos frente al mar. Aparentamos normalidad. Sigo mirando al infinito a la vez que siento como sus ojos se han clavado en mis genitales. «¿Te apetece que hagamos algo?», me cuchichea Isaac desde el fondo de su animalidad. Cuando me volteo hacia él para responderle, los movimientos ondulantes de su lengua rebosan lascivia: la dichosa glosa corporal. La situación me desborda por repentina; sinceramente, no me la esperaba. Noto como la arena de la playa se me va introduciendo por el ojete. Observo la luna, baja la marea, la playa se estira, escucho unos jadeos, ya es noche cerrada en Formentera. Y tengo a mi lado a un tipo encuerado esperando que mi glosa le responda. Foucault, dime, ¿qué coño hago ahora?
NOTAS
(1) La Sociedad Hispánica Jules Verne, la entidad más importante en habla hispana dedicada a investigaciones sobre el autor, tiene su sede en Palma de Mallorca.
(2)«Hace mucho tiempo que no frotamos nuestras epidermis uno contra el otro y ya tengo ganas».
(3) «Sobre la vuelta al mundo en ochenta gays: retraduciendo a Julio Verne desde una perspectiva queer». Artículo firmado por Kieran O’Driscoll (Universidad de Dublín) que analiza La vuelta al mundo en ochenta días en la versión en inglés traducida por William Butcher que, a través de reinterpretaciones y giros lingüísticos, evidencia en su traducción una fuerte carga sexual entre los personajes masculinos de la novela.