Si hacemos caso a la mayoría de estudios, reseñas, artículos o simples menciones en torno al cuento como género literario, da la sensación de que estamos ante un muchacho escuálido, lleno de acné, azurumbado y de futuro incierto. Siempre pende sobre él la necesidad de justificarlo y de intentar demostrar que es tan válido y complicado de escribir como una novela. A renglón seguido se citan unos cuantos cuentistas de prestigio y se cierra este círculo indicando que no siempre es el paso previo a la publicación de una historia larga. Como colofón se acaba argumentando que nunca el cuento ha estado tan vivo y con tan buen estado de salud. Ante esta colección de tópicos, mi recomendación es más básica: dejen en paz al cuento y disfrútenlo o huyan de él con la misma pasión que lo hacen de cualquier otra manifestación artística.
Ahora, gracias a la Editorial Candaya hay una nueva oportunidad para ello. Se trata del libro Emergencias, en el que se recogen doce cuentos de escritores iberoaméricanos que pasaron alguna vez por el Master en Creación Literaria del IDEC. Como ocurre con cualquier tapeo variado, para gustos colores. Es lo que tienen estos libros, uno picotea en ellos y se lleva a su libreta de favoritos los que más le han interesado. En mi caso, fueron cinco los apuntados.
Mónica Ojeda es ecuatoriana, pero reside en Madrid. Su cuento Duboc, el director de escritores, puede que tenga algo de biográfico o no. No importa. Es tal la pericia narrativa que al tercer párrafo uno se entrega a su lectura como si no tuviera nada más importante que hacer. Unas leves pinceladas (las que permite el género) bastan para establecer una galería pequeña, pero absorbente, de personajes. Cierto es que la literatura dentro de la literatura es un vicio para mí. Pero podría estar hablando de carniceros, pintores de brocha gorda o profesores de spinning, que la adherencia a las páginas sería la misma.
Ramón Bueno Tizón nació en Lima y estudió derecho y Ciencias Políticas. En el año 2006 publicó un libro de cuentos. En Emergencias, su aportación es la que por temática, estilo y referencias resulta más moderna. Maria Ozawa (busquen ustedes en google), que así se llama el relato, hubiera hecho las delicias del primer Wong Kar-wai por esos protagonistas, la atmósfera que los envuelve, la historia, el tono y la cadencia. Pero al mismo tiempo ese aire introspectivo que le recorre estaría muy cercano del universo del uruguayo Federico Veiroj.
Carlos Gamez es catalán. Con Artefactos ganó el IX Premio Café Mon y vio como su libro lo publicaba la Editorial Sloper. De ese volumen, precisamente, está extraída su colaboración en Emergencias. Un cuento en el que se entremezclan drogas, neurochips, ciencia ficción, los Rolling Stones y relaciones a golpe de física cuántica. Una prosa arrolladora hace el resto. Un punto (más) a favor es que el relato funcione tanto independientemente como integrado en la novela a la que pertenece.
Tomás Sánchez Bellochio es argentino y actualmente vive en Barcelona. Con su cuento se acaban los adjetivos: fascinante, imaginativo, divertido,… una historia escrita maravillosamente bien y que avanza a golpe de sorpresa, pero nada forzado, todo lo contrario, muy bien enhebrado. Un punto de partida sencillo (la ausencia durante unos días, sin avisar, de la empleada de hogar de la madre del protagonista) da pie a un relato sorprendente en el que su brillante resolución es una parte más del mismo. Sánchez Bellochio da la sensación de haber pulido varias veces su historia hasta haber conseguido, después de esquivar con habilidad el perderse en absurdas descripciones o inapetentes subhistorias, la perfección narrativa.
Yannik García nació en Amposta (Tarragona) y es de todos los participantes en el libro el que parece poseer un curriculum creativo mayor. El año pasado editó, en catalán, Barbamecs, un libro de cuentos, al que pertenece su granito, Ahí estaré, en Emergencias. De nuevo, una historia de aires costumbristas acaba convirtiendose en un dechado narrativo, cuyo argumento en principio puede resultar común (el presente y pasado familiar y amoroso del personaje principal), pero que se revela como un relato extraordinario del que uno desearía no salir.
La guinda final, el postre estrella, lo aporta el epílogo que firma el mexicano Juan Villoro. Las nueve páginas en las que rememora un taller impartido por Augusto Monterroso y un decálogo (de doce puntos) sobre la escritura de cuentos, justifican por sí solas la compra de este libro. Un texto delicioso que debería leer cualquier persona que se dedique al valiente arte (en cualquiera de sus modalidades) de juntar palabras.