María Bastarós. Foto: Irene Solanas.

Ahora que la normalidad está viviendo una edad de oro de popularidad y aspiración, María Bastarós (Zaragoza, 1987) la agarra de la cintura, la pone boca abajo, la agita y consigue que se le caigan algunas apariencias.

Lo hace en No era a esto a lo que veníamos (Candaya), trece cuentos y un mapa al mismo tiempo, una suerte de geolocalización narrativa. Una invitación a mirar de reojo, a las páginas del libro sí, pero también a nuestro entorno.

María amasa palabras, frases, situaciones… a conciencia, pero sin renunciar a la curiosidad y al «y si…»; las mima y también las retuerce como si quisiera comprobar hasta donde alcanza su elasticidad. No las rompe, eso sería demasiado fácil y transitado.

El lugar donde suceden las historias es tan importante como lo son sus personajes y tramas. Paisajes reconocibles, por cómo son y por google, aunque no hayamos estado nunca allí. Genera una comunidad ficticia que lo parece menos cuando accedemos a su privacidad. En ese equilibrio, quien lee los relatos se desarma y se lanza de cabeza.

A lo largo del libro las comparaciones tienen una presencia y relevancia importante y determinante. Fruto de ir y venir al texto, de empezar y volver. No es un recurso literario, es parte de la historia que se nos cuenta, ayuda a comprender y conocer mejor a sus personajes, sus acciones, sus reacciones, los lugares…

En «Nunca sale gratis» escribe «Él secaba los platos y yo le miraba posarlos sobre el escurridor, uno detrás de otro, hasta formar un esternón de porcelana». En «Tan despacio para quienes esperan» se lee «La dejan ante la puerta del otro como si fuera un paquete bomba». También, en algunos cuentos, describe olores de personas, de sitios.

En uno de los relatos explica la narradora: «Su primer deseo, el que pidió en clase, ya se ha cumplido» y se hace el silencio, el pinchazo en el corazón, la pausa lectora, el suspiro y la seguridad de que las palabras exactas, el ritmo marcado, la manera y el momento han sido perfectamente escogidos porque no podían ser otros. Hay frases que no pueden ser otras. Que no deberían. Hay que buscarlas. Eso es lo que hacen las escritoras y los escritores… de verdad.

Los miedos cotidianos (aunque, la mayor parte de las veces, están ocultos a los ojos de los demás) recorren la mayoría (si no todos) los relatos del libro. Es más, en «Cena de mayores», por ejemplo, resulta más terrorífico lo inquietante que resulta la niña con su comportamiento que las películas de género que ve la canguro, seguramente porque al fin y al cabo pueden ser más reconocibles por quien lo lee. No sé si el verbo «jugar» se ajustaría a tu relación con ellos, pero ¿qué te atraía de estos miedos?

Me parece que las personas somos principalmente deseo y miedos y que toda nuestra vida está condicionada por cómo gestionamos ambos. Efectivamente hay miedos que han pasado a la cultura popular y al cine y se han traducido en fórmulas reconocibles; el miedo al cuerpo y a la transformación del body horror, el miedo al otro de la home invasion, todas esas películas que ve la canguro de «Cena de mayores» con morbosa fascinación mientras la verdadera historia de terror toma forma a unos metros del sofá. Creo que en ese relato -por eso Eduardo Ruiz Sosa, mi editor, decidió que abriera el libro-, se entiende muy bien en qué sentido No era a lo que veníamos se relaciona con el miedo. Porque a mí el género como tal, a nivel literario, me interesa muy poco: me gusta la exploración psicológica y llevarla a cabo partiendo de lo cotidiano, de lo inquietante que surge de lo familiar, de una mirada de extrañamiento hacia lo que nos parecía normal o dábamos por sentado. Y creo que en esa fractura, en ese estupor ante nuestro deseo o nuestra identidad, reside el verdadero miedo.

Son cuentos en los que el deseo, la expiación, la necesidad de reinventarse (como respuesta a cierto desencanto vital) también tienen su protagonismo. ¿Son temas que incorporas voluntariamente o que surgen porque los personajes, las tramas, las situaciones… los piden?

Yo comienzo a trabajar por intuición, no por intención. Escribo a partir de una primera frase o una imagen, y es el propio texto el que acaba guiándome y descubriéndome de qué quiero hablar en realidad. Reescribo mucho hasta que el relato comienza a hablarme, y si eso no sucede sencillamente no ha funcionado y eventualmente lo abandono. No decido a priori de qué voy a escribir, así que la presencia de temas comunes en los relatos se debe a mis obsesiones o mi momento vital. Cuando escribí los cuentos de este libro estábamos en plena pandemia, mi matrimonio se estaba resquebrajando y vivía una situación laboral muy angustiosa, tratando de acabar una novela -para una gran editorial-, que no quería escribir y en la que no me sentía reconocida. Se pueden rastrear muy bien los frutos de esta situación en los relatos. Un deseo de huida constante, un ansia de contacto con la naturaleza que a la vez se revela como tramposa, la transformación de las protagonistas o de miembros de su círculo más íntimo en otra cosa, el desmoronamiento de sus formas de vida, de quienes creen que son.

La mayoría de los relatos tiene una ubicación geográfica concreta. En algunos casos con mayor protagonismo o incidencia en lo que ocurre y en otras es una simple pincelada en el texto, pero siempre está ahí. ¿Qué te aportaba literariamente hablando, que algunos relatos se pudieran identificar geográficamente?

Me interesa mucho el territorio, desde siempre. Son los lugares los que me inspiran los personajes y no al revés, casi todo lo que hago parte siempre de una localización, de un ambiente. Y quería que el libro oliera a un lugar, tuviera un tipo de luz, una temperatura, un sonido. Un libro de relatos no es una mera compilación, debe tener una misma personalidad como conjunto. A mí me fascinan los desiertos, las autopistas, los no lugares. Tiene que ver con una influencia norteamericana, cinematográfica y literaria, pero sobre todo tiene que ver con mi infancia. Mi paisaje fundacional es la carretera a la finca de mis abuelos a la que íbamos todos los fines de semana, camino al desierto de los Monegros, el asfalto caliente, las dunas con matojos resecos, el descampado convertido en vertedero frente a la finca, el inmenso neón del casino Montesblancos al que le faltaba una letra. Eché mucho de menos ir a Zaragoza en la pandemia -vivo en València-, y darle ese paisaje a los relatos me permitió convertir el anhelo en ensoñación literaria.

¿Qué importancia tuvo la reescritura en este libro? ¿Qué proceso de escritura sigues? ¿Escribes la historia y luego vas corrigiendo, añadiendo, depurando…o desde el inicio ya está presente lo que quieres contar y cómo lo quieres contar?

Para mí, escribir es reescribir. Reescribo muchísimo, todo lo que puedo. A veces resulta desesperante para mis lectoras obligadas -alguna amiga, mi exmarido, pero sobre todo mi madre-, léelo otra vez, lo he leído ocho veces, lee la versión nueve hazme el favor. Pero luego hay otras versiones, muchas. Primero escribo una versión que va a acabar casi del todo en la basura, luego reescribo hasta entender de qué va realmente el relato, qué es lo que quiero contar, luego reescribo hasta que me parece que eso que quería contar está ahí.

A lo largo de los relatos las comparaciones tienen una presencia e importancia relevante.

Uso muchos símiles porque mi imaginación es muy visual y mi estilo no es nada barroco, me gusta la prosa muy despejada así que la poesía del texto, de alguna manera, reside para mí en esas imágenes.

En No era a lo que veníamos vas alternando el punto de vista narrativo. ¿Cómo lo decides? ¿Tiene más que ver con la historia que quieres contar o con cómo quieres que se desarrolle la narración para quien lo lee?

Me gusta el uso de la tercera persona porque me permite mantener cierta distancia y destripar de forma bastante cruel la psique de mis personajes, no tener compasión. Va muy bien además para expresar ideas. Porque al final detrás de cada relato suele haber una idea, algo muy concreto que quiero contar: romantizarlo todo es lo que acaba con nosotros; el deseo es anterior a la razón; la naturaleza ni siquiera tiene la deferencia de ser cruel, solo es indiferente. La primera persona es útil para otras cosas, como para generar empatía. Por eso en las historias más íntimas, más cotidianas -«Marabunta» y «Nunca sale gratis»- la uso, aunque ambas fueron escritas en tercera persona en las primeras versiones. Hay historias que tienen que parecerse a una confesión, y otras a espiar a través de una mirilla. Así decido qué persona y tono usar.

Niñas y niños protagonizan algunos de los relatos.

Me interesa mucho la relación de la infancia con el deseo. Los niños todavía no han interiorizado mandatos sociales, su deseo es visceral, absoluto, no entiende de pudores ni de tiempos. Hay una honestidad tremenda en esa relación con el deseo, que desaparece conforme crecemos. Los niños y niñas de mis relatos llegan a ser extraordinariamente crueles para lograr lo que quieren, y hay quien ve en ello una desinfantilización, una entrada de ese personaje-niño en el mundo adulto. Para mí es precisamente la inocencia la que facilita esa crueldad, un niño no entiende todavía de consecuencias ni de éticas, no hay autoevaluación, el superyó todavía no ha metido las narices en nuestras vidas y al deseo no se le ponen trabas. Las niñas de mis relatos no son malas, sencillamente desean cosas, cosas tan propias de su edad como tener unos padres entregados o defenderse de la violencia de los adultos.

La naturaleza es en alguna de las historias la puerta de escape (aunque no siempre acabe bien) de sus protagonistas a la situación tóxica que viven. ¿Influyó en algo el confinamiento en que esto apareciera en los cuentos?

Mi fijación con la naturaleza es previa al confinamiento; me fascinan los desiertos, las montañas, los animales salvajes, los acantilados inmensos, la capacidad de la naturaleza para conmovernos y aterrarnos, todo eso de lo sublime kantiano. Durante el confinamiento la necesidad de naturaleza se convirtió en algo bastante obsesivo para mí, había un deseo de huida muy profundo, muy primitivo, combinado con la conciencia de que esa “huida” o peor aún, “regreso” a la naturaleza es una idea tramposa. Las ciudades han decepcionado tanto como lugares que habitar, han conducido la existencia hasta precariedades materiales y ambientales tan extremas, que los urbanitas sentimos que el hogar debe estar en otra parte, lo buscamos en lugares en los que nunca estuvimos. Pero el hogar sencillamente no está, no hay un espacio seguro al que regresar. La fractura entre cultura y naturaleza en occidente es tan acusada, vivimos tan de espaldas a la naturaleza y nos sentimos tan poco parte de esta, que siempre entenderemos la relación con ella desde la pérdida o la excentricidad. Si fuéramos conscientes, como en otras culturas, de que nosotros somos naturaleza, no la estaríamos aniquilando así. Está siendo un suicidio muy lento, aunque teniendo en cuenta que la tierra tiene unos 4.500 millones de años y nosotros llevamos en ella unos 200.000 años, nos lo estamos tomando bastante en serio.

Entre los relatos, hay uno, «Notre-Dame reducida a cenizas», que por su extensión y estructura en capítulos es casi una pequeña novela. ¿Estuviste tentada de convertirla en una novela al margen del libro?

En el momento no. Es un cuento que trabajé mucho, y su personaje es el único que considero casi un alter ego mío, o más bien un trasunto, mis personajes tienen la costumbre de equivocarse todavía más y peor que yo. Sí que he pensado que podría haber sido una novela corta, pero lo dejé como está porque en un momento dado me pareció que había alcanzado lo que estaba buscando.

¿Tienes la sensación de que el relato se considera un género menor despojándole del propio valor que tiene sin necesidad de ser comparado con la novela?

Sí, al relato en España se le concede mucha menos importancia. Como si fuera un ensayo de una novela, cuando están guiados por dinámicas absolutamente distintas. La novela es acumulación, el relato excavación. Las y los grandes autores americanos de relatos son muy reverenciados, Carver, Moore, Hempel, Davis, pero aquí nos va la novela histórica bien gorda. Para mí el cuento es un formato muy apropiado para acercarse a la psique de un autor, es una condensación de sus obsesiones, una reducción a su esencia. Me gustaría que en España comenzara a darse más importancia al relato, yo voy a seguir escribiéndolos porque es el formato que más me habla, que más dialoga conmigo, y de momento en el que más cómoda me siento, aunque la nouvelle me atrae también. Un par de cuentos del libro podrían haber acabado en cien páginas. Y sí, el “para cuando una novela” es el “y para cuando el bebé” de la literatura.

¿Escribes, a medida que pasan los años, con menos urgencia sin perder por ello el ritmo y el tempo narrativo?

Antes confiaba en la inspiración, en el evento disparador. Ahora en absoluto. Necesito el trabajo, los ingredientes ya están ahí, en algún lugar dentro de mi cabeza. Escribo con más afán de búsqueda, más interesada en el proceso que en el fruto final. Me gusta escribir, no “haber escrito”. Pero soy muy perezosa y necesito tiempo y soledad para zambullirme en la escritura, a la caza de eso voy ahora.

Después de leer No era a esto a lo que veníamos, recuperé algunos de tus fanzines y en Brochetas de cosas emocionantes #2 hay un texto en el que se cuenta la historia de una pareja, Miguel y Ana, sin título y sin firma en el que se pueden identificar algunas cosas que aparecen en diferentes relatos de tu último libro: la mención de un entorno rural (en esta ocasión no es aragonés, es Navaleno), la construcción de cabañas, la relación de ella con un catedrático casado que la acaba dejando, la presencia de comida, el descubrimiento de deseos sexuales incómodos, ansiar la responsabilidad cívica como algunos lo hacen con la normalidad en el libro… ¿Crees que el proceso creativo tiene algo de liberador de una serie de obsesiones? ¿Cómo conviven con la ficción a la hora de convertirse en historias?

Sí, el proceso creativo no sé si las libera, me parece mucho pedir, pero al menos a través de la escritura las identificas. Yo escribo sin planes, y al final lo que emerge es fruto de una obsesión o un interés que ya estaba ahí. A veces es algo tan general como “la violencia masculina” otras veces algo tan concreto como “el deseo antecede a la razón y no debe ser juzgado aunque sea abyecto”. En el caso que mencionas es muy curioso, porque, aunque ya están presentes esos intereses, lo rural, lo viciado de la relación alumna/mentor, etc, en realidad el relato obedece a otra lógica. Yo empecé a escribir de muy pequeña, muy a menudo inventando una realidad más halagüeña, o sencillamente más lógica, que la que tenía alrededor. Por ejemplo, escribía cuentos sobre mi niñera, y cuando su novio la dejó antes de casarse yo escribí un relato sobre cómo él volvía y seguían juntos. Poca cosa, aunque tuve el mal gusto de regalárselo. Escribir se parecía a arreglar. En ese fanzine que mencionas hay una sucesión de historias muy divertidas, muy macarras, todas hechas por chicas -Sabina Urraca, Nerea Pérez de las Heras, yo misma…-, es todo muy lúdico, ingenioso, desternillanete. Hasta que, de pronto, el flujo se interrumpe con una imagen a toda página en la que se interpela al lector masculino.

Es bastante disruptivo, no encaja en absoluto con lo leído hasta ahora.

Luego pasamos a esa historia que comentas, la de Miguel y Ana, dos chavales que se conocen desde críos. Él siempre ha estado enamorado de ella y, tras una amistad de muchos años, ella oposita para policía y él la sigue. Ahí consigue que Ana le vea de otra forma, ella va enamorándose también. Un día, mientras están trabajando, se lían por fin. Entonces reciben el aviso de una chica que ha sufrido un intento de violación en su portal, y van hacia allá rápido deseando acabar con eso lo antes posible para poder volver a dar rienda a su amor.

Tras esta historia, en el fanzine aparecía la captura de un post de Facebook que yo compartí hace años, cuando sufrí una agresión sexual en mi portal -y en la puerta de mi casa- de Barcelona. La comisaría en la que Ana y Miguel trabajan en el relato es la de la estación del Norte, la que estaba al lado de mi casa cuando vivía allí. En el post denunciaba lo que había sucedido y el trato de los policías.

Así que escribí aquel relato para darle un motivo a la actitud de los agentes que acudieron a mi llamada; una mujer y un hombre jóvenes que actuaron como si lo que me había pasado fuera un tirón de pelo de un niño de preescolar, hicieron un par de comentarios estúpidos, no me informaron de que debía acudir a comisaría para denunciar -aquello era solo una descripción preliminar-, y se fueron en dos minutos como si les estuvieran esperando con el coche en marcha. Ahí había otro motivo para escribir, que tenía más que ver con una especie de reparación, el imaginar un sentido para las cosas, darle una lógica.

En esa línea de reparación, Historia de España contada a las niñas, mi primera novela, contiene una ucronía (spoiler alert) por la que la Manada, el grupo de chicos que violaron a la joven de San Fermines en 2017, nunca llegan a Pamplona y esa violación nunca llega a producirse.