El periodismo nunca ha sido una profesión de horarios fijos. Incluso, durante años, estar trabajando hasta altas horas de la madrugada se consideraba sinónimo de buen plumilla. Cuando en realidad lo que reflejaba era un grave problema de producción. Alzar la voz contra aquellas jornadas interminables ponía en duda la pasión por el oficio de quién lo hiciera. Eso sí, el sacrificio siempre tenía que ser del mismo lado, porque las arcas de los medios de comunicación casi nunca pagaban ese esfuerzo extra.
Pasaron los años y las condiciones no mejoraron. La llegada de las tecnologías liberó al periodista de ciertas herramientas rudimentarias, pero le mantuvo esclavo de su trabajo las 24 horas del día. Y lo que es peor, en muchas ocasiones, gracias a dispositivos del propio profesional y pagados de su bolsillo. Las redes sociales dejaron de ser tales, convirtiéndose en altavoces del negocio de otros.
La información empezó a brotar de manera exagerada por todos los lados. Y los responsables de los medios en lugar de detenerse y analizar el fenómeno que se avecinaba decidieron doblegar esfuerzos, invertir en cantidad aún a costa de la calidad, e inundar el espacio digital de ruido y consumo rápido. Lejos de buscar una readaptación del periodismo a los nuevos tiempos, se comportaron como los recién nacidos que se contagian del lloro de otros bebés, y optaron por imitar el viciado comportamiento y huir hacia adelante.
El resultado es la saturación informativa que vivimos hoy en día, absolutamente imposible de digerir. La red se ha convertido en un monstruo insaciable que reclama más contenidos casi al instante de ser devorados los nuevos. Las entrevistas, artículos, reportajes, son dilapidados. Su vida se cercena casi al instante. El periodismo convertido en una cadena de montaje, con una fecha de caducidad cada vez más cercana a la de fabricación. Y cualquier anécdota ascendida a la categoría de noticia. Pero realmente, ¿hay esa necesidad de sobreinformación o es una absurda competición por ver quien tiene más largo el miembro informativo?
El más perjudicado de este desatinado panorama es el propio periodista. Esa absurda concepción de su trabajo sin límites horarios y que aún se defiende en algunos lugares, acaba volviéndose en su contra. El mundo cambia cada media hora, pero el plumilla no avanza. No tiene tiempo. Vive obsesionado con la actualidad, pero no con formarse para entenderla mejor. Se conforman con leer los libros de Gay Talese, ahora que parece que se publican con cierta normalidad, y jugar a ser él en la intimidad. Claro que muchas veces la autosuficiencia es el peor de sus pecados. La práctica diaria no es suficiente, sobre todo por el agobiante ritmo que la caracteriza, para ir mejorando y puliendo un trabajo que como todos siempre tiene un margen de mejora. Pocas cosas más saludables en cualquier ambiente laboral que abandonarlo y oxigenarse para volver a él con renovadas fuerzas. No hay que olvidar que el periodista es el encargado de contarle la realidad a los ciudadanos. Si no tiene la posibilidad de pararse a reflexionar, a pensar, a valorar, toda la información que tiene a su disposición, ¿cómo va a cumplir ese objetivo?
«El hombre del pasamontañas», de Leonardo Sciascia (Piel de Zapa, 2014), es un libro que debería leer todo periodista o aspirante a ello. Aunque sea para comprobar que nunca, o muy dificilmente, escribirá tan bien como el italiano. Sobre todo, si ahoga sus horas retuiteando el artículo sobre biquinis curiosos de un compañero de trabajo. Son siete crónicas escritas con el pulsómetro a tope, de una prosa impecable, tallados sus párrafos con la sabiduría del que escoge las palabras adecuadas en cada momento. Sciascia investiga, piensa o duda, verbos que parecen condenados en la profesión, siempre con excusas tan poco originales como el dinero y el supuesto interés del público.
La pasión de la escritura traspasa las páginas y no importa que se cuente la historia de Mata Hari en Palermo, del supuesto falso Borges, de una pobre tonadillera con final nada feliz o el escalofriante relato del hombre que da título al libro y seleccionaba víctimas en el Chile de Pinochet. No importa si los hechos que se narran ocurrieron en el siglo XVII o en el más reciente pasado. Sciascia (de cuya muerte se han cumplido 25 años este 2014) es fiel a su compromiso con la verdad como él mismo reconoce en estas páginas. O al menos con la búsqueda de ella. Periodismo de investigación se llama ahora. Periodismo a secas debería llamarse. Leerle es detener la locura informativa que nos rodea y llegar a la conclusión de que el periodismo merece textos mejores. Que hay un término medio entre la rutina que caracteriza los boletines horarios de la radio y la ansiedad por actualizar de los medios digitales. En este sinsentido majareta en que se está convirtiendo la información se ha pedido muchas veces la colaboración de los ciudadanos, también, como emisores de noticias. Un cheque en blanco al todo vale. «El hombre del pasamontañas» es un reencuentro con el periodismo. Que no sea una excepción está en manos de todos. Periodistas y no periodistas.