Sólo le he dado una vez en mi vida un disco a un dj para que pinchara una canción. Fue hace treinta años y fue un domingo por la tarde. Los domingos por la tarde de la adolescencia de instituto tenían esa calma viscosa de un gazpacho casero dejado reposar. Por un lado se trataba de apurar los últimos minutos antes del arrepentimiento por no haber estudiado lo que exigía la semana viniente. Por otro, estaba la necesidad de salir dando carpetazo a aquellos días en que el Carrusel Deportivo era el mejor acompañante.
No sé si fue por la zona menos saturada (actualmente) de Ruzafa, en algún aledaño de Peris y Valero, cerca de Canovas o en ninguno de todos esos sitios. No sé si era una zumería o un pub. Lo que es seguro es que tenía dos pisos. En la planta que daba a la calle había una barra, sillas y mesas. En cada lateral, una escalera que llevaba a la parte inferior, con una pequeña pista de baile y un cabina en el centro. No tengo ni idea de cómo acábamos allí tres amigos que intentábamos sacudirnos el aburrimiento de ese final de semana.
Yo llevaba en una bolsa un disco. O me lo acababan de devolver o lo iba a dejar. Era un disco comprado al impulso de una canción escuchada en la radio. El título era feo, la portada (error ortográfico incluido) fallida, pero el contenido sabía a gloria. Rock and roll sin tonterías, cantado en castellano y con una querencia por las melodías pop y toda su parafernalía (coros, estribillos contagiosos, palmas,…) que resultaba imposible no tararear a la primera escucha, aunque hubiera un tema de indescifrable letra.
Perdí la cuenta de las veces que le di vuelta y vuelta a aquel álbum en mi tocadiscos (no, entonces, nunca oí que nadie lo llamara plato). Yo quería ser como ese cantante, con una fachada de tipo duro y un corazón sensible, que le cantaba a una forma de vida donde el tedio de las tardes de domingo estaba extirpado. Un tipo que lucía con orgullo su pasado y sus héroes musicales y al que las modas le resbalaban por la mismísima cabeza. Un tipo con endiablada habilidad para componer pequeños hits instantáneos que nunca lo fueron. Un tipo al que no le importaba mostrarse tal y como era, gustara más o menos al resto.
Mi cerebro ya ha borrado lo que sonaba en aquel lugar. Imagino que música española. Tampoco me preguntéis cómo uno de mis amigos y yo nos pusimos a hablar con los dos chavales que se encargaban de empalmar canciones. Evidentemente, ni idea de porqué saqué el disco de la bolsa y les pedí que pincharan la última de la cara A. Lo que sí recuerdo es que hicieron pre-escucha y nos preguntaron si éramos rockers. Tenía gracia la pregunta porque no lucíamos tupé, ropa o complemento alguno que nos adscribiera a ese movimiento y porque en la contraportada del disco se podía ver al cantante del grupo luciendo calva y pantalones manchados de lejía y al resto de la banda más bien con pinta punk.
La canción sonó y la bailé con la misma intensidad con que tantas veces lo había hecho en casa. Perdiendo la noción del tiempo y creyendo que la había compuesto yo y que aquellos de los que hablaba eran mis ídolos. La canción era «Es difícil olvidar», el disco «Lo Kaga falta» y el grupo Morcillo El Bellaco y Los Rítmicos. El sábado pasado se paró el corazón de Morcillo. El de sus canciones es eterno.