Los viajes en el tiempo existen. Y no hace falta máquina alguna o un Delorean para hacerlos. Ya se están encargando de ello, y muy bien, algunas de las mejores exposiciones que hemos podido ver en Valencia en los últimos meses. Es el caso de «El rostro de las letras» que estuvo en el Centre del Carme, «La Modernitat Republicana a València» (hasta el 22 de mayo en el MuVIM) o «Paco Bascuñán & Quique Company. El equipo Escapulari-O y otras derivas» (hasta el 29 de mayo en La Nau). Sin olvidar la que llegará en junio al IVAM sobre la escena del cómic valenciano en los 80. A este grupo que recupera la memoria histórica hay que añadir «València Jazz. Perdido Club i altres veus d’una eclosió musical», en la Fundación Bancaixa hasta el próximo 8 de mayo.
El trayecto se inicia a mediados de los años setenta, cuando el jazz despierta tímidamente en la ciudad gracias a músicos como Carlos Gonzálbez o Paco Aranda y locales como Barro o Gent. Muerto Franco, la ola de libertad que se extendía por todo el país favoreció la expansión de estos sonidos. El 25 de febrero de 1977, abre en Valencia el primer club de jazz, Tres Tristes Tigres, gracias a Antonio Sambeat, Julio Martí y Concha Sánchez. Aunque hay constancia de que en años anteriores ya se habían programado conciertos (en 1935 abrió el Hot Club de Valencia), la consistencia de una programación diaria y especializada no se alcanza hasta entonces. Ahí arranca la exposición. Los objetos de la primera vitrina provocan el mismo efecto hipnotizador que las melodías de una buena canción. La carta de Tete Montoliu desde Zurich a los responsables de la promotora Studio SA, las tarjetas de afilicación temporal al Sindicato Nacional del Espectáculo o las portadas de entonces de la Cartelera Turia tan rabiosamente modernas tantos años después. El protagonismo de los pequeños detalles articula el hilo narrativo de una muestra que acierta no solo en su contenido, sino también en su continente.
No es fácil trazar un relato cronológico sin resultar repetitivo, pero la exposición ni siquiera cae en la tentación. Son muchos, además, los estímulos con los que se va cruzando el visitante. Reflejos de unos años en que Valencia vivió una época dorada del jazz. Hay una fotografía que resume, perfectamente, el sentir de la muestra. La firma Jose Aleixandre, es de 1981 y encuadra la entrada al Perdido Club, con protagonismo absoluto para su cartel de neón. Allí está todo, lo local y lo universal. La cercanía de una sala de Ruzafa y el sueño de creerse al otro lado del mundo. El magnetismo de unas luces hacia una realidad con un índice de seducción bastante peligroso. La música, la noche, el humo, las copas, las melodías, … la posibilidad de arrancarse de un tirón la pesadilla rancia del pasado. Y con la mejor banda sonora imaginable. No es casualidad que sobre el Perdido (1980-1995) gravite la exposición.
Otro de sus pilares es el Festival Internacional que se celebraba en la ciudad. Solo por la majestuosidad y calidad de su cartelería (mostrada en todo su esplendor en la Fundación Bancaixa) tiene ganado el lugar privilegiado en la historia que se nos cuenta, sin olvidar claro está lo que programaban. No es nada nueva la estrecha relación entre el jazz y el diseño. Ahí están las portadas de Blue Note o los trabajos de James Flora para Columbia. Aquí, a lo largo del recorrido, se suceden los nombres imprescindibles de Miguel Calatayud, Micharmut, Rafael Ramírez Blanco o Daniel Torres. Junto a ellos, la importancia del instante captado. Las fotografías, muchas veces en un potente blanco y negro, dejan constancia de lo ocurrido. El recuerdo de la vivencia, que comparte momentos en pleno concierto como esos retratos de Woody Shaw y Lou Bennett (ambos de Pepe y Rafa Aparisi) que casi parecen escucharse, con instantáneas que muestran otros aspectos de los artistas (descansando, esperando para salir al escenario, afinando,…) como las que captó la cámara de Esther Cidoncha protagonizadas por George Adams, Donald Harrison y Cyrus Chestnut, que bien podían haber acabado en la carátula de un álbum.
Los años noventa son el punto final de este viaje (en el que también hay lugar para revistas, recortes de prensa, folletos, discos, programas de mano,…) comisariado por los críticos e historiadores Jorge García y Toni Picazo. Su trabajo parece haberse guiado por aquella frase de Count Basie en la que recomendaba que si se tocaba una melodía de jazz y la gente no movía los pies, no había que tocarla más. Si al principio del recorrido el magnetismo de la primera vitrina era como la entrada al Perdido en aquella foto de Aleixandre, el final del mismo es puro hechizo. Tres imágenes de Jordi Vicent componen un tríptico deseado por cualquier amante de la música, el concierto de los conciertos. A la izquierda un demacrado Chet Baker se prepara para soplar la trompeta. En medio, Louie Bellson toca la batería con envidiable elegancia. A la derecha, Nina Simone luce músculo a punto de su exhibición vocal. Y la contemplación eterna se apodera de más de uno.