Cada vez que alguien utiliza la expresión «artista de culto» se rompen las cuerdas de una guitarra. Nadie debería querer serlo. Al menos si a lo que aspira es a comer y vivir holgadamente todos los meses con su trabajo y no a acumular artículos en revistas especializadas. Mark Eitzel es un daño colateral de esas tres palabritas de marras. En solitario o con American Music Club. Señal de que algo no funciona bien en este planeta.
The Guardian lo calificó como «el letrista vivo más grande de América». Rafa Cervera, en El País, dijo que «se trata de uno de los mejores compositores que ha dado la música americana en las últimas décadas». Pero Eitzel sale de gira, tal y como le contó a Eduardo Guillot en Rockdelux, para «poder devolver el dinero invertido a la gente que hizo el disco. Es un tour en el que no voy a ganar nada«.
Ese disco es Hey Mr Ferryman (Merge-Decor-Popstock!, 2017). El exSuede Bernard Butler se cruzó en el camino de Eitzel. Juntos hicieron el disco más pop de toda la carrera del barbudo errante. Pero Eitzel baja a los infiernos como el que va a comprar brócoli al supermercado. Por una atracción inexplicable. Y el álbum, colorista por momentos, sigue respirando melancolía en cada estrofa. Al fin y al cabo es lo que todos esperamos de él, ¿o no?
Cerca de cumplir los 60 años a Eitzel le preocupa más el infarto que sufrió hace cinco que salir al escenario con una rebanada de pan con jamón pegada en la cabeza como en el pasado. No es indolencia, es realidad. La misma que le hace sentirse impasible ante los elogios que recibe. Sabe que cuando se apaguen las luces volverá a ser ese músico que canta y cuenta historias tristes que a alguna (poca) gente hacen feliz. Y que alguien le hablará de Nick Drake. O de Vic Chesnut. Puede que entonces piense que al fin y al cabo no está tan mal, está vivo.