Hasta hace unos años si decías que te gustaba la cerveza, la gente te miraba como si fueras Barney Gumble. Si querías explicar que no te referías a beber cantidades ingentes de ese líquido, en jarras de las dimensiones de un proyecto de Calatrava subvencionado, la cosa era peor, quedabas como un snob. Eso sí, el vino podía hacer el camino inverso y experimentar en formatos como el brick o la lata; e incluso ponerse el traje de working class hero y permitir a la gente llevarse el sobrante de una cena en un restaurante. El vino siempre ha sido el niño mimado de la gastronomía. Era normal, y hasta llenaba de orgullo al hostelero, que pidieras la carta donde se detallaban todas las referencias que servían. Si preguntabas por las cervezas disponibles pensaban que trabajabas en un programa de televisión de cámara oculta.
A mí no me gusta el vino. Salvo contadas excepciones. Aquellas en que el vino no sabe a vino. Denme un vi de gel y firmaré el manifiesto que quieran. Soporto algún blanco, el ribeiro por aquello de jugar a Michael J. Fox y regresar al pasado (¿o era al futuro?) o un verdejo si la compañía es buena. Y paren de contar. Y no, no presumo de ello. Ya me gustaría experimentar todas esas cosas placenteras que leo o escucho que provoca en cuerpos ajenos. Sobre todo, desde que a mí me las regala la cerveza.
La primera vez que me invadió esa sensación de plenitud sensorial fue bebiendo una Altura de Vuelo en Mesclat. Antes, más modestamente la brasileña Brahma me alegraba las comidas (ya de por sí magníficas) del tristemente desaparecido restaurante Alto Xingú. Por eso, ahora que se multiplican las ofertas (llámenlo moda o no, me da igual) soy tremendamente feliz. Y, ojo, no hablo sólo de cervezas artesanales. Yo de ustedes me daba un voltio (maldito Michael J. Fox!) por Lidl (sí han leído bien), de cuando en cuando, que suelen tener referencias bien interesantes y curiosas.
Ha querido la casualidad que en los dos últimos meses, tres marcas de cerveza han llamado a la puerta de Verlanga para, de alguna manera, presentarse. Micalet fue la primera. Ya habíamos hablado de ella cuando en la sección Paladar la maridamos con una pericana. La cita fue en Koniec, algo así como nuestra sede central secreta. Beber y hablar de cervezas, al mismo tiempo, debería ser obligado, por decreto ley, realizarlo una vez al mes. La charla fue como hacer casi un máster en la materia sin necesidad de aguantar a un plomizo profesor. Repasamos el mapa artesanal de la Comunidad Valenciana y como en los vestuarios de los grandes equipos, lo que allí se habló, allí se quedó. La cerveza está elegantemente presentada y tiene cuerpo y un sabor envolvente, en su grado justo de amargor.
Durante los últimos meses, Cerveza Turia ha montado un hiperactivo Pop Up Store en la céntrica calle Marqués de Dos Aguas, invadiendo (amistosamente) el espacio de una tienda de muebles. Allí se celebró una cata privada a medios de comunicación y representantes de la hostelería valenciana de primera división (La Sucursal, Tastem, La Sequieta). Afortunadamente, el acto no estaba planteado, como muchas veces ocurre, para que el invitado se sientese como un concursante acosado por un sosías de Carlos Sobera que le interroga por cada sabor que entra en su boca. Aquí, Jordi Ferrer (de Freecook Project) ha ideado una deconstrucción y reconstrucción del proceso de elaboración de la cerveza muy instructivo. No hay manera más directa de entender algo que con la propia experiencia. Así que masticar cebada o lúpulo es el mejor camino para educar el paladar de cara al futuro. La Märzen es una rubia tostada que con el primer sorbo te retrotrae al Mediterráneo. Ayudan tambien las fotografías (una maravillosa de El Titi, entre ellas) que se van proyectando mientras te la bebes. Y por supuesto, maridarla con una limonada de clotxina valenciana o un nem de ensaladilla rusa, como fue el caso.
Comida y cerveza también fueron el eje de la presentación de la programación en la que van a colaborar Espai Rambleta y Cervezas Ambar. La marca aragonesa es una de esas empresa familiares con muchos años a la espalda. El nombre, La Zaragozana, es un billete a inicios del siglo pasado, a fotografías (como las de Luis Ramón Marín, por ejemplo) ante las que uno puede estar minutos radiografiando hasta el más mínimo detalle. Llámenlo vintage si quieren, pero igual «tradición» se ajusta mejor a la camiseta. Ambar tiene hasta 13 variedades distintas. Claro está, no las probamos todas porque tampoco era cuestión de montar una coreografía a lo Jerome Robbins a los postres. Las elegidas maridaron a la perfección con el sabrosísimo menú elaborado por Suma Restaurante by La Sucursal (el Arròs amb bledes y el Royal de buey con jugo de Ambar Export han entrado directitos a la carpeta de momentos sublimes con, por ejemplo, la primera vez que escuché a Belle & Sebastian o las lecturas de John Dos Passos). Su ingestión, además, fue ligera, imagino que por algo que tendrá que ver con el cuidado empleado con el dióxido de carbono. Esa cuestión sería de las pocas que no le pregunté a Ángel Campo, de Ambar, auténtico especialista en la materia (algo hablamos también de fútbol, como por ejemplo de aquel fenónemo no identificado que respondía al nombre de Drulic) y que igual argumentaba sobre la necesidad de que cada variedad se sirviera en el vaso diseñado exclusivamente para ella, como situaba en el contexto histórico correspondiente cada modalidad cervecera que comercializan. La gran sorpresa de la tarde fue la Sputnik, una vodka beer, que llegaba a transmitir sabores dulcificados, manteniendo, eso sí, la esencia de la cerveza. Yo no soy nada partidario de combinaciones como esta (por eso sigo sin atreverme con la Antara), pero he de reconocer que repetiré en un futuro. Larga vida a la cerveza.