Cuarenta catadores, cuatro vinos y una copa negra objeto de desvelo. No son los ingredientes de una novela de Agatha Christie. Es una realidad: las mejores narices se presentan a un concurso veterano (va por su XXIII edición) que recorre toda España organizado por la revista Vino+Gastronomía y que recaló en Valencia en una de las semifinales. En el mes de junio, en Madrid será la última prueba para conocer a La Nariz de Oro 2014.
El asunto no es baladí, los participantes han de identificar utilizando sólo su olfato, un vino seleccionado entre cuatro catados con anterioridad. La presentación de Valencia cuenta con el patrocinio y organización de las bodegas riojanas Azpilicueta. Su enóloga, Elena Adell señala que «lo fundamental es que tengan práctica y estén tranquilos», pues en tan sólo cuatro minutos los asistentes han de confiar en un único sentido (la copa negra anula el de la vista, y está prohibido el gusto) para recordar cuál es el vino enmascarado. Sobre la eterna pregunta del origen del talento: ¿un catador nace o se hace?, Elena lo tiene claro, «salvo que tenga un problema físico que le incapacite para el desarrollo de los sentidos implicados en la cata, se hace», e incide en que sólo los nervios en una prueba de estas características pueden traicionar. Además, la memoria olfativa es crucial. La capacidad de retener en el disco duro del cerebro, matices que las moléculas aromáticas del vino, tan juguetonas siempre, traen con reminiscencias a minerales, plantas, torrefactos, frutos golosos… es el desafío. La lista es tan interminable como familiar, y su identificación es tan emocional como la revisión del álbum de fotos familiar.
Llegan los participantes: jefes de sala, sumilleres… Profesionales entorno al vino, y parecen tranquilos. Muchos llevan a sus espaldas más de un lustro de participaciones en este certamen pionero en España, y les convoca fundamentalmente, el pasárselo bien y seguir aprendiendo de un mundo en continua evolución. Vienen de la Comunidad Valenciana, de Murcia y hasta de Cuenca; y como dice una participante de Castellón no quieren ganar, «venir es una excusa para reunirse con los conocidos y pasar un excelente día». Pero la tensión se palpa, como en cualquier prueba que implica una evaluación, tengas o no algo que perder. Porque aquí lo que se gana es prestigio, La Nariz de Oro no implica dotación económica, y sí un reconocimiento a nivel nacional y el marchamo para tu profesión de ser una de las narices más privilegiadas del país y poder dar corporeidad a tu conocimiento sobre el universo del vino.
Gracias a las facilidades de la organización, tengo la oportunidad de ser una nariz más, dudo y acepto, soy más bien naricilla pero hasta yo me pongo nerviosa. La prueba es emocionante.
En la primera parte la enóloga, informa con detalle de cada uno de los vinos que nos sirven a copa descubierta y aquí la orgía de los sentidos es plena, uno puede (y debe) tomar apuntes de las características organolépticas de cada referencia, todas de la Rioja Alta y Baja, que se van desgranando. Las descripciones suenan tan bien como el aroma y sabor de estos vinos (coco-vainilla, café-torrefacto, flores, hierbas del monte…) pero estando en la piel de los participantes, no quiero ni imaginar lo que será identificar estos aromas en la prueba a ciegas posterior, dada las evidentes semejanzas de los cuatro vinos, todos de uva tempranillo, de la misma área geográfica, solo separada por ciertos kilómetros y por los meses pasados en barrica. Misión complicada hasta para una gran nariz.
Los rituales se suceden, las (las menos) y los (la mayoría) narices toman nota, catan, escupen, beben agua y vuelven a catar y escupir. Olfatean una y otra vez, la copa pero pausadamente, activando los recuerdos de las notas prescriptoras que serán básicas para diferenciarlos luego a ciegas, y sin el sentido del gusto.
Y cuando parece que los recuerdos se asientan y la memoria generosa nos ancla a determinados aromas vividos, todo se interrumpe porque hay que abandonar la sala y se pasa a la fase de estudio de los apuntes tomados, que evidentemente hay que empollar porque no podrán estar presentes en el examen final. Y en los pasillos, se vive una situación parecida a una convocatoria de oposiciones, y es cuando la otra memoria, la no emocional, la más práctica, toma las riendas. Son unos minutos los que se dejan, mientras se acondiciona de nuevo la sala, de máxima concentración.
Dentro aparece implacable, la marea negra de las copas ingratas, o las copas en las que no basta con saber, hay que dominar mucho. Han pasado unos quince minutos y los catadores entran, guardan los apuntes so riesgo de expulsión y tras una lectura ceremonial de la directora de la cata y subdirectora de la revista organizadora, Vanesa Viñolo, da comienzo el momento de la verdad, porque cuatro minutos que es lo que dura la copa negra dan para muy poco si uno se empeña en repasar su archivo olfativo. Se confía en el primer golpe que invade la nariz, pero por supuesto, en la experiencia, y en esa memoria recientemente adquirida.
Tomo asiento y me acerco temerosa a la copa negra, ¿reconoceré a cuál de los cuatro vinos pertenece?. Me invade un aroma que es como un punch certero: correspondería al tercer vino de los catados con anterioridad. Es un olor familiar, que no identifico con las notas proporcionadas por la enóloga dada mi nula formación pero que mi imaginación y mi corta nariz han asociado para distinguirlo de los demás a un olor heterodoxo que casi me da pudor en confesar… El olor del hervido, o por extensión de vegetales cocidos (curiosos mecanismos cuando se alían cerebro y nariz)
Estudio las caras de los participantes. Algunos buscan aún más oscuridad que la propia copa y se tapan los ojos, en un ejercicio de intimidad total, de concentración en un sólo sentido para potenciarlo. Es emocionante observar sus rostros e imaginar qué recursos estarán activando para la identificación del vino.
El tiempo pasa demasiado rápido cuando hablamos de los sentidos, y a la prueba de la cata a ciegas le sigue un exámen eliminatorio (quién no lo pase, no será evaluado en la copa negra) donde además de representar perfectamente las notas de cata, deberán contestar a preguntas tipo test sobre cultura vinícola en general, novedades y alguna cuestión inquietante como «cuál de estos productos no se puede hacer con uvas: mantequilla de uvas, comida de tortuga o mermelada de orujo». En todos los exámenes hay una pregunta trampa.
A la salida, ya distendidos se admiten todas las respuestas, aunque parece que la mayoría se decanta por señalar que el vino oculto era el primero o el segundo. No obstante las apuestas son múltiples y muchos coinciden en la dificultad de distinguir unos vinos con características tan similares. Pero la prueba está hecha y llega el momento de la distensión, el tiempo que sigue a un examen es un tiempo de felicidad ignorante, aunque no sepas aún si has aprobado, las endorfinas se disparan y la tranquilidad es calma chicha. Y en una prueba como esta, más. Los participantes se unen en grupos, se conocen, reconocen, comparten pasión y eso une como cualquier pacto de sangre, porque el vino es al fin y al cabo, un fluido vital.
Llega la ceremonia final y Vanesa inicia el goteo de los nombres de los catadores destacados con mejor nota, los que además de acertar la copa negra han dado las mejores notas describiendo el vino y por supuesto aprobando el examen test. El ambiente es eléctrico. Un candidato que sabe que ha acertado el vino a ciegas, se quita la chaqueta y se remueve en el asiento, pero su nombre no suena. ¿Será el ganador? Pues sí, él es: Axel Pitarch del restaurante de Valencia, Plaerdemavida, el talentoso semifinalista que en junio competirá en Madrid por el definitivo galardón. Una bella copa áurea, surrealista, con nariz y boca, diseñada por Antonio López que distinguirá a su poseedor como La Nariz de Oro de España. Y eso es mucho. Ojalá Axel lo logre.
Y sí, la copa negra, correspondía al tercer vino de los catados, un tempranillo 2012 con ocho meses de barrica nueva en roble americano, de las viñas de Azpilicueta en San Asensio. Llámese la suerte del principiante o mejor, del ignorante.