Exterior Valencia noche.

Exterior Valencia noche.

«El gourmet solitario» es uno de mis cómics preferidos. La serenidad, la languidez y el costumbrismo que rezuma cada una de sus viñetas es una delicia. Jiro Taniguchi y Masayuki Kusumi elevan el simple hecho de comer a la categoría de obra maestra. Es una novela gráfica que, además, no se puede dejar. Hay que tenerla. Al margen de por el placer que supone, porque rara es la semana que uno no tiene la necesidad de sumergirse en sus páginas, aunque sea por unos minutos. Vamos, que su lectura se prolonga una vez acabada, como el sabor de un buen manjar.

La historia es muy sencilla. Un hombre, que tiene que desplazarse por Tokio y otras localidades, por razones laborales, aprovecha esa circunstancia para comer cada día en un sitio distinto, descubriendo lugares y barrios o repitiendo en algunos que ya conocía. Lo único que tienen en común sus 19 salidas es que siempre va solo. La empatía con él surge de inmediato. Y también la envidia. Esa mezcla provoca que me decida a seguir sus pasos, pero concentrado en una noche. Mi remake consistirá en ir a tres sitios a los que no he ido nunca, alejados entre sí y tomar únicamente una tapa en cada uno de ellos. ¡Que empiece la diversión!


EL APRENDIZ  (Avda. Primado Reig, 153)

Ensaladilla rusa. El Aprendiz.

Ensaladilla rusa. El Aprendiz.

Odio la ensaladilla rusa. Imagino que como muchos de mis (pocos) traumas gastronómicos tiene su origen en el comedor del colegio. Que a estas alturas no haya olvidado que la empresa Sacis era la encargada de preparar los menús, es bastante clarificador. ¿Qué hago, pues, pidiendo una ensaladilla rusa? Pues que sigo pensando que la gente es buena y si en la carta pone que es una ensaladilla especial, yo confío en que no será el típico batiburrillo que tanto me enoja y, al que dicho sea de paso, los banquetes de bodas ochenteros tampoco le hicieron favor alguno con aquellos bloques de cemento servidos en platos.

El Aprendiz está en la Avenida Primado Reig, muy cerca del cuartel de la Guardia Civil. Por allí he pasado cada sábado rumbo a los Aperitiver (los conciertos acústicos que organizamos en Tulsa Café) y siempre me quedaba leyendo la pizarra que tienen al exterior con algunas de sus tapas. Hoy toca no pasar de largo. Hay una barra a la derecha y también bancos corridos con banquetas altas. Lo que en los foros la gente define como ambiente informal. Cuando entro, una pareja parece estar probando toda la carta. Fuera en la terraza (Plaza Rio Duero) intuyo que hay más gente por el ir y venir de camareros. Pido una caña y después de leer la oferta y, como ya he dicho antes, me decanto por la ensaladilla. Entra otra pareja. Van con bolsas de Mercadona, piden dos dobles, se los beben y se van. Parece que en lugar de Hacendadolandia vienen de subir el Montgó.

Mientras llega la comanda, me distraigo mirando la decoración del local. Lo más llamativo es una lámpara en el techo, en forma de araña, en la que el cuerpo central es una aceitera invertida. Al mismo tiempo que entran dos jóvenes y se sientan, la ensaladilla aterriza en mi mesa. A simple vista parece un hummus. La pruebo y me encanta. Mucho sabor, algún toque especial, una textura distinta y mi reconciliación con esta receta. Hasta ahora, lo único que valía la pena asociar con ella era un chiste de Eugenio. Me quedo con ganas de probar más cosas, pero tengo una misión. Así que pago y me voy.


LA CROQUETA ( Avda. Reino de Valencia, 38)

La Croqueta.

Croquetas en La Croqueta.

Cojo el autobús, justo enfrente de El Aprendiz, rumbo a la Avenida Reino de Valencia. Un sosías de Marty Feldman es lo más destacado del viaje. La Croqueta es el destino. Está ubicado donde hace un tiempo abrió sus puertas Deli-Kate. Fueron muchos los buenos momentos, en compañía de amigos y de las hamburguesas de kobe. Recuerdo haber descubierto allí que existía la mistela negra y que estaba mucho más buena que la normal. Pero es ley de vida que unos negocios cierren y otros abran.

Cuando llego el local está vacío. Ha empezado agosto y la gente de esta ciudad ha huído como si una marabunta de hormigas carnívoras gigantes nos fuera a visitar. En la terraza de la calle, en una mesa, una pareja que ya no cumple los 55, beben dos cervezas. Mi entrada pilla en un renuncio al responsable que tenía, incluso, apagada la freidora. Pasan de las diez de la noche y ante la nula presencia de clientes había optado por ello. El tiempo de espera mientras se calienta sirve para conocer un poco mejor el local y los hábitos y gustos gastronómicos del hombre en cuestión. Pido una caña y leo en una de las paredes las opciones que hay. Elijo croquetas de morcilla y de atún. Hay muchas más posibilidades: queso azul, mejillón, sobrasada, calabacín, pizza margarita,… hasta de alubias con chorizo, aunque esta no es una fija, me avisa, mientras va preparando las mías.

La de morcilla está muy suave, afortunadamente. La de atún está muy sabrosa. Dan ganas de quedarse allí el resto de la noche y seguir probando toda la carta. Miento, toda no, el queso azul no quiero ni verlo en pintura. Y esta vez no tiene nada que ver el comedor del colegio. Hablo un poco más con mi contertulio. Me explica cómo las hacen, los planes para verano y que Ricard Camarena pasa alguna vez a croquetear.


LA BOTIFARRA (C/ Pinzón, 12)

Longanizas rellenas de miel cocinadas con vino blanco de La Botifarra.

Longanizas rellenas de miel cocinadas con vino blanco de La Botifarra.

El barrio del Carmen es el punto y final a esta divertida aventura (que lejos de los focos verlangueros seguro que repetiré). El centro de Valencia está lleno de turistas. Los bares y terrazas también. Paso por el Talía y babeo ante lo que nos espera la temporada que viene. Antes me he quedado ojiplático al descubrir la parroquia actual de Los Picapiedra. La Botifarra, que es hacia donde voy, está al lado del Sushi-Cru. Volantazo al pasado. Mi primer japo en Valencia. Todo me llamaba la atención: lo pequeño que era, la cerveza asiática, la propietaria alemana, lo bueno que estaba cada plato, las gominolas al final de la cena, Elena «Kindergarten» trabajando allí antes de abrir Manga Sushi,…

La Botifarra lleva 11 años activa. Lo primero que llama la atención, además del divertido sentido del humor de Jorge, su propietario, es que no huele a fritanga. ¿La razón? Cocinan sin aceite. Sí, has leído bien. Me gusta la pizarra con la carta en la pared. Me recuerda algunos sitios de San Sebastián. Hay un comedor en el piso superior, pero prefiero quedarme en la entrada. Banqueta y mesa alta. Tercera caña y una de las especialidades del lugar: Longanizas rellenas de miel cocinadas con vino blanco. Mi cerebro ha fichado unas albóndigas que archivo para otra visita futura.

Con las longanizas me pasa lo mismo que con la ensaladilla rusa. Nunca han formado parte de mi ránking de comidas favoritas. Claro que nunca había probado las de aquí. Son primorosas. Melosas, se deshacen en la boca, invitan a eternizar cada bocado porque se sabe que anticipan el final. La miel está en su justa proporción, para dotarlas de un sabor muy especial y muy bien maridado, sin resultar empalagoso. El servicio es atento, muy amable, rápido e instructivo, pero desde la humildad, como debe ser. Matería prima excelente, muy bien tratada y cocinada, original, pero sin efectismos. Cada vez me gusta más esto de hacer turismo en mi propia ciudad.