Un gesto sencillo. Una mano espolvoreando con especias un pan. Un bagel de Jerusalén. Sin importar que parte se derrame en la mesa. Una coreografía que instantes después se saborea en la boca. Sin gestos para la galería o el instagram. Un ritual que suma, un pequeño detalle que cuenta mucho. Cariño por las cosas bien hechas, por la proximidad. Estamos en Kukla, en una recoleta esquina interior de El Carmen.
Entre València y Tel Aviv hay más de tres mil quilómetros de distancia. El espacio se esfuma entre la cocina de Kukla y las mesas. Ayelet y Ronen traen desde su tierra el tahín y las especias, del Mercat Central la materia prima de sus platos. Los tomates, las berenjenas, las coliflores. Y se nota. Y se agradece.
El babagamush te recorre el cuerpo con mayor eficacia que un TAC. Las borekas detienen el tiempo mientras las masticas. La ensalada fatush es vida pura, un jolgorio que se querría prolongar hasta el infinito y más allá. Y los postres, ay los postres, mejor que hablar de ellos es probarlos. Viajar nunca había estado tan cerca.