El cartero (y Pablo Neruda) tenía que haber sido la séptima película como director de Massimo Troisi, pero acabó siendo la última como actor. Poco después de finalizar su rodaje fallecía víctima de sus dolencias cardíacas. Las mismas que le habían alejado de detrás de la cámara, confiando el trabajo en el cineasta Michael Radford. Era el 4 de junio de 1994. Tenía 41 años. Este 2023 hubiera cumplido 70. Y no hay mejor regalo de cumpleaños que el documental Massimo Troisi: Somebody Down There Likes Me (Mario Martone), que tuvo su première en el Festival de Berlín y que se estrenará en España en la Mostra de València, dentro de su Sección Oficial, fuera de concurso.
No es la primera película que indaga en su vida profesional. El segundo film como director de Troisi, una tv movie para la RAI, Morto Troisi, viva Troisi! (1982), ya lo hacía a su manera, ficcionada eso sí. El cineasta italiano imaginó entonces cómo sería su muerte y qué dirían de él algunos colegas de profesión. Por su metraje desfilaban mostrando sus condolencias desde Riccardo Cocciante a Pippo Caruso, pasando por ¡Goofy o Lassie!, mientras Roberto Benigni o Maurizio Nichetti le recordaban, al tiempo que asistíamos al trágico desenlace provocado por una pregunta a Troisi sobre la crisis del cine.
Cuando rodó este falso documental solo hacía un año que había debutado como director. Empezar desde tres fue su ópera prima y un gran éxito de público y crítica. Una comedia, inspirada a partes iguales en el primer Woody Allen y en la nouvelle vague, en la que, pasado el tiempo, se pueden reconocer las constantes que caracterizarían su carrera como director. Más allá de que el propio Troisi protagonizará todos sus films, en esta película ya asoman las relaciones sentimentales y humanas como el andamio narrativo sobre el que construir las historias. Está Napoles, su personaje de antihéroe, los verborreicos y disparatados diálogos, su oda al humor a través de la exageración construyendo dramas inocuos a partir de lo absurdo y de la realidad y generando conflictos que provocan la carcajada. También están las rupturas amorosas y sus consecuencias, como esos intentos bufos de suicidio que se repetirán en otras cintas. Y esos finales en los que da la sensación que alguien apreta el botón de «pausa» y abandonamos estas vidas que hemos conocido sin que importe qué vaya a pasar unos minutos después, cuando desaparecen de la pantalla.
Su cine es el «del hombre de la calle que se enfrenta con los problemas típicos de una generación, que son comunes a los de otros países», reconocía el propio Troisi en una entrevista en El País recién estrenado su debut. Y esa máxima la mantuvo hasta el final, incluso en aquellas cintas en las que la acción se desarrollaba en otras épocas. Su tercer trabajo detrás de las cámaras, Scusate il ritardo (1983), mantenía la frescura de su ópera prima, ahondando en la figura del protagonista inmaduro e inseguro (como siempre protagonizado por él) que encontraba el divertido contrapunto cómico en su pareja o su mejor amigo (esto último otro de los puntos asiduos en su cine).
En Non ci resta che piangere (1984), compartió con su amigo Roberto Benigni las labores de dirección. Es, posiblemente, su película menos interesante. Ambos dan vida a dos amigos que una noche de fuertes lluvias viajan en el tiempo hasta 1492. Durante las casi dos horas de duración planea la sensación de un film fallido, que se agarra con todas sus fuerzas a los golpes de humor que deben provocar los esperados equívocos producidos por las distintas épocas en que viven unos y de la que vienen otros. Arrasó en taquilla. Demasiado fácil, demasiadas veces visto antes. No es casual que fuera la única película como director de Troisi en la que no escribiera el guión con Anna Pavignano.
Lejos de perder su pulso narrativo, Troisi evoluciona en sus dos últimas películas (Le vie del Signore sono finite, 1987, y El amor no es lo que parece, 1991) hacia un humor más pausado, en el que hay incluso lugar para la tragicomedia (la primera de ellas se sitúa en los años de ascenso del fascismo en Italia) y donde el eterno adolescente que protagonizaba sus cintas saborea con cierta angustia los sinsabores de la vida, sin por ello, por supuesto, renunciar a su adn peterpanesco. El cineasta italiano no se aburguesa, todo lo contrario, amplía sus objetivos (Mussolini, el matrimonio…) y apunta con minuciosidad, apostando más por la risa de fondo que por la urgencia del gag.
Mario Martone no trabajó nunca con Massimo Troisi, aunque en las entrevistas suele recordar un encuentro que tuvieron después de una cena con más gente en un festival francés, y donde descubrió a un profesional humilde y discreto. Precisamente con este documental quiere redescubrir a los espectadores al Troisi director, mucho menos conocido que el actor. Martone es napolitano, como lo era Troisi, y como también lo es Paolo Sorrentino, al que en esta Mostra se le entregará la Palmera de Honor. Pero esa es otra historia de la que ya hablaremos. Los focos deben apuntar, hoy, a Massimo Troisi.