Lidia Caro Leal.

Soy Lidia Caro Leal. Soy… ¿una persona? La verdad es que hace mucho que no paso el test de Turing. Que lo mismo solo soy una forma de Inteligencia Artificial. Espero que mis ingenieros se hayan currado un par de algoritmos para que pueda saborear este vermut con soda y naranja que tintinea en mi mano. Cortocircuitar hoy me viene mal.

En mi existencia en la Tierra, este pedrusco arenoso arrojado en un infinito amasijo de cuerpos celestes y basura espacial, intento escribir donde me dejan, leer lo que cae en mis manos y comer hasta ser feliz.

Como todos, soy un proyecto inacabado –¡ninguna persona es una entidad fija!– así que diré que por el momento soy plumilla (redactora, community manager, articulista, periodista, copy de botes de cremas anticelulíticas y salsas picantes), pero que en el pasado fui personal de agencia de publicidad, estudiante en prácticas de cocina,…

Podéis leerme bajo anonimato en redes de centros culturales y restaurantes y con mi nombre y mi prosa auténtica en Guía Hedonista y publicaciones esporádicas en papel (ay, el papel).

Un disco: Elegir solo un disco me parece una tarea hercúlea, una empresa digna de solo unos pocos elegidos, una quimera. Discos por el momento en el que los escuché: Sirens, de Nicolás Jaar, en el suelo de un piso en la frontera entre Chiado y Bairro Alto, Lisboa; Micah P. Hinson and the Gospel of Progress, el cantautor maldito fue la banda sonora de un viaje en bus de dos días y una noche insomne entre Santiago y Buenos Aires; Ape In Pink Marble, de Devendra Banhart, en un atasco infinito sobre el río Tajo después de ver pescar sardinas en el Atlántico. Y toda la discografía de Wilco.

Una película: Por pungente, triste y costumbrista, Ladri di biciclette, de Vittorio de Sica. La vi sola. Y sola le lloré como se merece este bellezón neorrealista.

Un montaje escénico: El jardín de las delicias, de la compañía de danza Marie Chouinard. Más lisergia todavía sobre el cuadro de El Bosco.

Una exposición: En la Fundación Mapfre, una señora exposición de cuadros impresionistas y postimpresionistas del Musée D’orsay.

Un libro: ¿Uno? Imposible. Uno por cada uno de los últimos cinco años. 2020, Mirarse de frente – Vivian Gornick; 2019, Guerra y Paz – León Tolstói; 2017, La peste – Albert Camus; 2016, Sostiene Pereira – Antonio Tabucchi; 2015, Trilogía sucia de La Habana – Pedro Juan Gutiérrez. 
Nota: al ritmo que lleva y llevo con Vida y destino, de Vasili Grossman, es probable que de aquí a dos meses Gornick pierda el trono —lo siento Vivi, no te enojes, sabes que eres mi animal spirit—.

Una serie: The Wire. Tragedia coral, un centauro narrativo. Una maravilla. La vi cuando iba y venía de Castellón en tren. Juro que en la entrada a la estación del Nord, antes de que el Parque Central existiera, había un sofá raído en el que Omar Little gestaba el próximo giro argumental.

Una serie de animación: ¡Inspector Gadget! ¡Cereales híper azucarados para desayunar! He aquí, el origen de mi filia por las gabardinas.

Una revista: Fuet Magazine. El subtítulo de «food and its peripheries» me cameló. Me gusta el fuet. Me pirra el periodismo gastronómico que se sale por la tangente y cuenta historias. Y las fotos son un manjar.

Un icono sexual: La iconoclasia no me permite venerar a ninguna representación humana.

Una comida: Ver respuesta en la siguiente pregunta. También, ver, pero no tocar, mi tupper de hoy: lentejas.

Un bar de València: Tengo el corazón partido entre Richard, Rausell y Casa Montaña. Hay un estado emocional para cada uno de ellos.

Una calle de Valencia: Carrer del Turia. Solo una calle de esta ciudad concentra dos cafés de gatos, dos panaderías con “pan pan”, un tablao flamenco, un local de cruising y ninguna tienda de fundas de móvil.