Soy de Meliana y soy geógrafo (me sirvió para gozar mientras escuchaba a Joan Romero o Josep Vicent Boira), aunque tuve un contratiempo y he acabado dedicándome a la comunicación, viviendo plenamente en la agencia abasedebe, donde somos muy tiernos y nos encanta pasarlo bien dando esplendor a nuestros clientes. Escribo cada semana en Valencia Plaza -desde un verano que hacía mucho calor en 2012- y en Levante-EMV, y de vez en cuando en algunos otros lugares. Disfruto liando e ideando cosas en Rambleta. He escrito junto a Ramon Marrades y las fotos de Eva Máñez, «La Nova Guía de València», una visión y un recorrido sobre una Valencia que ya ha llegado. Cofundador de València Vibrant junto a unos pirados y del proyecto Qui És Qui. Me gusta mucho comer, ver Valencia desde el aire y cotillear en Snapchat. Una mañana me vi en la portada de la primera edición de la historia de Verlanga y casi me da un patatús.
Partamos de la base de que mi relación de estima con Valencia está intoxicada por un anabolizante: verla durante años y años llegando de l’Horta Nord, con la ciudad tan cerca pero al mismo tiempo tan poco mía. Eso me ofrecía una visión encisadora. El encanto, un poco guiri (me molaría ser guiri perpetuo; reivindico la condición), con cierta distancia, continúa aunque viva en el 001 de la ciutat. O quizá precisamente por eso. Ojalá me sobreviva. Hay también cierto vicio por verle más la corteza que su profundidad, y eso hace más idílica esta relación, me permite dejarle pasar a Valencia puntuales desplantes.
Por todo eso -o por lo que sea- la cuestión es que me invento ciudades muy distintas dentro de ésta, pero la imaginación siempre se acaba quedando corta. No nos engañemos, Valencia es un agitado entre la endogamia, la imaginación, la locura del ponent, el puntillo cosmopolita, la voluntad de progresar, el influjo minifundista y la humedad, ay la humedad, que supera cualquier invención y la hace, según el zapping que uno practique, desalmada, culta, comboiera, fresca y despampanante, capaz de ser la más pazguata y la más transgresora de todas al mismo tiempo. Sigo haciendo esfuerzos para comprenderla; cuanto menos la comprendo más me gusta.
Y de ella me quedo por su significado con estos cinco lugares bellos:
La barraca de Mariano
Se supone que es una garita clandestina y que no hay que hablar de ella, pero hasta Ximo Puig ha hecho comidas de trabajo allí, así que… Una localización de cine canalla, en cuyo borde las barcas surcan l’Albufera como paseando por un océano tranquilo. Me gusta porque es en esos sitios donde está la Valencia más tropical, la misma que hace que en las procesiones de Semana Santa del Cabanyal en lugar de ir el gentío emperifollado el público traiga sus chanclas y su estampado de leopardo.
Recuerdo una comida en la barraca que empezó jugando en los fuegos con las anguilas (no hace mucho le leí decir a la cocinera Begoña Rodrigo que con la anguila le ocurrió como con Valencia: la odiaba hasta desecharla pero ha acabado entendiéndola y aprovechándola). Aquella cita en la barraca terminó pantagruélica mientras se hacía de noche. Es en lugares como éste donde se nos desencripta mejor: la búsqueda ilimitada por el placer y el deseo de la evolución. L’Albufera, tan misteriosa, feliz pero agreste y temible, es el paisaje que mejor nos representa.
Estudio de Daniel Nebot
Me chiflan los lugares de trabajo de la gente que crea. Fantaseo con poder ganarme la vida yendo de uno a otro. Y el del diseñador Daniel Nebot me gusta especialmente. Por dónde está, en la calle de l’Almodí, donde la Seu y la Xerea se entrecruzan palpándose (floto en estas calles porque Valencia se parece a Roma) y al pasar ves a Nebot, todo un Premio Nacional bien tocho, al otro lado de la cristalera. Y me gusta todo por dentro. Decenas de cachivaches hechos por Dani con sus manos veloces, una trastienda con taller en el que doma la madera… y sus diseños escapando por cualquier parte con la virtud de parecer estar hechos en el mismo momento, tanto los de hace veinte años como los de ayer. Nebot habla mucho y estar escuchándole mientras miras a cualquier lado es un placer que debería formalizarse. Por otra parte, viva los estudios y los negocios a pie de calle, traslúcidos y callejeros.
Ultramarinos Enrique Dasí Seguí
No es cuestión de melancolía, sino de belleza. Un ultramarinos como éste, calle del Mar 32, es pura armonía. He estado cerca de un año viéndolo casi cada día y me daba un chute de optimismo encontrar a una comunidad rebelde resistir rutinariamente junto a Enrique y Vicenta (el padre de Enrique fue empleado, llegaba desde Bétera en bici cada mañana; acabó siendo propietario). Comestibles como para pasar una guerra en un palmo de local generoso en companatge. Lugares así son trinchera… aunque tanta poesía acabará en desguace a la jubilación de sus dueños y en un bar insulso sustituyéndolo. En fin. También me mola Ultramarinos Dasí por su circunscripción: una Valencia de portones y herencias de judíos escondiéndose de un vecindario a punto de prenderles fuego, de pijas septuagenaria con los pendientes de bola, culturetas decadentes, infinidad de hermosas iglesias de campanas histriónicas, treintañeros con Hawkers planificando su huida a Jávea y guiris, viva los guiris.
Edificio Moroder
En frente de Antigua Capitanía (que ahora es el Cuartel General Terrestre de Alta Disponibilidad), el Edificio Moroder, que no Mordor. Deberían hacerse muchas más fotos valencianas con Moroder de fondo. Por allí siempre me siento de viaje y arrimado a un proyecto de ciudad placentero. Miguel Fisac lo construyó en los sesenta sacrificando edificabilidad a cambio de darle jardín y libertad, dejando que corriera el aire entre ciudad y edificio. Además las fachadas de Moroder están vivas y cambiando todo el tiempo. Id allí a haceros las fotos, por-dios.
El viejo faro de Valencia
Me gustan los faros porque son el aviso armonioso de lo inhóspito que es el mar. Y el viejo faro de Valencia más todavía. Hace unos meses lo visité custodiado por la policía portuaria y fue una experiencia cercana -es un decir- a visitar un Prípiat marinero. Al igual que Nazaret es un fantasmagórico enclave marítimo sin mar, el viejo faro es como un trozo arrancado de la ciudad del salitre y abandonado en cuarentena. Cómo un icono puede pasar de alumbrar el mar y ser punto de reunión del Marítim, a quedar perdido en territorio de la autoridad portuaria. Poner los brazos sobre el murete que rodea al faro y mirar una Valencia brumosa allá a lo lejos es una sensación estratosférica y, por fin, una manera de verlo todo más claro.