Chicho Ibáñez Serrador. Foto: Falla Plaza del Pilar.

El pasado viernes, 7 de junio, por la tarde, se detuvo el corazón de Chicho Ibáñez Serrador. Un hombre que supo leer como nadie la televisión del futuro, adelantándose a su tiempo no solo en cuanto a contenidos a tratar, sino también en su forma. Historias para no dormir; Historia de la frivolidad; Un, dos, tres,… responda otra vez; Hablemos de sexo,… Tuvo una corta incursión en el mundo del cine, con dos títulos (La residencia (1969) y ¿Quién puede matar a un niño? (1976)) convertidas con el paso del tiempo en sendas cintas de culto. La primera de ellas, además, bautizó muchos años después uno de los locales más importantes del underground valenciano actual.

Pero más allá de esa anécdota, hay que destacar que Chicho Ibáñez Serrador tenía un vínculo especial con València tal vez no muy conocido. Su abuela materna era de El Grao. Así lo contó cuando fue invitado a ser mantenedor de la Fallera Mayor de la Falla Plaza del Pilar, María del Rosario Gil-Perotín Sánchez. Fue un 4 de febrero de 1970, miércoles, en el Teatro Principal, compartiendo cartel con Tip y Coll, Los Mismos, Michel, Henry Stephen, Celia Gámez, Concha Piquer (en la que acabó siendo su última actuación en directo), Carmen Sevilla y Augusto Algueró, Rafael Ibarbia y la Gran Orquesta Levante.

En la web de la Falla Plaza del Pilar se puede leer la transcripción de aquel emotivo discurso, que ahora en Verlanga reproducimos a continuación.

Foto: Falla Plaza del Pilar.

«Hace más de un mes llamó a mi casa un viejo amigo: un periodista valenciano que me habló de tiempos pasados y me trajo recuerdos de mi madre y de temporadas teatrales que perviven solo en la memoria de unos pocos. Este amigo que dijo: “Narciso, mi hija ha sido nombrada fallera mayor de la Plaza del Pilar. ¿Quisieras ser tú quien haga su presentación y la de todas las muchachas que forman su corte de honor?”. Yo acepté. Acepté no solo por la vieja amistad que a él me une, sino porque se trataba de una falla y de Valencia.

Nací en América, en Sudamérica. El que un sudamericano elogie en una ocasión como ésta a Valencia, sus mujeres, sus tradiciones, puede que suene a piropo obligado, a homenaje dictaminado por las circunstancias y la cortesía. Por eso, ya que he de hablaros de Valencia y los valencianos, de fallas y falleras, de ninots y de fuego, quiero antes contaros una historia. Es la historia de una muchacha que nació en El Grao hace muchos años. Vendía pescado, llevaba los pies desnudos, los tobillos al aire y apoyaba en su cabeza un gran cesto conteniendo los frutos de la mar. Esta muchacha, sin ser aún mujer, se unió a un catalán, cómico de la legua y ambos se fueron a América. A “hacer la América”. A probar allí fortuna. Aquella muchacha del Grao era mi abuela materna.

Todos mis abuelos eran españoles, por parte de mi madre, catalán y valenciana. Por parte de mi padre, vasca y murciano. A sus hijos y luego a sus nietos, aquellos cuatro españoles les hablaron de sus recuerdos y de sus tierras, pero hubo una que ponía en sus palabras mayor fervor que los demás, una pasión mucho más grande. Por eso, aquella chica del Grao, cuando fue madre y luego cuando fue abuela, durmió a sus hijos y a sus nietos contándoles cuentos de la mar y de la huerta e hizo que aprendiesen cancioncillas infantiles que todos los Serrador llevamos clavadas en la memoria: “Una estoreta velleta pa la falla del tio Pep”. Nos enseñó pregones inocentes y alegres: “Tres pardalets, una aguileta, jo sempre vaig amb bicicleta. Ploreu xiquets, que pardalets tindreu”. Y así fue como un día en América nacieron unos pájaros no vistos hasta entonces, unos pequeños pájaros hechos de barro y pluma por las manos de una valenciana, para que sus nietos tuviesen también un “pardalet”. Por la abuela conocimos a Sorolla antes que a Velázquez, a Blasco antes que a Galdós, a Serrano antes que a Falla.

Todos vosotros estáis acostumbrados a que año tras año, cientos de oradores en los días anteriores a las fallas, glosen el Levante, los naranjales de La Ribera, los arrozales, la pólvora, el ninot. Valencia, en una palabra. Y como valencianos que sois, valencianos de sangre y alma, os emocionáis y sentís un orgullo grande cuando cubren de piropos a vuestras hijas y os alegráis con el retumbar tremendo de la mascletá, la brillantez de la Nit de Foc, y la muerte trágica de los ninots. Vosotros, valencianos, creéis conocer y entender las fallas mejor que nadie, pero os equivocáis…

Decís que en las fallas hay alegría y tragedia, humor, sarcasmo, tradición y muchas cosas más, pero nunca habláis de la tristeza, porque nunca habéis visto una falla triste. Es imposible una falla triste. Cada cohete que estalla el 19 hace que se inicie en vosotros una sonrisa. Cuando el fuego trepa por las figuras, cogéis del brazo y cantando celebrais el Sant Josep de la estoreta velleta. No, vosotros, valencianos, no conocéis unas fallas tristes. No las conocéis porque a pesar de ser valencianos no conocéis todas las fallas. No conocéis las fallas de ultramar. Yo sí.

También este año, como todos los años, habrá en Argentina, en Venezuela, en México, un grupo de valencianos, que ante el asombro y la incomprensión de toda una ciudad, en una plaza del extrarradio o en un patio humilde, o en algún solar abandonado, amontonen cuatro muñecos mal hechos y los quemen en la noche del 19. Los que por allí pasen preguntarán “¿Y eso qué es?”, “¿Qué queman?”. “Es una falla”. ¿Y qué es una falla?”. Y el valenciano de ultramar responderá con una sonrisa triste. “Una falla es esto, es Valencia”. Valencia, que queda lejos, demasiado lejos. En estas fallas de ultramar no hay alegría, ni bullicio, ni riqueza. Los pocos cohetes que allí estallan suenan como un eco lejano de los cientos de miles que aquí retumban. Sus ninots son burdos, mal hechos, sin gracia, porque allí no hay artistas que sepan crearlos. Estas fallas humildes se consumen también en un fuego pequeño, ya que hacerlo grande sería contravenir disposiciones municipales y así, junto a esas hogueras tristes, muchos valencianos de ultramar, por su edad, o por falta de dinero, o por absurdos motivos políticos, queman año tras año la esperanza del regreso.

Sus hijas y sus nietas se visten de labradoras, como vosotras, pero hablan con acentos extranjeros. Cuándo el pequeño cortejo fallero pasa por las calles de la ciudad le siguen miradas de incomprensión “¿Y esas chicas qué hacen?” “¿De qué van disfrazadas?” “¿Es carnaval?”. “No, son valencianas”, vuelven a contestar los viejos emigrantes.

Sé que mi obligación esta noche sería la de glosar la fiesta, vuestra belleza, tu belleza y tu juventud, Fallera Mayor. Sé que mi obligación sería ensalzar la región y agregar alegría a esta fiesta de alegría. Por eso os pido perdón por no saber hacerlo. Os pido perdón y al mismo tiempo que comprendáis que mis fallas de niño fueron esas fallas pequeñas y mal hechas, a las fallas que lejos de España levanta la nostalgia y el amor inmenso de los valencianos que viven y mueren lejos del Grao y la huerta.

Por eso me permito deciros que por mucho que queráis a Valencia y por mucho amor que sintáis por vuestra tierra, que por mucho entusiasmo que demostréis y volquéis en vuestras fiestas falleras, jamás sabréis hasta que punto es fuerte la Valencia tierra en la Valencia sangre de un valenciano, si no dejáis algún día atrás, muy atrás, vuestra región.

Pero pongamos punto final a estas palabras tal vez demasiados llenas de nostalgia. Quiero que sepáis, querida Fallera Mayor de la Falla de la Plaza del Pilar, muchachas de su Corte de Honor, que la falla de este año, vuestra falla, no morirá cuando se extinga la última llama en la noche del 19. No morirá porque los recuerdos no mueren. Por eso me permito un consejo: en ésta vuestra fiesta, vuestra falla, abrid bien los ojos, los oídos, hasta la nariz. Grabad en vuestra memoria hasta la última mueca de los ninots. Haced que por vuestros tímpanos entren con más fuerza que nunca himnos y pasodobles. Aspirad la pólvora. Abrid vuestros cinco sentidos a olores, ruidos, música, luces, colores, estallidos, risas, vida en una palabra, Valencia en una palabra, para que esa falla no muera nunca en vosotras. Para que así algún día podáis contar a vuestros hijos y luego a vuestros nietos, como fue vuestra falla el día que fuisteis falleras. Si lo recordáis, la falla de este año no morirá entre las llamas. Si lo recordáis podréis luego contarlo, como a mí me lo contaron una vez siendo muy niño y estando lejos, muy lejos de Valencia.

En nombre de aquella pescadera del Grao que duerme para siempre en tierras de América, en nombre de todos los valencianos que el día 19 no reirán ante sus pequeños fuegos y sus cohetes tristes, sino que sentirán Valencia mucho más que vosotros, agradezco que me hayáis permitido el lujo y la valentía de hablar de fallas a falleros y de Valencia a valencianos.

Muchas gracias».

Foto: Falla Plaza del Pilar.