Begoña Donat. Foto: Pedro E. Castelo.

Soy agnóstica, pero doy gracias a Dios por la cinefilia del seminarista del pueblo donde veraneé toda mi infancia y adolescencia, Vall de Almonacid. Durante años, un recuadro blanco pintado toscamente en la fachada de la torre de la iglesia sirvió de gran pantalla en la plaza del Ayuntamiento. Cada martes y sábado, salíamos con nuestras sillas plegables de casa, y por 50 pesetas nos sentábamos a devorar un bocata mientras los pequeños veíamos maravillados Siete novias para siete hermanos, La pantera rosa, Ben Hur, Una noche en la ópera, Con faldas y a lo loco, 2001: una odisea del espacio…

Mi curiosidad por el teatro, que no flechazo, eso sería de adulta, fue en 1987, en el Teatre Escalante, al que fui con el cole a ver La comedia de las equivocaciones. Uno de los trabajos que más me ha alegrado y entristecido fue, precisamente, llevar la comunicación de este proyecto iniciático para tantos niños de València cuando tuvo que mudarse de la calle Landerer.

Me llamo Begoña Donat, para los más íntimos, Bego. Aunque la dichosa eñe que no entra en Twitter invita a que muchos se tomen confianzas. Soy periodista porque me gusta leer y mi padre siempre tenía un periódico en el sofá de casa, que yo, no nos engañemos, no tocaba ni con un palo, porque andaba ensimismada en libros. Pero cuando llegó el momento de elegir una carrera, lo asocié a la única manera de ganarme la vida escribiendo.

La universidad fue una frustración, pero no así el ejercicio del oficio, que me ha ganado el reiterado adjetivo de entusiasta por parte de la que es una buena amiga desde los 22 años. Digo yo que a estas alturas debe conocerme bien.

Me he resistido a responder a este cuestionario durante, qué barbaridad, un lustro, porque soy pelín contradictoria. No me ha temblado la grabadora para hablar con, pongamos, Jodie Foster, pero sí la voz al contar sobre mí misma. Como extrovertida por fuera, insegura por dentro, hace años que acepto toda oferta para hablar en público a fin de superar mi miedo invalidante a hacerlo y, salvo por algún temblor delator en las manos, parece que mi seguridad no solo cuela, sino que me la voy creyendo.

De niña nunca fui a campamentos de verano, pero me he resarcido con una modalidad profesional que pasa por la cobertura en primavera, otoño e invierno de los festivales internacionales de cine de Berlín, Cannes y Toronto para medios como Esquire, Telva, CulturPlaza, Susy Q, The Objective y el podcast de cine de Onda Cero, Kinótico. Son inmersiones de unos 12 días en los que veo, hablo, sueño, pregunto, escribo y discuto sobre los productos del audiovisual con compañeros que se han convertido en cómplices de inquietudes y fatigas y junto a los que he ido construyendo vínculos, afectos y chascarrillos que nadie más entiende.

Mi hijo no le dio valor a mi trabajo hasta que su tío no repasó en voz alta a cuántos de los actores que interpretan a Los Vengadores he entrevistado. Solo le faltó hacer check a Thor. Y de mi grabadora rescatamos también a algunos de sus villanos y secundarios.

En los últimos tiempos, las dinámicas del periodismo cinematográfico me han provocado enfados importantes y desilusiones varias al entrar en la rueda de promociones en las que, a menudo, has de enviar las preguntas por anticipado y de manera creciente, entrevistar en grupo. Me quito la espina en el cine de autor y el género documental con largas y reveladoras conversaciones.

El resto del año, el atracón se invierte. Puedo ir hasta tres veces a la semana al teatro.

Me comprometí con un amigo fotógrafo con el que hice tándem a los 23 años a que si un día nos aburríamos de este trabajo, lo dejaríamos. Han pasado más de dos décadas. Aquí sigo.

Un disco: Grace, de Jeff Buckley. Me conmueve hasta las lágrimas. Imagino que también por pensar en toda la música de la que un estúpido accidente nos ha privado.

Una película: Días del cielo, de Terrence Malick. La vi este pasado octubre, en el Festival Lumière de Lyon. Estuve a punto de tirar la toalla, porque hacía frío, era de noche y ya llevaba un buen tute de proyecciones repartidas por toda la ciudad. Salí abrumada por una emoción muy honda. Síndrome de Stendhal lo llaman. Es lo más hermoso que he visto nunca en una gran pantalla.

Un montaje escénico: De danza, Caída del cielo, de Rocío Molina. Los que asistimos a verla en el Teatre El Musical en mayo de 2017 vivimos una epifanía. De teatro, Renacimiento, de La Tristura, por lo meta, por la esperanza en este futuro que se prevé aciago y por esa catarsis final en la que dejan sonar enterito el himno People’s Faces, de Kae Tempest.

Una exposición: La retrospectiva que le dedicaron al artista islandés Olafur Eliasson en la Tate Modern de Londres. Inmersiva, juguetona y concienciada.

Un libro: Middlesex, de Jeffrey Eugenides. Es el libro que más he prestado. Me abrió los ojos al poliedro que es la identidad. Épica desde lo personal y lo íntimo.

Una serie: Siempre digo que envidio a los que todavía no han visto The Wire. En sus cinco temporadas aborda de manera incisiva, honesta y nada maniquea todos los frentes abiertos de nuestra sociedad: la educación, la violencia estructural, la precariedad económica, la corrupción sindical y política, el periodismo… con un buen surtido de carismáticos antihéroes.

¿Quién te gustaría que te hiciera un retrato? Mark Ryden. Que me sacara con unos ojos enormes, rizos esponjosos y una abeja gigante entre los brazos.

Una app: Ivoox, toda una Alejandría de los podcast.

Una comida: El arroz a banda que cocinaba mi madre, cuya receta se ha perdido entre las fugas que le provoca el Alzhéimer.

Un bar de València: El J.M., un bar de pescado y marisco fresco de mi barrio, Monteolivete. Me gusta el trajín de los camareros, el olor de la plancha, la energía inagotable de su dueño y el grito a coro de ¡bote! cuando algún cliente se rasca el bolsillo.

Una calle de Valencia: Regne de València, por la mediana de palmeras, la heladería Brustolón y los restos del añorado ABC Martí, donde cubrí mi primer festival, la Mostra de València.

Un lugar de València que ya no exista: La huerta que había junto a la avenida Amado Granell. Tengo imágenes vagas de una barraca y de vacas, aunque creo que lo de las vacas es uno de esos recuerdos impostados.

¿Con quién te tomarías un vermut? Con Carme Valls, una endocrinóloga catalana que ha emprendido una cruzada para revelar y reparar la desigualdad que sufre la mujer en la medicina. Capitán Swing ha editado su último libro.