Me llamo Dani Grau y, para bien o para mal, soy periodista. Ese detalle, sin embargo, me parece poco relevante. Prefiero reconocerme, como hace ya mucho tiempo escribí, entre esas personas que aman la música por encima de (casi) todas las cosas. Ese casi, como algunos habrán intuido, se refiere a las cosas verdaderamente importantes de esta vida: mi mujer, mi hija, mis amigos y por ahí. Poco más, la verdad. Debo reconocer, eso sí, que a la música le pisa los talones la literatura en ese podio de pasiones que ilumina mi rutina. En cualquier caso, imagino que ese magnífico maridaje de canciones y lecturas, y tal vez algún episodio de “Lou Grant”, fue lo que en algún momento me llevó a estudiar Periodismo y, después, a convertir aquello en mi profesión.
Recuerdo que aún andaba perdido en esa edad boba de la adolescencia cuando comencé a realizar mis primeros fanzines (con títulos más o menos ridículos como Boga, Snap! o Yesterday). De ahí di el paso a los micrófonos de Radio Klara y en poco tiempo fui encadenando colaboraciones en todas aquellas publicaciones que tenían a bien hacerme un huequecito entre sus páginas: Ruta 66, Mediterráneo, Mondo Sonoro, On the rocks, Wah-Wah… Mi estancia mediática más dilatada fue en El País (y algunos de sus suplementos, como Tentaciones o el muy añorado Quadern), donde firmé numerosas críticas de conciertos, entrevistas, reseñas de agenda o reportajes de música y, en menor medida, de otros ámbitos de la cultura, como la literatura o los tebeos. Durante esos años, además, escribí biografías de algunos de mis artistas y grupos favoritos, como Nick Cave, Nirvana, Joy Division o Teenage Fanclub, para la editorial La Máscara, y colaboré en volúmenes colectivos como “Historia del rock en la Comunidad Valenciana. 50 años en la colonia mediterránea” (AvantPress) o el “Diccionario de la música valenciana” (Iberautor).
Desde 1999, hace ya una eternidad, trabajo en el departamento de Comunicación de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) en Valencia. Y sí, antes de que me lo pregunten, soy un firme defensor de los derechos de autor y, por eso, creo que todos los creadores deben ser justamente recompensados por su trabajo. Aunque sólo sea por lo felices que nos hacen algunos y por contribuir con su talento y sensibilidad a hacer de este mundo algo más hermoso. Es puro sentido común o, si prefieren, justicia poética. Por lo demás, en mis ratos libres, sigo escribiendo –me resultaría raro no hacerlo- y tocando, aunque rematadamente mal, una guitarra que, como decía aquella canción, “jamás dominaré a entera satisfacción”. Pensarán que soy un músico frustrado y tal vez tengan razón, pero si hasta David Duchovny ha grabado recientemente un disco, creo que jamás debería perder la esperanza.
Dicho esto, podría hablarles también de mi devoción casi mística por el punk, mi afición por los tatuajes, las fotografías de Alberto García-Alix, las infusiones de hierbas relajantes, las pinturas de Edward Hopper, la palomitas de maíz, los dibujos animados, las motocicletas, los asuntos de la política, los muñequitos de Playmobil, los sitios de playa, las historias sobre nuestra guerra civil, los caramelos de nata, las velas aromáticas, las chapitas, los adornos navideños, los suplementos culturales de los periódicos, el material escolar y de oficina, las gominolas, los cantos de Walt Whitman y los paraísos artificiales de Baudelaire, el ron con cola, la emoción que todavía siento cuando una canción que jamás antes había escuchado me sacude la cabeza o ese raro cosquilleo en el estómago que aparece justo cuando se acerca la fecha de publicación de un nuevo trabajo de alguno de mis autores preferidos. O las carcajadas que siempre me provocan las historietas de Peter Bagge. O “El amor, las mujeres y la vida” de Benedetti. O… Aquí lo dejo. Pero les advierto, como podrán comprobar a continuación, mis recomendaciones y gustos son poco sofisticados, elitistas y glamurosos. Aunque a mí me valen y, por lo que a mí respecta, eso es más que suficiente. Sean felices.
Un disco: Podría citar decenas. Uno para cada día del año, por lo menos, pero como no es cuestión de aburrirles, me limitaré a mencionar mis favoritos de los artistas que conforman mi personal ‘Santísima Trinidad’ de la música popular. Por un lado, “London calling” de The Clash, un álbum doble al que no le sobra nada y que, además, rebosa de actitud, compromiso y canciones memorables. Le sigue “Tender prey” de Nick Cave and the Bad Seeds. El australiano es mi músico preferido (por sus referentes, su estética, su talento y porque me resulta tremendamente inspirador, a la manera de Patti Smith o Ian MacKaye) y, además, un disco en el que se dan cita temas como “Deanna”, “The mercy seat” y “Watching Alice” merece un altarcillo en lo más alto de la historia del rock. Por último, “Al final de este viaje” de Silvio Rodríguez. Me encanta la canción de autor, un género que, como cualquier otro, tiene cosas buenas, malas y regulares. Y Silvio, a mi juicio, tiene el mejor de los repertorios posibles y una biografía que es casi un modelo de vida. Ese es el tipo de artistas que me desarman y me hacen volar.
Una película: Se me ocurren, también, unas cuantas (algunas de ellas, por cierto, no serían capaces ni de imaginárselas), aunque hay tres que podría ponerme en bucle sin temor a aburrirme: “Drugstore cowboy” (1989), de Gus Van Sant (y protagonizada por Matt Dillon y Kelly Lynch); “Corazón salvaje” (1990), una fantasía de David Lynch basada en las aventuras de Sailor y Lula de Barry Gifford (con Nicolas Cage y Laura Dern); y “Beautiful girls” (1996), dirigida por Ted Demme y con un reparto memorable: Timothy Hutton, Uma Thurman, Matt Dillon, Natalie Portman, Mira Sorvino… Ya se pueden imaginar por dónde van mis gustos en esto del séptimo arte.
Un libro: “Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”. ¿Lo recuerdan? Es la frase que abre “El amor en los tiempos del cólera”, mi libro favorito de todos los tiempos. Lo escribió, aunque no haría falta ni decirlo, Gabriel García Márquez, un maestro para todos aquellos a los que nos gusta contar historias (o lo que sea) sobre una página en blanco. El mejor, sin duda. Algo más reciente es “Canciones de amor a quemarropa”, de Nickolas Butler, el último libro que por ahora me ha tocado hondo.
Una serie de tv: Lo confieso, me da una pereza horrible engancharme a series de televisión. Aunque, por lo que leo y me cuentan amigos en cuyo criterio confío, estoy seguro de que me pierdo algo muy gordo. “Girls”, de Lena Dunham, ha logrado atraparme y ahora, gracias a mi hija, he descubierto con cierto placer “American Horror Story”. Y eso que el terror es un género que no figura, precisamente, entre mis favoritos. Pero, puestos a elegir, quisiera reivindicar esas series españolas de los 80 que, a su manera (o a la de la Cultura de la Transición), retrataron aquella sociedad que trataba de salir del túnel oscuro y maloliente del franquismo. Me refiero, claro, a “Segunda enseñanza” y “Anillos de oro”, dirigidas por Pedro Masó y escritas y protagonizadas por la grandísima Ana Diosdado, a quien nunca me cansaré de elogiar. Podría añadir, también, “Tristeza de amor” de Manuel Ripoll y “Turno de oficio” de Antonio Mercero. Estupendas series que contaban, además, con unos repartos de puro órdago: Juan Diego, Héctor Alterio, Juan Luis Galiardo, Carmen Elías, Alfredo Landa, Concha Cuetos, Walter Vidarte… Joyas.
Una serie de dibujos de tv: Me pirran los dibujos animados y son muchas las series de este tipo que he seguido (y coleccionado, en tebeos o cromos) a lo largo de mi vida. Por resumir, de mi infancia me quedo con “Los Pitufos” de Peyo, producida por Hanna-Barbera. En mi recorrido hacia la madurez devoré con infinito placer “South Park”, la irreverente serie de Trey Parker y Matt Stone. De los últimos años, aunque la oferta es muy golosa, escojo la no menos alocada “Hora de aventuras”, creada por Pendleton Ward para Cartoon Network. Pero, por encima de todo, escojo un personaje: Mickey Mouse, al que tengo repartido por toda mi casa en muñecos, tebeos e ilustraciones, también en camisetas y pijamas, y es tal mi pasión de fan (fatal) que incluso lo llevo grabado en mi propia piel.
Una revista: Soy adicto a las publicaciones en papel, sean revistas especializadas, fanzines de todo tipo o magazines semanales de periódicos. Nunca faltan sobre la mesilla del salón el Rockdelux y Ruta 66. También suele estar a mano Jot Down, que incluye periodismo del bueno y algunos artículos para enmarcar. Por lo demás, para informarme desde una óptica ideológica apropiada suelo recurrir a La Marea y el periódico Diagonal. Para echar unas risas, la revista Mongolia.
Un icono sexual: Había pensado inicialmente en Poison Ivy (The Cramps). Sin embargo, la actriz francesa Julie Delpy creo que encaja mejor en lo que para mí es un icono de ese tipo. Me resulta muy atractivo contemplar su evolución, entre 1995 y 2013, a lo largo de la trilogía “Antes del amanecer”, “Antes del atardecer” y “Antes del anochecer” de Richard Linklater. Porque luce real y sin artificios, como corresponde a un buen icono.
Una comida: El arroz, sin duda. Preferiblemente al horno, pero me vale también la paella (sin carne y con mucha verdura, por favor), un sabroso arroz meloso de marisco o, si me apuran, hasta un risotto italiano al funghi o a la milanesa.
Un bar: Soy adicto a los bares y, más aún, a las cafeterías. Me quedaría a vivir en cualquiera de esas cuyo ambiente propicia la charla, sin estridencias, o invita a leer el periódico, con una magnífica selección musical de fondo, mientras saboreas un capuchino, bien preparado y servido con una galletita o chocolatina. Mi favorita está a unos cuantos kilómetros de Valencia, en Cullera, aunque podría estar perfectamente ubicada en el mismísimo corazón del barrio neoyorquino de Williamsburg y servir de escenario para una película de Noah Baumbach. Suena horrorosamente hipster, sí, pero, créanme, no van por ahí los tiros. Blau, que así se llama, es uno de los espacios más modernos y bonitos que se puedan imaginar, y sus tartas, cafés y tapas son absolutamente deliciosos. El trayecto, sin duda, merece la pena.
Una calle de Valencia: Volvemos siempre a los territorios de nuestra infancia y la mía está perfectamente delimitada por tres vértices que, escuadra y cartabón en mano, forman un magnífico triángulo escaleno. En uno de esos puntos se encuentra la calle Editor Manuel Aguilar, en la que viví hasta los catorce años o por ahí. A sólo unos metros de distancia se encuentra la siguiente parada: calle Carniceros, con el Colegio de las Escuelas Pías, donde estudié toda la educación básica y el BUP. Y muy cerquita también, cerrando este peculiar triángulo callejero sentimental, el Mercado Central, donde trabajaban mis padres y parte de mi familia, y en cuya admirable arquitectura se amontonan toneladas de recuerdos aderezados con embriagadores olores y sabores. Me encantan estas calles, un barrio que estéticamente no es ya el de mi infancia, ni esconde peligros detrás de cada esquina. Ya no es preciso apretar el paso a según qué hora, es cierto, pero sigue siendo emocionante callejear por allí con los ojos bien abiertos.