Malina e Isabel Requena. Foto: Francesc Vera.

De nombre oficial Isabel Requena Pallarés. Vertebrada, mamífera, bípeda e implume. Es la única manera de presentarme sin mentir. Mi rango animal no miente. Me explica y me conforta.

Hembra humana de 73 años. Lectora. Mujer de teatro.

Pero el teatro no es mi vida. No pertenezco a esa clase de actrices que entregan toda su vida al teatro. Las admiro, les doy las gracias, me fascinan, pero no, yo no. Puedo pasar tiempo sin teatro, pero no sin música. Amo la música clásica, de la antigua a la electrónica, la percusión, el flamenco, el jazz, las músicas de tradición oral, pero no se me ocurre presentarme como melómana. Aunque a la gata que vive conmigo le encanta Biber y es vertebrada y mamífera como yo.

Veo que como me hace ilusión contestar esta entrevista y no tengo delante a nadie que me corte, seguramente me engolosinaré escribiendo.

Una canción:

Dos, porque se necesitan la una a la otra.

Desde la primera infancia y para siempre: «El menú», de los XEY.

Era muy pequeña, la ponían en la radio y me encantaba: una canción que hablaba de comida, con voces de hombre muy bonitas que hacían broma, ¡y con comidas de lujo! ¿Qué es el cocido parisién? ¿Y la sopa húngara? ¿Y el franchipán? ¿Y de verdad se come la tortuga?

Desde la primera juventud y para siempre: “Ven acá, regalo mío”, de Violeta Parra.

La canto para mí en mil ocasiones, siempre es buen momento para cantar «ven acá, regalo mío, la Muerte, que te quiero preguntar…».

Y para no dejar de lado mi amor por la música clásica, de regalo “Margarita en la rueda”, de Schubert, por Elizabeth Schwarzkopf. Lo dicho, me engolosino.

Una película:

Dos, porque se necesitan la una a la otra.

El espíritu de la colmena, de Víctor Erice, y Amanece que no es poco, de Cuerda. Cuando firmo un contrato siempre hago constar que les dejaré colgados si me llama Víctor Erice. Nadie se lo cree, porque es imposible, ¿no?, y se ríen, pero… a veces pasan cosas…

Un montaje escénico:

Antaviana, de Dagoll Dagom. En el Teatro Valencia. Ay.

Una exposición:

La primera vez que ví Goya en el Prado.

Con los fusilamientos me atropelló el llanto sin aviso, como cuando llega el olor de una higuera sin haberla visto antes para prepararme, y todo el rato llorando las pinturas negras, la lecherita, el perro. Cuando voy al Prado, administro el tiempo para tener al menos una hora, al final, con el perro de Goya. Y si no hay tiempo, voy directa a él repartiendo reverencias a izquierda y derecha. Ese perro es mi pregunta, mi espejo, mi oración y mi reposo. Y qué puñetas, también mi extranjero, mi corazón de las tinieblas, mi Manuel bueno y mártir, mi Tristam Sandy, mi Quijote, mi idiota, mi Moby Dick, mi San Juan de la Cruz, y mi Guillermo Brown, y así de paso me desquito de la crueldad de tener que elegir un solo libro.

Un libro:

Una edición en Braille del XIX que compré hace años en el rastro. El único libro de la biblioteca que no sé leer. No sé el título, ni si es una novela, un manual de contabilidad o un libro de poesía. Acudo a ese libro en el desasosiego, en la hartura de ser yo. Cerrar los ojos, poner toda la atención en las yemas de los dedos, concentrar en esa caricia todos los sentidos intentando descifrar algún signo, me coloca en presente y al cuarto de hora se me ha pasado la tontería. Vale, yo seré insoportable, ¡pero el Cosmos es tan interesante!

Una serie:

Ninguna.

Lo he intentado, pero no lo consigo, exigen pasar demasiadas horas ante una pantalla.

Un podcast:

Radio Clásica me acompaña desde que nació, cuando se llamaba La 2. Tengo mucho que agradecerle. He elegido este porque echo de menos al Cifu por las noches, y por el saxo de plástico de Charlie Parker.

¿Quién te gustaría que te hiciera un retrato?

Un humorista. Ops, El Roto. En su faceta de humorista, no la de Rábago, pintor.

He tenido que interrogarme en serio y repasar la lista de artistas que admiro, porque no se me ha ocurrido nunca desear que alguien me retrate, si tengo fotos es porque el oficio las pide. Yo sí que me hago autorretratos de vez en cuando, por etapas, aunque J.C. decía que no son autorretratos, sino autocríticas. (Ay, si viviera Quino… sería un retrato muy diferente al de El Roto y se necesitarían los dos, claro).

Una comida:

¡El huevo frito! Sin duda. Con una copa de Valbuena y unas patatas fritas con su piel, ajitos y chalota.

Cuando sea mayor y una gran artista le haré un homenaje al huevo frito. Si empiezo a hablar del huevo frito me pasará como con el perro de Goya y me derramaré. Lo dejo. Y bueno, ahora no puedo permitirme un Vega Sicilia, pero hay riberas muy ricos más asequibles.

Un bar de València:

La Coveta, en la plaza Redonda.

Aquellas tapas recién hechas, el vermú casero, la oda al vino enmarcada tras la barra… No sé cómo es ahora.

Una calle de València:

La Vuelta del Ruiseñor.

Un lugar de València que ya no exista:

El antiguo Rastro de la plaza de Nápoles y Sicilia.

¿Con quién te tomarías un vermut?

Contigo. ¿Hace un Punt e mes?.