Silvia Llorente. Foto: Pedro Llorente.

Me llamo Silvia Llorente Escribano y, desde que tengo uso de razón, escribo. Lo hacía cuando apenas sabía conjugar los verbos. Rellenaba hojas y hojas de historietas que comenzaban, se desarrollaban y culminaban en cuestión de diez páginas (muy intenso todo, oiga). Nada de dibujos. Solo texto. Palabras. Letras.

Cuando hubo que escoger a qué dedicarse, me planteé estudiar Filología. Pero, después de pensar que casi seguro me vería obligada a terminar dando clases en un colegio, me asusté y me decanté por Periodismo. De los años de universidad aprendí muchas cosas: la principal, que no podía inventarme las historias que contaba. Veracidad, rigurosidad, honestidad: vamos, lo lógico cuando te dedicas a esta profesión. Pequeños gajes del oficio para una soñadora empedernida que, a pesar de ello, empezó a amar la comunicación y la profesión de periodista como la que más. Y es una relación que dura hasta el día de hoy.

De entre todos los temas habidos y por haber en la carrera, el que me cautivó fue el periodismo (y la comunicación) cultural. Y la radio. Otros dos amores de por vida. Ambos los he ido cultivando desde ese momento en mayor o menor medida (escribiendo reseñas literarias; haciendo secciones culturales para programas de radio) y, a pesar de que han existido altibajos, no he dejado de quererlos nunca.

Tanto es así, que no contenta con cuatro años de grado (aquí tienen a una de esas personas que se manifestó en contra del Plan Bolonia) me fui a Barcelona a completar mi formación con un máster en Periodismo Cultural. Pisé una agencia literaria. Paseé muchísimo por las Ramblas. E hice un curso de teatro tras haber adquirido habilidades de doblaje y locución en València. Después, volví. Y me fui. Volví, y me fui. Bruselas en invierno (llevando la comunicación de una fundación europea); València, en verano (en una empresa de marketing de contenidos).

La casualidad hizo que me encontrara un día con una oferta de trabajo para Gràffica, el medio de comunicación referente en cultura visual en lengua española. Víctor Palau y Ana Gea fueron las personas que me dieron la oportunidad de dedicarme plenamente a un trabajo que me sigue cautivando como el primer día: encargarme de los contenidos de una revista en papel (sí, papel) sobre cultura visual. Con varios números a mis espaldas, y cientos de entrevistas y preguntas (a todo tipo de personajes culturales), me sigo sintiendo tremendamente afortunada de que juntar letras, ordenar ideas, y transmitir (a veces, emociones) sea mi trabajo.

El año pasado, quizá por esa manía mía de no dejar de contar historias, me contactaron desde Culturplaza. Desde prácticamente un año, publico la entrevista de los domingos, un relato profundo e intimista con un perfil relevante a nivel cultural al que puedo llegar a desquiciar (un poco) con mis preguntas. Recuerdo que una vez me dijeron: “Eres muy trascendental, ¿no?”. Ya lo he dicho antes: muy intensa.

Me apasiona contar historias. Ya lo hago, de manera profesional; y, cuando alguna noche me lo permite, frente a un folio en blanco, dispuesta a despertar mi imaginación más ficticia. Es algo que compagino con alguna que otra clase (he impartido tratamiento de género en medios de comunicación); mesas redondas (a moderar se ha dicho); y correcciones de texto. Mientras tanto, mi cabeza no deja de bullir: una obra de teatro, un concierto, tres libros a mitad y otras cuantas series y películas esperándome. Culturalmente insaciable, la verdad.

Si me encuentras paseando por València o asistiendo a un evento cultural, a menudo me encontrarás con la mirada perdida y una sonrisa tirando de la comisura de mis labios. Aparentemente (solo aparentemente) distraída. Si es así, no me interrumpas: puede que esté dándole forma a la siguiente historia que contar. También es posible que esté pensando en cómo rebozar el bacalao (me lo han explicado mil veces, pero es la típica cosa que mi mente se resiste a comprender). ¡Bienvenido o bienvenida a mi mundo!

 

Un disco:

Cualquiera de los Beatles (gracias, papá). De los últimos a los que me he enganchado: Patraix, de los geniales Tardor.

Una película:

Por decir solo algunas de las que más han marcado y definido mi relación con el séptimo arte: Tesis, de Alejandro Amenábar (me da igual que hayan pasado más de 20 años, sigue teniendo algo que me atrapa); (500) Days of Summer, de Marc Webb; 10.000 km, de Carlos Marqués-Marcet; Origen e Interstellar de Christopher Nolan; o El club de los poetas muertos, de Peter Weir. También conservo un recuerdo muy especial de Con faldas y a lo loco, de Billy Wilder.

Un montaje escénico:

El chico de la última fila, de Juan Mayorga. La vi cuando vivía en Barcelona (hace algo así como mil años) y no la olvido. A nivel más reciente, Kooza, del Circo del Sol. Magia para los ojos (y los oídos).

Un libro:

Sería una lista interminable, pero si tuviera que destacar un único libro, me quedaría con El juego de Ender, de Orson Scott Card (insisto: libro, no peli). Me despertó la curiosidad por la ciencia ficción y llegó en un momento muy especial a mi vida. La dedicatoria que salpica sus primeras páginas la atesoro con todo el cariño del mundo. Otros títulos que me vienen a la mente son Los cínicos no sirven para este oficio de Ryszard Kapuscinski; Maus (una novela gráfica buenísima) con la firma de Art Spiegelman; Tokio Blues, de Haruki Murakami; Un mundo feliz, de Aldous Huxley; o, más recientemente, El nombre del viento, de Patrick Rothfuss; y Apegos feroces de Vivian Gornick. Eso, y probablemente todo lo que haya escrito (o escriba) Juan José Millás.

Una serie de tv:

Probablemente, Black Mirror. Por esa relación de amor-odio que me generan las distopías. Imposible no mencionar Breaking Bad, una de las series que más me han enganchado; o El Ministerio del Tiempo (que me sirvió para vertebrar mi trabajo final de máster alrededor de las maravillosas narrativas transmedia; investigación que no descarto retomar próximamente). También Stranger Things (la primera temporada); True Detective (la primera temporada); Juego de Tronos (aunque el final, ay, el final), El método Kominsky, Heridas abiertas, Big Little Lies, The man in the High Castle, Mozart in the Jungle, The Marvelous Mrs. Maisel

Una serie de dibujos de tv:

La serie de anime Attack on Titan. Unos titanes enormes arrinconan a la humanidad, que sobrevive atrapada entre terribles muros colosales y muchísimas mentiras en clave política e incluso filosófica. Una distopía de las buenas (¿eso existe?).

Una revista:

Gràffica, por supuesto. Y disculpen el autobombo, pero permite acercarse a un interesante tema de forma monográfica contando para ello con perfiles de todo el espectro cultural (desde el diseño, la ilustración o la fotografía hasta la gastronomía, la música o la literatura). Imprescindible, de verdad. Otras que no faltan a menudo en la estantería son Tapas o Jot Down. También me gusta mucho Apartamento y El País Semanal. Recientemente, me descubrieron Archiletras: promete.



Un icono sexual:

No soy muy de iconos sexuales… Quizá, por decir a alguien, Ewan McGregor.

Una comida:

La tortilla de patatas de mi madre, sin ninguna duda.

Un bar de Valencia:

Olhöps, en Ruzafa. Para probar cervezas artesanales y, si se tercia, jugar a Hundir la flota o al Jenga. Maravillosa la colección que tienen al fondo: si os encanta el packaging de bebidas tanto como a mí, disfrutaréis del arsenal de cervezas que tienen aquí. Ahora, además, disponen de refrescantes helados de cerveza (los probé hace unas semanas y nada mal).

Una calle de València:

La plaza de Patraix (lo siento, el barrio tira mucho). Es un pequeño remanso de paz que te hace sentir en medio de un pueblecito, como si la vida se detuviera y el ritmo desacelerara. Los grafitis y murales que se encuentran por sus calles es otro de los pluses. Para tomarte algo, caminarla o, simplemente, disfrutarla.

¿Con quién te tomarías un vermut?

Con Alice Guy. Durante muchísimo tiempo su nombre ha permanecido en el olvido, pero, en realidad, fue una de las pioneras del cine tal y como lo conocemos hoy en día: la primera cineasta. Ojalá una máquina para viajar al pasado y tomarse vermuts con personas tan increíbles como Alice Guy. Yo me apuntaría al viaje. Seguro.