Moe
Yo era de los que sonreía burlón cuando alguien mencionaba la depresión del escritor Antonio Gala por la muerte de su perro Troylo. Yo era de los que no entendía a ese amigo que renunciaba a un fin de semana de fiesta, fuera de casa, porque no podía dejar solo a su perro. Yo era de los que cambiaba de acera o mantenía las distancias cuando me cruzaba con algún perro.

Yo fui uno de esos hasta que tuve perro. Perra, para ser más exacto. Moe. Tardamos dos semanas en ponerle nombre porque no encontrábamos el adecuado y era una responsabilidad muy grande para precipitarnos. Al final, nos ganó su sonoridad. Que así se llamara un personaje de Los Simpson y la batería de The Velvet Undeground, nos dio la coartada cultural necesaria para bautizarla definitivamente.

Desde el primer día, Moe fue una perrita consentida y mimada, no hicimos caso a ninguno de esos expertos que recomendaban una educación casi castrense. En nuestra manera de convivir con Moe no había ningún plan preestablecido, ni ninguna reivindicación animalista (que tampoco las veo mal, que cada cual haga y piense como quiera) sólo nos movía el amor. Sí, esa palabra a la que algunos parecen tenerle alergia, y que es uno de los sentimientos más gratificantes que hay.

Nosotros cuidábamos a Moe y ella nos cuidaba a nosotros. Con Moe aprendí a ser más tolerante, más social, más curioso, más divertido, más responsable, más cariñoso, mejor persona. Aprendí a perdonar, a relativizar las cosas, a desinflar el impacto de un enfado, a valorar los buenos momentos, a acariciar la euforia. A que no vale la pena estar enfuruñado como modo de vida. Resulta increible que un ser tan pequeño pudiera transmitir tanta pureza, tanto sentimiento amoroso sin filtro alguno, pidiendo sólo, a cambio,que se le hiciera caso. Y decidimos que en ese sentido íbamos a batir todos los récords mundiales habidos y por haber.

Moe pasó a formar parte de la familia. A mí me gustaba mucho hablarle y ver cómo movía la cabeza intentando descifrar lo que le decía. Por su delicada salud de hierro, tuvimos que adaptar nuestros horarios a su día a día, sin importarnos lo más mínimo los sacrificios que pudiera conllevar. Sí, de nuevo la palabra amor. Su amor a la vida fue una lección que nunca podremos olvidar, presente incluso en sus últimos y delicados días. Sus ganas de luchar por volver a pasear, por oler todo lo que le ofrecían las calles, por reclamar la caricia de cualquiera que estuviera a su alcance, por llenarse de sol. Nunca le bajó la cara al dolor y eso siempre va a estar presente cuando nos quejemos por cualquier fruslería.

Moe, como todos los perros era pura rutinas. Y compartirlas con ella e ir descubriéndolas (e intentar entenderlas) formó parte de los inolvidables once años que vivimos junto a ella. Ahora, las rutinas nos sorprenden a nosotros, queriendo esquivar ese pipi inexistente, buscando su figura correteando por cualquier rincón de la casa, anhelando su perenne presencia en la cocina mientras preparamos la comida o la cena aguardando algún premio del que su castigado estómago siempre le privaba, o esperando oír su ladrido cuando suena el timbre de casa.

Una vez, mientras esperábamos turno en el veterinario, después de haber sufrido una de sus crisis epilépticas, le prometí al oído que iba a hacer todo lo posible por ganarme la vida trabajando desde casa, para poder cuidarla más aún y estar presente si volvía a darle otro amago de ataque. Primero lo intenté y fracasé con la web barcomedor. Después vino Verlanga y si estas leyendo esto ya conoces la historia. Durante los dos casi dos años de existencia de la revista, ella ha estado presente en la elaboración de la gran mayoría de artículos. De hecho, esto es lo primero que escribo sin verla reflejada en la televisión que tengo enfrente, sin que se acomode en el ángulo de mi rodilla izquierda doblada, sin que me interrumpa para jugar a la pelotita, sin que reclame subir a un sillón en el que los rayos de sol le impactaban de pleno, … y el vacío es tremendo. El mismo que sufrimos al abrir la puerta de casa y que no salga a recibirnos.

Yo soy de los que, ahora, leo la última carta que Antonio Gala escribió a Troylo y no puedo parar de llorar porque echo de menos, precisamente, lo mismo que él. Como ya escribí el otro día, cuidad de vuestros seres queridos, nunca es demasiado amor.

Hasta siempre, Moe. Y gracias por habernos hecho tan felices.