El elevado grado de pasión siempre presente en el fútbol se fundamenta en una sólida pertenencia grupal, vínculo vital de la relación inquebrantable del hincha con su equipo. A la sencillez en su práctica y a lo conciso y básico de sus reglas, el fútbol añade la tradición y la lealtad al club como pilares primordiales en su continuo progreso. La saludable disparidad de criterios se convierte en perniciosa cuando es capaz de generar un profundo cisma interno, origen de una probable ruptura de ese nudo identitario y fiel. En los inicios, la propia bisoñez organizativa del fútbol facilitaba que, tras desacuerdos en el seno de una entidad, parte de sus componentes se segregasen constituyendo inmediatamente otro nuevo club, irreconciliable y perenne rival de su antecesor, capaz incluso de llegar a superarle en el tiempo.
Así, en Argentina, en 1905, un grupo de aficionados del Gimnasia y Esgrima de La Plata, institución deportiva de la alta sociedad platense, disconformes con las decisiones clasistas de la directiva, abandonaron el club, fundando el Estudiantes de la Plata, de estatutos más acordes a su ideario popular. Años después, ese Estudiantes superó al Esgrima en todos los ámbitos, coronándose cuatro veces campeón de la Libertadores y una, en 1968, de la Intercontinental. Un siglo después, el 14 de julio de 2005, destacable resultó el entusiasmo, por transgresor y anacrónico, de unos aficionados del Manchester United en la creación de un nuevo equipo de fútbol en su ciudad. Descontentos por la polémica adquisición del conjunto mancuniano por el magnate Malcolm Glazer, fundaron el United FC de Manchester. Conocedores de la actual estructura del fútbol profesional que imposibilita la escisión en dos entidades de igual riqueza patrimonial y deportiva, apostaron por una romántica y auténtica pertenencia a un club humilde donde sus designios se fundamentan en democráticas decisiones asamblearias, antagonistas a la dirección unipersonal del Manchester United, optando por la modesta libertad, a la cautiva riqueza. Compitiendo en la sexta división del fútbol inglés, estos aficionados, verdaderos dueños, asocian la magnitud del logro deportivo con el elevado grado de orgullo derivado de su identidad participativa. La incuestionable influencia de la masa social del United FC en los hitos del equipo posiblemente adecúe y signifique el rol de la afición mucho más que el de los meros hinchas y abonados del exitoso United: los medios justifican el fin.
La satisfacción derivada de una voluntaria y deseada separación no se consigue cuando permanece una ruptura interna, tan consumada como irresoluble, inducida por un guerracivilismo entre dos facciones de similar potencial y de intereses contrapuestos. El club, invocando al tiempo como única magnitud capaz de mediar en este conflicto, sólo espera, resignado, el transcurso y devenir de los hechos. Aun cuando el patrón de esta traumática crisis pueda diferir, el enfrentamiento entre cierto estamento dirigente y el jugador insignia de gran parte de la afición suele ser factor común en esta clase de desavenencias, de consecuencias incoherentes y partidistas, alcanzando su grado máximo en desear anteponer la derrota del propio equipo, justificando este suicidio deportivo como la óptima solución al conflicto. Significativo ejemplo fue el suscitado en tiempos de Javier Clemente como seleccionador del combinado español, cuando los críticos a su labor imploraban el triunfo de España a la par que la derrota de Clemente. La pasión esquizofrénica del fútbol.
Aunque, a lo largo de su casi centenaria historia, el Valencia CF ha sufrido episodios de importantes discrepancias internas, desde aquellos de los años veinte entre los partidarios de Montes y los de Cubells, hasta esos otros más recientes de 1996 con Luis Aragonés y el díscolo brasileño Romario como protagonistas, indudablemente el más impactante aconteció en la temporada 2007-08. El 18 de diciembre de 2007, el entrenador Ronald Koeman, apelando a una supuesta falta de liderazgo y compromiso, sentenció a David Albelda, Santi Cañizares y Miguel Ángel Angulo, apartándolos de la disciplina del grupo. La metástasis se propagó en el valencianismo, atónito por tan controvertida e inesperada resolución, generándose dos bandos, enfrentados por sus opiniones contrapuestas respecto a la decisión adoptada por el técnico holandés. El pésimo nivel de argumentación y transparencia en la motivación de tan drástica medida posibilitó un creciente abismo entre esos dos sectores de la afición. El cariz oscurantista e inquisitorial del proceso provocó parciales e interesadas conclusiones, sin vencedor alguno y con un único damnificado, el Valencia CF
El día después de autos, el equipo blanquinegro se enfrentó al Real Unión en partido de ida de los dieciseisavos de final de la Copa del Rey. Pese a que la victoria por 1-2 en Irún, junto al empate a dos en liga contra el Zaragoza cuatro días después, en la Romareda , justo antes del parón navideño, ofrecieron una tregua, el hostil ambiente presagiaba un duro y convulso trayecto hasta la finalización de la campaña.
Eliminado de la Champions League en su fase de grupos, los objetivos se centraron en las competiciones domésticas. Siguiendo la norma habitual, el grueso de las eliminatorias coperas se disputó los miércoles del mes de enero. El segundo día del 2008, el Valencia resolvió el trámite del partido de vuelta de copa, venciendo por 3-0 al Real Unión, clasificándose para los octavos de final, con el Real Betis como rival. En el Villamarín, el hijo pródigo del beticismo, Joaquín, adelantó al Valencia con dos goles, recortando distancias Pavone para los sevillanos. Siete días después, el equipo valencianista refrendaba en Mestalla su pase a cuartos de final ganando por el mismo guarismo de dos a uno, con tantos, en esta ocasión, de Vicente y Zigic.
Prácticamente sin pausa alguna, en ese mes frenético de la Copa aún se celebraron los partidos correspondientes a los cuartos de final. Con el Atlético de Madrid como rival, el valor doble de los goles conseguidos como foráneo proporcionó al conjunto che su pase a semifinales: 1-0, marcado por Silva, en Mestalla y 3-2 ,con Miguel y Mata como goleadores, en el Calderón.
Deambulando el conjunto che por el ecuador de la tabla clasificatoria liguera, sólo las eliminatorias coperas aunaban a un desorientado valencianismo sumido ya fuera en continuas guerras dialécticas entre medios afines a cada sector intentando posicionarle, o en sus propias manifestaciones cainistas desde el graderío, e incluso en demandas judiciales del capitán Albelda por minarle el Valencia CF sus derechos como trabajador. Desgastado y superado por tamaño fratricidio, el emparejamiento contra el Barcelona en la disputa de la semifinal de la Copa del Rey revitalizó el aletargado sentimiento blanquinegro. Obvió la decadencia en que estaba sumándose el equipo en la liga y volcó todo su ánimo y apoyo en el torneo del k.o. El 27 de febrero empató a uno en el Nou Camp, con gol de Villa para, el día después de San José, certificar su pase a la final con una brillante victoria por 3-2. Baraja y Mata, este por partida doble, consiguieron los goles valencianistas en un partido infartante, con tres a dos en el marcador a falta de diez minutos. Con oficio y apoyo incondicional de toda la hinchada, el conjunto blanquinegro supo mantener esa ventaja que le permitió acceder nueve años después a disputar de nuevo la final del campeonato de España. Ni la profunda inestabilidad interna, con dimisión incluída del presidente Juan Soler en favor de su amigo Agustín Morera ni, sobre todo, el elevado nivel de los rivales eliminados ,fueron óbice para que todo el valencianismo, unido en esta serie de partidos, lograra el objetivo de intentar añadir otro título en su historia.
Fijada la fecha de la final el miércoles 16 de abril de 2008 en el Calderón, desafortunadamente el Valencia encadenó, justo previo a esa disputa, tres derrotas consecutivas en la liga: 0-3 contra el Mallorca y 1-0 y 1-2 contra Murcia y Racing respectivamente, ocupando entonces la decimosexta posición, a tan sólo dos puestos del descenso a segunda división. Pese a que la plantilla era de plena garantía, con cuatro jugadores como Marchena, Albiol, Silva y Villa, que se proclamarían sólo un par de meses más tarde campeones de la Eurocopa de naciones, con internacionales españoles contrastados de la talla de Baraja, Morientes, Vicente o Joaquín, junto a extranjeros de la calidad de Edu, Miguel, Moretti y Zigic, y jóvenes emergentes como Mata, Banega, Arizmendi o Alexis, el acongojo hizo acto de presencia en todos los estamentos de la entidad blanquinegra. La vertiente madura y prudente, consecuencia de las vivencias sufridas en los años ochenta con la salvación milagrosa y el cruel descenso posterior, se ancló en el entorno valencianista, priorizando todo indicio garantista de la permanencia en primera y abogando por una postura conservadora y precavida, alejada de anteriores enfoques atrevidos y absortos de la auténtica realidad, que le condujeron sorpresiva e inexorablemente hasta la división de plata.
Bajo este prisma dual, de probable éxito en la Copa y de posible fracaso liguero, abordó el Valencia el partido decisivo contra el Getafe, repitiendo final el equipo madrileño, tras la derrota contra el campeón Sevilla por 1-0, en la anterior temporada. Koeman dispuso el siguiente once: Hildebrand; Miguel, Albiol, Alexis, Moretti; Marchena, Baraja; Arizmendi, Mata, Silva; Villa. Desde el inicio, el Valencia, plagado de jugadores expertos en estas lides, jerarquizó el duelo, y, a los diez minutos, con tantos de Mata y de Alexis, ya vencía por dos a cero. Con un Marchena magistral en la medular, se posicionó perfectamente en el campo, permitiendo al Getafe la posesión y el dominio, esperando poder contragolpear. Al filo del descanso, el italiano Moretti cometió penalti sobre Contra, que Granero convirtió en el 2-1. En la segunda parte, la sensación manifiesta de control valencianista no impidió ciertas ocasiones del Getafe, afortunada y finalmente malogradas. En las postrimerías, Morientes, sustituto de Villa, sentenció el encuentro en el minuto 84, cabeceando a la red un rechace del portero Ustari a un fuerte disparo de Baraja. El Calderón fue una fiesta los últimos minutos, con toda la fiel hinchada blanquinegra festejando esa séptima Copa del Rey.
En la capital del Turia, una vez alzado al cielo el trofeo por el capitán Rubén Baraja, la afición colapsó las plazas y calles de la ciudad celebrando el título de campeón con tracas y cánticos, vitoreando a sus jugadores y lanzando vituperios hacia su repudiado técnico, Koeman, exigiéndole su inmediata salida de la entidad. Al mediodía, sólo unos pocos seguidores recibieron al equipo en la terminal del aeropuerto: la directiva, consensuando con los capitanes de la plantilla, decidió posponer los fastos que pudieran distraer al equipo en su objetivo de la salvación liguera, eliminando el habitual ritual de recorridos y celebraciones. Ni en la recepción en el Ayuntamiento salieron los jugadores a compartir el triunfo con ese millar de aficionados congregados ante la fachada del consistorio, y previamente no tuvieron más que tímidos gestos con esas doscientas personas que les formaron pasillo en su entrada a la basílica de la Virgen para ofrecerle la Copa a la patrona de la ciudad. Todo se simplificó en actos propios de un título menor, con una única vuelta de honor portando el trofeo, en los prolegómenos del siguiente encuentro del campeonato liguero celebrado en Mestalla, contra el Osasuna.
Posiblemente el club, superado por la responsabilidad de un hipotético descenso, pecó de excesiva cautela y, si bien se admitió cierta restricción en aquellos festejos que pudieran minar la condición física en los jugadores, sí que, en cambio, hubiera sido factible aunar ese necesario descanso con el gesto de permitir mostrar la copa desde los balcones del ayuntamiento y del palacio de la Generalitat y compartir así el júbilo del triunfo con la afición agolpada en la explanada de ambas plazas. Un sencillo y cómodo guiño al valencianismo con el que haber cicatrizado las diferencias internas causadas por la polémica decisión de Koeman en diciembre.
Cuatro días después de coronarse campeón de la Copa del Rey, el Valencia se enfrentó al Athletic Club en San Mamés, ocurriendo al fin la deseada catarsis: el Valencia sucumbió por 5-0 y , consecuentemente, el técnico tulipán fue cesado. El delegado y exjugador internacional, Voro, asumió la dirección desde el banquillo, liberando a los tres proscritos de su condena e incorporándolos a la dinámica diaria del grupo. El balance del entrenador de L’Alcúdia resultó exitoso, venciendo en cuatro de esos cinco últimos partidos (3-0 a Osasuna, 1-0 a Zaragoza, 1-5 al Levante y 3-1 al At.Madrid , con la única derrota por 6-0 en el Nou Camp), ocupando el Valencia una décima posición final en el campeonato liguero, eludiendo cualquier atisbo de descenso.
La presencia de Albelda, Cañizares y Angulo en este tramo final significó la reunificación de todo el valencianismo, contribuyendo los tres con su participación al objetivo de la permanencia en primera división. Cañizares, que abandonó la práctica activa del fútbol al finalizar esa misma temporada, asumió la responsabilidad de jugar el importante partido frente a Osasuna ante la baja por sanción del titular alemán, Hildebrand, sin que los cuatro meses de ostracismo influyeran negativamente en su rendimiento. Albelda ,que, días antes, cuando Soler dejó la presidencia en poder de Morera, renunció a continuar con el proceso judicial contra el club, y Angulo compitieron asimismo en tres de esos cinco lances decisivos, aportando ese grado de veteranía fundamental y necesaria en esos momentos críticos; ambos continuaron en el club che (el asturiano, un año más, y un lustro el capitán), pudiendo congraciarse definitivamente con la afición
Si bien esta Copa del Rey forma parte, por evidente pleno derecho, del palmarés deportivo del club valenciano, desgraciadamente su parca celebración mermó el concepto integral de todo título conseguido, siempre ávido de la parte emocional en su confirmación. El sentido de pertenencia del aficionado al club se reafirma en este tipo de manifestaciones, plenas de jolgorio y alegría, donde la hinchada se reconoce partícipe de ese logro, instalado ya permanente en su memoria. Renunciando a esos instantes de alborozo y entusiasmo, la entidad seguramente pretendió una deferencia con el sufrimiento de la afición, justificando su ausencia por el dolo causado, y aún no resuelto, en la Liga. Pero, quizás, el recuerdo agridulce que persiste de esta Copa de 2008, no sea sino consecuencia de lo que en realidad significó aquella decisión: una irresponsable e irrespetuosa falta de sensibilidad con el valencianismo, que jamás debería volver a repetirse.