Cercano a cumplir su centenario como club, innumerables glorias y hazañas pueblan la historia del Valencia CF. Desde sus inicios en Algirós, con las primeras conquistas de campeonatos regionales, hasta, ochenta años después, llegar a disputar dos años consecutivos la final de la Copa de Europa (Champions League), la máxima competición continental, por el club han desfilado infinidad de grandes futbolistas, que no han hecho sino engrandecer su leyenda y encumbrarlo como uno de los grandes clubs del viejo continente. A los Montes, Cubells y Gaspar Rubio en los albores de los años 20 y 30, les siguieron los Epi, Amadeo, Mundo, Asensi y Gorostiza, mítica delantera eléctrica, santo y seña del equipo ganador de los primeros campeonatos de Liga y Copa en la década siguiente. En los 50, inolvidable fue la dupla del mediocampo, Puchades-Pasieguito, junto con el mago holandés Faas Wilkes. Diez años más tarde, en la retina del aficionado calaron profundamente los centrocampistas Roberto y Paquito y la pareja atacante, Guillot y Waldo, artífices de los primeros títulos europeos, la Copa de Ferias.
En la temporada 1970-71, veinticuatro años después del último título liguero, un trío formado por Sol, Claramunt y Valdez fue la base en que se apoyó Di Stéfano para volver a erigir al club valencianista en campeón de Liga. Y sólo un lustro más tarde, el glamour invadió al equipo che, con la presencia en la plantilla de dos campeones del mundo, el fenómeno argentino Mario Kempes y el alemán Rainer Bonhoff, con los que obtuvo, a final de esta década, la triple corona: Copa, Recopa y Supercopa de Europa. Los ochenta se caracterizaron por ser una época de decadencia social, económica y deportiva, que desgraciadamente culminó en la temporada 85-86 con el primer y único descenso a la división de plata del fútbol español, de la que resurgió un año después, con un equipo comprometido y valencianizado, con Subirats, Quique y Fernando como figuras indiscutibles.
El siguiente decenio podría definírsele como el de la consolidación en la élite: Penev y Mijatovic llevaron al equipo, ya de nuevo blanquinegro, a un doble subcampeonato de Liga y Copa, sentando las bases y el espíritu de ese Valencia que vivió su segunda época dorada, a finales de siglo pasado y principio del presente, con un doble título liguero, Copa, UEFA Cup, supercopas europea y nacional y los dos mencionados subcampeonatos de Europa. Ese Valencia que, en 2004, fue coronado como mejor equipo del mundo, con Ranieri, Cúper y Benítez como directores y con Mendieta, Piojo López, Albelda, Ayala, Baraja, Cañizares y Vicente como brillantes ejecutores. Y así, hasta culminar en la actualidad,en que un momento económicamente convulso ha obligado a que el aficionado haya dejado de disfrutar de auténticos campeones del mundo y de Eurocopa que tenía en su plantilla, como Villa, Mata, Silva, Albiol o Jordi Alba (los tres últimos, canteranos), algunos de los cuales participaron en el que es, hasta ahora, el último título de su historia: la Copa de España de 2008.
Sí, quizás, esa podría ser una representativa historia-exprés del club valencianista, pero el auténtico poso de su esencia necesita de mucho más, de esas otras gestas menos reconocidas y reconocibles, del trabajo oscuro de esos jugadores, si bien más anónimos para el aficionado en general, pero muy necesarios en aras de conformar su idiosincrasia y sentimiento, y en formar de esa otra parte, tan importante como la otra: la intrahistoria del Valencia CF
Es común y habitual que la hinchada recuerde las hazañas de sus ídolos, normalmente coincidentes con grandes hitos. Desde el famoso gol de tacón de Paquito en la final copera de 1967, a los goles de Baraja en la épica remontada (jugando con diez todo el segundo tiempo) contra el Espanyol en la temporada 2001-02 , pasando por el agónico gol de cabeza de Tendillo en la última jornada de la 82-83,bcontra el Real Madrid, y que supuso la salvación, o los golazos de Kempes y de Mendieta en las también finales de Copa del 79 y de 1999, por no hablar de los de Ayala y de Vicente en los dos últimos entorchados ligueros. La gloria, causa o consecuencia de su calidad, les pertenece y, como tales dueños, permanecen para siempre en el recuerdo del aficionado.
Sin restarles grandeza a sus méritos, injusto sería, por otra parte, no reconocerle a Forment y a Antón sus trascendentales goles en el último minuto a Celta y Sabadell en las antepenúltima y penúltima jornadas de la liga de 70-71. U olvidarnos de la gran parada de Pereira a Rix en el sexto penalti de la tanda de lanzamientos de la final de la Recopa de 1980, que supuso la victoria. Ni de Juan Costa, predecesor de Tendillo en la temporada 32-33, logrando el tanto que evitaba el descenso a Segunda División. Ni de los goles de Morigi y de Ortega en la mítica remontada ( de 3-0 a 3-4, en veinte minutos) en el Nou Camp un frío lunes de enero de 1998.
Luego están los que crearon tendencia, como Sabino Barinaga, míster en la 65-66 de un Valencia que jugó rayando la perfección, de modo que luego, durante años, se estuvo diciendo «como cuando Barinaga» para definir momentos de excelencia en el juego del equipo. Pero, de entre todos, el más significativo podría ser el que derivó de una actuación de un jugador de segunda fila, en Chamartín, contra el Real Madrid el 12 de septiembre de 1954. Ese día, el gran marcaje del valencianista José Mangriñán a la Saeta Rubia, Alfredo Di Stéfano, dio origen a un nuevo verbo en el mundillo del fútbol, para describir la acción sublime y perfecta en la marca individual a un jugador: «mangriñear». El máximo reconocimiento posible a la trayectoria del jugador modesto.
Innumerables han sido las presencias puntuales de ciertos futbolistas a lo largo de la historia valencianista. Normalmente se han tratado de canteranos que, bien por una necesidad concreta en el primer equipo, bien como reconocimiento a una meteórica y prometedora trayectoria, han participado en el once valencianista; la mayoría de las veces, la realidad ha superado las expectativas, y su deseada continuidad se ha visto truncada. En otras ocasiones, han sido jugadores foráneos los damnificados de ciertas modas con posibles intereses derivados de esas, cuanto menos extrañas, operaciones de transferencia; así, en la década de los setenta, el boom de los oriundos trajo hasta Valencia a los paraguayos Lleida y Ocampos y al chileno Catafau. Su presencia fue testimonial, con un par de participaciones en el caso de los guaraníes, y nula en la del andino, este tras casi tres años en el club. A esta tendencia le siguió la de mediados de los noventa, en que, por «un Valencia campeón»(lema triunfalista y populista del presidente Paco Roig), prácticamente todo valía: sin pena ni gloria, desfilaron por las filas merengues el meta Campagnuolo, Moriggi, Saib, Marcelinho Carioca, Sabin Illie, Serban, y, por supuesto, el colombiano Aristizábal, quien, si bien luego triunfó en el fútbol brasileño, pasó a los anales por haber marcado un solo gol, y fue al Utiel, de penalti y en un amistoso.
Pero, se discrepe o no, a todos se les debe respetar, pues, de un modo u otro, han contribuido a forjar la historia del club valencianista, con más o menos intereses o ilusión. En este sentido, si hubiese que simbolizar en algún jugador la efímera ilusión de poder jugar en el primer equipo blanquinegro, ese sería el Gitano González, a quien Di Stefano hizo debutar en Mestalla frente al Athletic Club un domingo por la noche, en partido encima, creo recordar, televisado. Era la temporada 1972-73, y Antonio González Vargas irrumpía en el once del primer equipo, directamente desde el equipo amateur, sin haber pasado por el filial Mestalla. La genialidad le salió bien al técnico argentino, pues el Gitano González, mediada la primera parte, en semichilena, empató el partido, y, minutos después, volvió a fusilar al gran meta internacional Iríbar, siendo pieza esencial de la victoria final por 4-1. El debut soñado: dos goles en el Luis Casanova (como se llamaba entonces el feudo valencianista), y al portero titular de la selección, el mítico «Chopo». Más, imposible. Después, como en otros muchos casos, González no rindió lo esperado, y, tras volver a los dos meses al filial, regresó de nuevo al Valencia, pero con participaciones aisladas y decepcionantes, terminando su carrera profesional en el Oviedo. Al margen de que el final no fuese el ideal, siempre podrá enorgullecerse de aquel 19 de noviembre de 1972. Como tantos otros, que tendrán su fecha señalada del debut en el Valencia en su estadística particular, motivo suficiente para satisfacer los objetivos epicúreos de cualquier persona . O, como buen gitano, «que me quiten lo bailao», que diría González.
En la actualidad, resulta muy compleja la absoluta fidelidad a un único club por parte de un jugador a lo largo de toda su trayectoria. El llamado «one-club man» por los ingleses (siempre tan proclives a salvaguardar el binomio tradición-progreso como clave en la exitosa evolución del fútbol ), es una especie casi en extinción, muchas de las veces como consecuencia de esa ansiedad del cambio por el cambio, bien sea la misma intrínseca a la personalidad del propio jugador, o bien inducida por su entorno, interesado en esas apetecibles comisiones, resultado evidente de cualquier transacción en el negocio futbolístico de hoy en día. No obstante, a lo largo de estos casi cien años de vida del Valencia CF (en sus inicios, Football Club Valencia), podemos encontrarnos con bastantes jugadores que han desarrollado su trayectoria profesional total o, al menos, principalmente, en el club valencianista. Y, de entre todos, deberíamos destacar a tres de sus grandes capitanes: Juan Ramón, Paquito y Paco Camarasa.
El vasco Juan Ramón, capitán del extraordinario equipo de los años cuarenta, tuvo el orgullo de de recoger el trofeo de campeón de las tres primeras ligas del club che. Posteriormente, fue el asturiano Paquito, quien ostentó el honor de tomar su relevo y alzar al cielo la cuarta copa de la Liga, la de la temporada 1970-71. Y, tras muchos años de sequía, el 26 de junio de 1999, en La Cartuja de Sevilla,el Valencia pudo coronarse campeón, esta vez de Copa, exhibiendo el mundialista Paco Camarasa (junto a Mendieta y al Piojo López) el trofeo a la hinchada valencianista. Pero, más aún que haber sido los capitanes del Valencia en momentos tan importantes para el club blanquinegro, lo que realmente les hace únicos a los tres es que, después de haber disfrutado de tan alta gloria, decidieron finalizar sus carreras ayudando a su club de la forma más desinteresada posible: jugando en su filial, el Mestalla. Juan Ramón, además, pudo despedirse un 29 de junio de 1952, en un estadio abarrotado, ganando al Logroñés el partido decisivo de ascenso a primera división, a la que finalmente tuvo que renunciar el Mestalla por su condición de filial. Sin tanta dicha como Juan Ramón, pero con igual de hombría, tanto Paquito como Camarasa decidieron aportar sus últimas horas como futbolistas en el segundo equipo del club de sus amores. Una actitud ejemplar de compromiso. Un gran gesto de humildad y amor a unos colores