Entrar al campo del Levante y que esté sonando Fito y los Fitipaldis por la megafonía no es un buen presagio. Ni del partido que venía después, ni de la música que seguiría atronando (que alguien cancele la suscripción a la revista Popular 1 del responsable de la misma, por favor) durante los prolegómenos y el descanso. Anda el fútbol español (a todos lo niveles) empeñado en parecer inglés. Y en esa obsesión puede acabar queriendo ser Terry Jones y quedarse en el rubio de Cruz y Raya. Ni la polémica en torno al precio de las entradas; ni los aficionados del Valencia caminando, con sus cánticos, por Emilio Baró rumbo al partido rodeados de policias; ni el tifo de la afición granota del que me ahorraré comentarios para no enfadar a nadie; ni esa adaptación al valenciano (ninguna canción en esa lengua suena, por cierto, por los altavoces en la previa) del «You’ll never walk alone»; ni la tibieza anímica en las gradas minutos antes de empezar el derby e incluso durante; ni esas mismas gradas con asientos vacíos; ni los reservas del Valencia (especialmente Zuculini y De Paul) tomando el calentamiento como una pachanga entre compañeros de instituto y discutiendo por ver quien era el culpable de que el balón hubiera tocado suelo; ni el deslucido saque de honor de Caszely. La Premier es otra Liga, nunca mejor dicho.
El Levante ganó 2-1 al Valencia, pero el verdadero derrotado fue el fútbol. La misma sensación de bucle que se tiene escuchando la discografía del señor Cabrales, invadió el terreno de juego. La primera parte fue una rima fácil los cuarenta y cinco minutos. La segunda un patio de colegio. Cuesta saber cuál es el modelo de juego de Lucas Alcaraz más allá de colocar once jugadores en el césped. Nuno, por su parte, sigue empeñado en querer demostrar que juegue quien juegue su equipo es igual de competitivo, eso sí, la realidad es otra. Al final, un golpe de suerte, otro de talento y una jugada individual resolvieron el encuentro. Nada que hubiera salido de una u otra pizarra.
Los locales jugaban más acuciados de puntos que de hambre por llevarse el derby valenciano. Aunque nunca está de más, sobre todo ahora que el rival luce en su adn ínfulas de nuevo rico. El Valencia, que venía de empatar en casa contra el Athletic, quería seguir sumando en esa carrera adrenalínica y ansiosa en la que anda metido y que nunca se le pide a un equipo nuevo. Deberían saber el riesgo que corren de quemar antes de hora un proyecto ilusionante y que entre un Tame Impala y un One Direction muchas veces sólo hay un productor y un equipo de marketing de diferencia. Los granotas repetían prácticamente (salvo Ivan López por Juanfran) el once inicial que había arrancado un punto en el Sánchez Pizjuán. Los che alineaban, por primera vez esta temporada, más jugadores nuevos que ya residentes en el ejercicio anterior.
A una primera parte tediosa le sucedió otra de rabo de lagartija. La gente no pareció sorprenderse. Imagino que cuando una cabeza se acostumbra a pasar, informativamente, sin despeinarse de la Duquesa de Alba a Errejón, haciendo escala en Miquel Navarro, Torres – Dulce, Alfonso Grau, el pequeño Nicolás o el anuncio de la lotería, es que está preparada para todo. O, para casi. Porque un partido de fútbol sin fútbol sigue escociendo. Mariño e Ivanschitz, por el lado levantinista, y Gayá y Negredo, por la valencianista lo intentaban remendar. Pero pesaban demasiado otro factores. La conexión negra del medio campo granota andaba entre despistada y provocadora; Barral parecía haber pedido un balón a los Reyes Magos; y tal vez ha llegado el momento de que alguien le explique a Ruben que juega en el Levante y no en el Barcelona y ponga su talento a merced del equipo. El Valencia se movía con un enorme agujero central. André Gomes va camino de convertirse en el nuevo Tino Costa, por su habilidad por desentenderse del partido, su desidia vital y sus gestos de cara a la galería. Nuno debe ser el único que no se percató. Una llamada de atención no estaría mal. A él y a Otamendi, que el día que un árbitro no trague con uno de sus piscinazos va a poner en un buen aprieto, sin necesidad, a Alves.
La solución estaba en los banquillos y vestía de corto. Parejo, una vez más, dio sentido a su equipo y en una estupenda combinación con Negredo, empató el gol que Casadesús había marcado entrando en el camarote de los hermanos Marx. Morales (al que Alcaraz le escamotea los minutos como a Camarasa) se disfrazaba de Juan Tamariz y mientras hipnotizaba a todos con el violín invisible, se sacaba de la manga pura magia y hacía estallar el Ciutat de València por segunda vez. Hasta entonces, lo más entretenido había sido un rifirrafe entre Javi Navarro y Rodrigo. Después llegaron el asedio al área levantinista y el peinado de De Paul. Los levantinistas abandonaban el estadio contentos, pero con cierta melancolía en sus rostros y palabras, conscientes de que el mercado de invierno debe aliñar la plantilla y temerosos a que Alcaraz haga con el equipo granota lo mismo que el PP con TVE. Los valencianistas salían con cara de llegar tarde a ningún sitio y, como viene siendo costumbre, ilusionándose con la llegada de más fichajes, en este caso Enzo Pérez, el deseado. De fútbol, nadie hablaba.