Luboslav Penev fue un corpulento jugador que defendió la camiseta del Valencia CF durante 6 temporadas. Su fornida figura le permitía bregar con las defensas más huesudas y buscar el cara a cara cuando los codos adquirían más protagonismo de lo normal. Pero al mismo tiempo, y lejos del estereotipo del delantero torpón y gigante, atesoraba técnica y calidad (y sobre todo una visión propia de un vidente para leer las jugadas antes que el rival), y fueron muchas las jornadas de gloria que ofreció a una afición que gustaba de corear «¡Lubo! ¡Lubo!» en agradecimiento a su lucha. El futbolista, que acabaría marchándose al Atletico de Madrid que consiguió el doblete, también fue protagonista por asuntos extradeportivos. Un cáncer en el testículo izquierdo o la pelea a puñetazos con el presidente del Valencia, Paco Roig, cuando el búlgaro vestía la camiseta colchonera, son algunos de ellos.
«Penev» es también el título del último montaje de La Teta Calva. Y el nombre no es lo único que comparte con el larguirucho futbolista. El búlgaro de presencia intimidatoria tenía ciertos rasgos infantiles (esos mofletes que se le marcaban cuando el cansancio físico hacía mella) y esa dualidad está presente en la obra, trufada de cierta comicidad sencilla y efectiva, que envuelve una historia dramática con las necesarias gotas de denuncia social. Y como en el caso del búlgaro, la función termina con unos cuantos goles en la porteria contraria.
Xavo Giménez y Toni Agustí aparecen en escena intercambiado cromos y negociando sobre uno que le falta al otro para completar su colección. Un presagio de lo que será la relación en escena de los dos actores, cuyos personajes comparten la complicidad que une a los que no tienen mucho, pero que sibilinamente intentan aprovecharse del otro. Hay química entre ambos y de ello se beneficia un texto que avanza, inexorable, hacia un final (magníficamente cerrado) y que el vendaval representativo no permite anticipar.
No es una obra entregada a la memorabilia con los brazos abiertos como podría pensarse. Esos recuerdos que van plagando la representació, bien sean nombres de grupos o músicos, juegos de la play o futbolistas del Valencia CF (con el ligero error de adjudicar a Viola 4 goles en un partido de Copa contra el Celta que, en realidad, marcó el brasileño Toni), no son meros ejercicios de estilo o guiños lanzados con un Kaláshnikov a la sensibilidad del público. Su presencia no es gratuita, sino necesaria para comprender mejor el perfil de los protagonistas y su manera de actuar. Nada es casual. Y ese es uno de los muchos méritos que tiene un texto, muy bien trabajado, que bajo la apariencia de gag desenfadado está transmitiendo una información que solo podrá ser descodificada cuando se tengan todas las piezas del puzzle narrativo. Ante la tentación de carcajear a la mínima, lo ideal es mesurarse, arremolinarse en el asiento y degustar lo que se nos ofrece.
La historia viene marcada por la relación del dependiente de una tienda de objetos de segunda mano y un extrabajador de Canal 9 que ahora vive con su madre (tal vez, el aspecto más discutible desde el punto de vista de la credibilidad, dado que económicamente las condiciones de los afectados por el ERE televisivo sigue siendo igual de buenas que cuando trabajaban en el ente). Las transacciones comerciales, los apuntes de la vida personal del segundo, los recuerdos del primero, todo discurre con la comicidad tan característica de parejas como Walter Mathau y Jack Lemmon, con las que uno acababa empatizando con sus miserias.
Mención aparte merece la escenografía. Bastan dos mesas con libros, vinilos, videojuegos y juguetes infantiles (y un estupendo uso de las luces) para que el espectador entre sin billete de salida en ese universo lleno de objetos que esperan una nueva vida. Y, para que narcotizado por la obra, acepte que aquello también es el salón de la casa de la madre de uno de los personajes o el bar de Manolo «el del Bombo». Mucha culpa de ello tiene Xavo Giménez (autor del texto) y su habilidad como contador de historias. Un fuera de serie. Con tres frases hipnotiza y a partir de ahí ya puede soltar el relato más inverosímil que una mente pueda imaginar, que todos le seguirían. Contar y captar la atención puede parecer sencillo cuando tienes toda una platea escuchándote fijamente, pero por eso mismo puede convertirse en el trabajo más complicado del mundo. Giménez maneja a la perfección los resortes narrativos y juega, experimenta con ellos (sin caer en ese teatro moderno al que saca los colores con sano gamberrismo), utiliza todo lo que tiene su alrededor (sean unos muñequitos o un Pocoyó saltarín), desafiando la mente del público para que lejos de permanecer como un pasmarote ante la representación vaya recreando y completando en su cabeza todo lo que él va sugiriendo. Actor, teatro, ya saben.
Toni Agustí da vida a un ser apocado, que pasea su penuria por un presente que nunca hubiera imaginado. El actor hace de la moderación interpretativa el mejor perfil de un personaje que, incluso cuando estalla, sigue siendo fiel a la silueta trazada. Sus réplicas se esperan porque lejos de estar automatizadas van in crecendo paralelamente al progreso que va experimentando su papel. Como una cebolla que va desprediéndose de todas sus capas, Agustí va desnudando a su protagonista sin histrionismos, sin prisas, midiendo cada avance, cada nuevo descubrimiento, con la pausa y la calma del actor que ya lleva varios años subiéndose a un escenario. Reprime la ansiedad de querer mostrar todo lo que esconde y dosifica, sin por ello perder el tempo narrativo. En su debe, la escena en la que está viendo un partido de fútbol por televisión destila cierta impostura.
En vuestras manos está que la obra no corra el mismo destino que el Penev futbolista quién después del doblete con el Atleti, acabó jugando en el Compostela y el Celta, con todos los respetos para ambos clubs dicho sea de paso. Pero no lo hagan solo por el teatro valenciano, por los textos bien escritos, por los buenos actores y por la vida cultural de esta ciudad, sobre todo vayan a verla por ustedes.